Adiós a la India
Salgo de la habitación del hotel, uno con cierto aire de postín, junto al famoso y millonario ashram de Osho, en Pune, al sur de Bombay, y me doy de bruces con un hombre de tez muy oscura y mirada algo extraviada que lleva en la mano derecha un cepillo de púas duras y en la izquierda un cubo con agua jabonosa. Me saluda inclinando levemente la cabeza; se produce un chispazo dentro de mí. Hoy estoy algo excitado.
Dos conductores de riscksaws pusieron a prueba mis nervios nada más bajarnos del autobús que nos traía de Hampi, donde hemos permanecido tres días casi aislados en medio de la lluvia y sin energía eléctrica. Después de aguantarles durante quince minutos sus consabidas ofertas de hoteles que no nos interesan terminan llevándonos al lugar que les indicamos. El ricksawmetro marca treinta y seis rupias, un precio razonable, pero esta pareja sin comerlo ni beberlo se empeña en que hay que aplicar cierto baremos y que por consiguiente el precio es de quinientas rupias. Me sale sin más una carcajada. Cuando el chico de hotel me está enseñando la habitación le pregunto cuánto puede costar el recorrido que hemos hecho y me dice que unas quince o veinte rupias. Como no nos gusta la habitación que nos ofrecen cogemos nuestros bártulos y enfilamos hacia la calle en busca de un puesto de policía que dirima en el precio de la carrera del ricksaw. Tras una larga historia terminamos yendo a un puesto de policía; todo parece claro, nos dan la razón, pero en cierto momento, no sé por qué, se da la vuelta a la tortilla y los policías sugieren que les demos doscientos cincuenta rupias y asunto concluido. Me niego sonriendo; me admiro de mi sangre fría, me gusta esa contención que me sale esta mañana, y que en otro momento y con menos consciencia de la situación global habría sido para tirarse al cuello de aquel ladrón avalado por la policía. Necesitaremos otros policías menos corruptos. Uno de los conductores de la ricksaw insiste en que subamos a su motocarro para ir al otro puesto de policía y nos negamos. Recurro a la presión del público y en un cruce de calles me dirijo simultáneamente a otros conductores y algún viandante que se acerca amable a echarnos una mano. A estas alturas a uno de los conductores se le salen los ojos de la cara, me da un empujón, su rostro es verdaderamente amenazador (una cara que ya vi años atrás entre los indígenas de Chiloé, en Chile, cuando me negué a pagar un peaje por usar cierto camino en la montaña), tengo la sensación de encontrarme ante un salvaje, una situación de peligro en expectativa. La situación se prolonga durante un tiempo en el que la violencia aumenta en el rostro de uno de ellos. Mientras tanto Margarita, a mi lado, ha empuñado amenazadoramente el paraguas en sus manos; los conductores que nos rodean terminan por desentenderse del asunto; entre un colega y un par de turistas no parece el caso defender a estos últimos. No es mucho dinero lo que nos piden, pero no cuenta el valor. Intento jugar entre la afabilidad y la mala leche; ¿tú es que eres imbécil?, le digo a uno de ellos en un momento; e instantes después, pruebo la afabilidad, junto las manos en actitud de ruego e inclino la cabeza: namasté (esa preciosidad de saludo que usan en Nepal), intentando llamarle al orden amigablemente con una sonrisa en la boca. Es inútil, ellos también han hecho una causa de honor del robo en ciernes y hablan creídos del papel que han decidido representar. Valoro la situación de peligro real que veo en la cara y la actitud del más violento de ellos; terminamos haciendo un aparte; ¿les damos doscientos?, le digo a Margarita. Está de acuerdo. Cuando le doy los dos billetes de cien todavía insiste en recibir cincuenta más, pero parece que ahí podemos zanjar la situación; así que nos damos la vuelta y caminamos despacio bajo el chirimiri hacia la estación de tren. Oímos enseguida arrancar y desaparecer la ricksaw a nuestra espalda. Esto es la lotería, una mañana te levantas y te encuentras ahí en la calle un asunto que roza la alarma. En fin. Las grandes ciudades, los alrededores de las estaciones y los aeropuertos son lugares propicios para buscarse problemas. En estos lugares hay un montón de aprovechados que están a la que salta; la policía los avala.
Llueve, la calle es un barrizal, momentos después tenemos que litigar con otro conductor que debe llevarnos a otro hotel. Esto es más suave.
El miedo, simplemente el miedo al hombre salvaje, al loco, al enajenado, al integrista, al patriota, al nazi que en mayor o menor grado habita en el ser humano. Doscientas rupias bien valían el alivio de quitarse de encima ese peso. Después continúo con mi lectura de Nieve, de Orhan Pamuk; a veces mis nervios se tensan cuando aparece la faz del integrismo islámico en los conflictos de la novela; el fanatismo, la locura, el olvido de tres o cuatro mil años de cultura, termina en una debacle en horrorosa matanza; más imágenes en mis recientes lecturas, el rostro de los japoneses pasando a cuchillo a miles de ciudadanos asiáticos; de alemanes incinerando vivos a millones de judios; más instantáneas: el miedo al marido celoso que compensa sus frustradas y ridículas erecciones con el filo de una navaja sobre el estómago de su esposa; la sangre fría del que ha convertido la extorsión en el hábito sacralizado de la sociedad que lo sustenta, esos genocidas de nuestros días que ostentan el poder de grandes potencias; la policía, el Estado convertidos en ángeles justicieros. El horror puede estar a la vuelta de cualquier esquina. Y no, no basta hacerse un seguro de vida, caminar por el centro de la calle huyendo de alguna teja que arrastre el viento. No basta con no moverse de casa, porque el miedo termina habitando en nosotros, está tras una llamada telefónica inesperada a las tres de la mañana, tras unos pasos solitarios que oímos a nuestras espaldas en la noche solitaria. Y nuestro miedo nos arrinconará y nos impedirá ser libres, “será como el bebedor que muere lentamente, que se da cuenta una mañana, después de que se le haya ido la mano con el raki, de que lleva años en el otro mundo”. Y me pongo en guardia. ¿Quién coñó me manda a mí seguir dando la vuelta a esta planeta, con lo bien que podría estar este invierno poniendo el culo en el radiador para que no se me enfríe? Y no sólo eso, ahora en África; y recuerdo los últimos formularios que he tenido que rellenar en las fronteras de Singapur, Malasia, Sri Lanka e India: ¿Ha visitado usted en los últimos seis meses los países de África Central? ¿Qué me esperará en África de donde ya salí huyendo hace un par de años? ¿Cuántos salvajes disfrazados de conductores de ricksaw habremos de encontrarnos? ¿Cuántos policías corruptos querrán robarnos, y eso por no hablar de la malaria, la disentería, las incomodidades, el calor agobiante? En casita calentito, sí. Un personaje de Pamuk dice: “Dentro de veinte años entenderás por fin que toda la maldad del mundo, o sea, el que los pobres sean tan pobres y tan ignorantes y los ricos tan ricos y tan listos, la vulgaridad, la violencia y la falta de ánimo, o sea, todo aquello que despierta en ti deseos de morir y sentimientos de culpabilidad, se debe a que todo el mundo piensa como el vecino. Así te darás cuenta de que en este lugar donde, aunque todos parecen decentes, sólo se entontece y se muere”. O no, no en casita, sino itinerando por medio de la tristeza y la violenta de la pobreza; el cuerpo convertido en una esponja. ¿Por qué? No lo sé. Esta mañana necesito empaparme con el dolor y la miseria de esta gente.
Hoy estoy triste, no sé muy bien por qué, pero siento que India me pesa en el corazón. Estoy de mal humor, dejo a Margarita que dé algunas rupias a quienes se acercan a nosotros pidiendo, muchos; no quiero saber nada de ellos; besa a un par de criaturas, les da su lata de coca cola, dos niñas mugrientas que se le acercan y a quienes yo no hecho caso; quizás su profesión de pediatra le ayude a aproximarse a estas niñas; lo que yo siento hoy es algo que se parece al rechazo, el de que desearía negar la realidad y mirar al mundo como hace la mayoría en Europa o Estados Unidos, como si ese mundo formara sólo parte de un programa más de televisión. Miro la miseria desde mi cuerpo lleno de lluvia. Me hiere esta miseria. Sorteamos una enorme rata muerta, todo es un barrizal, hundimos los pies en los charcos; atravesamos un pequeño lago para sacar dinero en una oficina de Citibank, limpia y pulcra como cualquiera otra de Occidente. Mundo de contrastes. Esta gente famélica cubierta de harapos me rompe hoy el alma.
Estoy excitado, mi organismo debe tener los poros del alma más abiertos que de costumbre, por eso me hiere más la mirada de la persona con la que me cruzo en el pasillo del hotel. Tiene los ojos de los sin pan ni tierra, de los miserables de este planeta. Cuando un momento después entro en los servicios me le encuentro de rodillas limpiando el suelo del retrete con el cepillo; sus pies asoman por la puerta, oigo el violento frufrú de las cerdas contra el suelo; los hilillos de jabón se escurren hacia el pasillo. Los dalits, los parias de esta tierra cuyo sistema de castas sigue perpetuando un régimen que no está lejos de los sistemas esclavistas.
Hay muchos modos de esclavismo. Ayer, unos minutos después de pagar la cuenta del hotel, sube el muchacho que nos había atendido durante tres días, también haciendo de cocinero, y nos dice que el dueño le ha dicho que tenemos que pagar una noche más porque hemos superado la hora del check-out. Cuando me niego y le digo que haga bajar a su jefe para aclarar el asunto, a él se le pone cara de extrema preocupación. Explica que él es un empleado, que gana novecientas rupias al mes, unos catorce euros, por trabajar treinta días durante toda la jornada; cuando le pregunto que qué ha pasado con las cien rupias que le hemos dado de propina un instante antes, contesta que las propinas son siempre para el dueño. Presenta un aspecto tan lamentable y resignado que no tengo más remedio que ir a ver al rajá-jefe bajo cuya férula se encuentra este muchacho. Me revuelve las tripas pero voy a verle. Termino dándole las trescientas rupias que me pide y mandándole a freír monas. Pero antes de desaparecer por las escaleras abajo le dejo bien claro que escribiré a la gente de la Lonely Planet, explicando el comportamiento de su señoría. Di con mucha precisión en el clavo. Desaparecer de las páginas de esta biblia viajera puede ser una catástrofe para el negocio hotelero. No han pasado dos minutos cuando ya está en la puerta de nuestra habitación haciendo el paripé, pero devolviéndonos el dinero que poco antes le había dado. Cuando desapareció todavía tuvimos tiempo de congratularnos con el muchacho -¡qué pena me daba!- Toma, le dije, y le alargué algunos billetes, para ti, y que no se te ocurra dárselos a tu jefe. Quizás tuviera veintidós o veintitrés años, probablemente pertenecía a una casta poco deseable, acaso en una lejana reencarnación se reencarnara en dueño de un hotel, existe la posibilidad de cuando lo hiciera contratara a un chico para todo por mil rupias al mes. Todo muy triste.
Una vez más salimos del hotel. Una anciana y un hombre de edad, ambos con una pequeña hoz en la mano, arrancan malas hierbas; tres, cuatro briznas a la vez; sus aspectos son los mismos que el del limpiador de letrinas, tristes y resignados; son un fondo habitual en todos los jardines de la India. No existe ningún lugar en el mundo con una mano de obra tan barata. Y no lo digas muy alto, porque seguro que te encuentras con alguien que dice: y suerte que tienen... y tendrán razón.
No, no toda India es así, ni todo el mundo islámico es la ignorancia y el integrismo que se puede encontrar en algunos lugares de Pakistán, pero sí, es muy triste comprobar que los pobres sean tan pobres y tan ignorantes, y los ricos tan ricos y tan listos.
No nos extrañemos de que la violencia y el salvajismo aniden en sus almas. Hoy tan míseros y dignos de compasión me parecen los conductores de la ricksaw de esta mañana como el chico del hotel, como el limpiador de letrinas con el que crucé hace poco. Quizás debería añadir que igualmente son dignos de compasión, somos, los ciudadanos de Occidente, los ricos, los prepotentes y sus respectivos estados buscadores de ganancias sin término. Bastaría echar una ojeada y aprender un poco en que consiste esto de la vida, cuáles son las situaciones que nos hacen dichosos y cuáles estimulan nuestros bajos instintos y nuestra rapacidad. Sólo eso. Una sociedad para la que su norte está en el provecho y el poder es necesariamente una sociedad enferma, cuyos individuos no se han encontrado todavía a sí mismos; tampoco lo es una sociedad carente de un mínimo de solidaridad. Tristeza y dolor para llenar muchos carros esto de viajar en ocasiones.
No puedo resistir añadir unas líneas a este post. El jardín de nuestro hotel limita con las instalaciones del ashram de Osho, el gurú más notable del momento en Europa. Este hombre no se andaba con chiquitas en materia de ostentación, cinco Rolls Royce, tenía el barbudo señor, dios y profeta de la modernidad que busca encontrar su camino entre los gurúes. Miro en mi guía: costo de una visita puntual al ashram para meditar un día: el sueldo mensual del chico del hotel de ayer, más la mitad del sueldo del que limpia las letrinas; los niños pagan menos, quince rupias menos que el sueldo mencionado. Un buen dato para todos los amantes y seguidores de Osho, aunque ya dice el refrán: haz lo que digo aunque no lo que hago. Y es que vivimos un mundo de contrastes, sí señor.
Punto final
Este blog se hizo pesado y lento; acaso no sólo en la manera en como lo cargan los navegadores. Me lo dicen y lo compruebo; en algunos cíbers es difícil verlo porque el sistema no puede con él. Quizás sea una señal para terminarlo. De hecho el blog nació como proyecto de primavera, la última estación de un trabajo cuatripartito en el que he estado empeñado un año completo. Y ahora tanto la primavera como el Pacífico terminaron. Primavera en el Pacífico completa pues el ciclo estacional que empecé a escribir en el último solsticio (los otros tres tomos se pueden leer en http://www.elchorrillo.es). Hora pues de cerrar el quiosco y dedicarse a otra cosa.
Ahora, mientras llega mi próximo destino, África, habrá que ir pensando acaso en algo diferente. De momento, ya hay un espacio nuevo para lo que pueda ir llegando; se llamará Estamos en África (http://estamosenafrica.blogspot.com/)
Hacer cosas diferentes está reñido con atarse a un blog durante el resto del viaje, que en eso se había convertido la asiduidad con que me había atrapado. Hoy, mañana de contemplación y lectura de Pamuk en Hampi, el importante centro arqueológico de Vijayanagar, en la región de Karnataca, principio también de verano, parece un momento adecuado para mirar alrededor y dentro de uno mismo con un poco de mayor perspectiva y tratar de ver en qué va a consistir esta continuación tras el ciclo estacional; ciclo que comenzó con un verano repleto de experiencias nuevas; que continuó con un otoño lleno de cierta nostalgia en donde se dieron la mano la vuelta al pasado y la búsqueda de los colores que sirvieran para seguir pintando el cuadro de siempre, la vida; que siguió con un invierno en donde la desesperanza, transformada en una novela corta, acabó en el suicidio de la protagonista de un puñado de libros escritos en los últimos años; que terminó, por fin, con una primavera que tenía el signo de la huida de la escena del crimen, una autoinmolación que poniendo punto final a una esperanza marchita necesitaba dejar distancia suficiente por medio como para que el cuerpo se hiciera a otra realidad. El lugar elegido se encontraba en las antípodas de este planeta, las islas del Pacífico, pero fue lo mismo, durante este periodo su sombra y sus uñas, una amante muy conflictiva, me persiguieron desde el otro lado del mundo sin cesar aprovechando de un afecto incombustible por mi parte.
Esto ya no es un blog, es el punto final de otra historia más en la que los protagonistas, yo mismo y mis fantasmas, los paisajes y países que he visitado, las ideas y las creencias, los afectos escondidos, los deseos sólo a medias expresados, han tenido su espacio durante este largo trimestre de itinerar por el mundo. Dentro de unos días daré la vuelta al blog, ordenándolo de más antiguo a más reciente, que es orden en que corrientemente se leen los libros, y lo dejaré ahí, esperando mi regreso a casa, quizás en el otoño o en el invierno próximo, para convertirlo en un libro que se pueda leer y tocar con las manos. Al libro acompañarán en esta ocasión un buen puñado de fotografías, como protagonistas que han sido también ellas de de este periplo.
Nada más, mis saludos y agradecimientos a todos aquellos que habéis leído alguna vez en estas páginas, con algunos, algunas de los cuales no he dejado de dialogar a lo largo de ellas cuando la ocasión se ha presentado.
Un cordial saludo.
Reflexiones sobre religión
El tren hacía ayer el recorrido Cochin-Bangalore; fuera llovía torrencialmente, y acunado por el aguacero y por el runrún del tren, repasando las raíces históricas del hinduismo, me había encontrado con la referencia al Bhahavad Gita, un viejo libro al que terminó descomponiéndosele toda la encuadernación debido al uso que le había dado yo durante muchos años. Frente a este último texto, que utilicé con tanto aprovechamiento como lo hiciera años antes con el Nuevo Testamento en los tiempos en que profesaba la fe cristiana, predominaba en mí el malestar que me producía el espectáculo de semanas atrás en Johar Barhu, al norte de Singapur, cuando asistí a la celebración de un festival hindú; junto a ello mi ánimo trataba de abrirse camino en la liturgia que había contemplado ya en numerosos templos hindúes y en los que es fácil encontrarse con un panteón exótico y prolífico de dioses que tienen ya tres mil años de existencia. Mirando transcurrir el paisaje trataba de encontrar razones para tantos aspectos de las principales religiones que en sus fuentes no difieren en exceso entre ellas. El Bhagavad Gita, un fragmento del Mahabharata en donde Krisna aconseja a Arjuna antes de la batalla, en lo que recuerdo de mis lejanas lecturas, era un libro que inducía a la santidad, indicaba caminos, proponía comportamientos ejemplares; un texto que bien podría estar junto al Evangelio. Esta doctrina, o filosofía de la vida, si así se le quiere llamar, coincide igualmente con cierto espíritu que subyace en la lectura del Corán; y en sus páginas es fácil encontrar igualmente muchas de los fundamentos del budismo, que nace precisamente como reacción a las limitaciones impuestas por el hinduismo brahmánico.
¿Qué significa esto? Algunos datos más: Isis en el antiguo Egipto; Venus, Ceres, en Grecia; la virgen María en el Occidente católico; la diosa Kali de los hindúes; la Pachamama en la cultura incaica; ¿no son todas ellas la expresión de parecidas devociones? Un texto latino pone en boca de Isis estas palabras: “Tus plegarias me han conmovido; a mí, la madre de la naturaleza, la señora de los elementos, la fuente primera de los siglos, la más grande de las deidades, la reina de los manes; a mí, cuya única y omnipotente divinidad ha adorado bajo mil formas el universo. Diosas todas a quienes se rinde homenaje bajo mi verdadero nombre de diosa Isis” ¿Cómo se ha de interpretar estas coincidencias, estas devociones marianas tan parecidas a otras que surgieron a miles de kilómetros de distancia unas de otras pero con parecidas connotaciones?
La liturgia y los ritos terminan por sumir las esencia de las devociones y el espíritu de los iniciadores; transforman con frecuencia el espíritu primero de los fundadores en coloristas manifestaciones rituales que parecen ser, por otra parte, el único medio posible para que una masa con menor formación pueda sumarse a una práctica religiosa determinada. Así, la evolución de la liturgia, en una transformación en la que pierde constantemente el espíritu de los iniciadores, termina derivando a complicados ritos que cuanto menos resultan exóticos y extrañamente vinculados a épocas de subdesarrollo; algo que llama frecuentemente la atención de los viajeros que visitan los templos dedicados al prolífico panteón hindú. Cuando uno toma como referencia las manifestaciones religiosas actuales y tras ello intenta encontrar la esencia, las conexiones con ese espíritu primero de los iniciadores, en la mayoría de los casos es muy difícil encontrarlo; lo que tengan que ver las palabras de Buda con los ritos que uno ve, con la vinculación de la riqueza de sus templos, guarda la misma similitud que puede haber entre el espíritu, la sencillez del Jesús del Evangelio con la parafernalia y la ostentación vaticana. Lo que fue una búsqueda de las raíces, el resultado de un modo de entender una realidad superior, de recoger una cierta esencia que recorre como inconsciente colectivo el interior de toda la humanidad, es decir, lo esencial de sus textos sagrados, ya sean estos el Corán, la Biblia o los Vedas, termina haciéndose práctica litúrgica, esperpento a la larga de una mística acaso solo accesible a una pequeña minoría. En esencia, los sagrados corazones, las vírgenes dolorosas, toda la estatuaria del panteón hindú, y la tan abundante representación de Buda en templos como Borobudur (cuatrocientos budas en un solo recinto), lo que probablemente están colmando sea una necesidad en los adeptos de encontrar una realidad superior que suavice las tensiones internas, que dé expectativas más allá de la muerte, que nos proporcione un regazo materno en donde ser arrullados en los momentos de soledad. Con lo cual, de hecho, los devotos, tomando lo que tienen a mano en su entorno cultural inmediato, lo que hacen es intentar guarecer su propio espíritu de las inclemencias del tiempo, de la presión del miedo, de la inquietud que provoca el hecho de vivir. Y para ello lo mismo sirven una estatua de escayola de la virgen que la figura de Visnú el de los múltiples brazos, o la de Ganesh, ese dios con cuerpo humano y cabeza de elefante, hijo de Siva, que adquirió su cabeza de elefante después de que fuera decapitado inadvertidamente por su padre.
Los sufíes, los místicos cristianos, buscan con su olfato fino, en el espíritu y las raíces de las creencias, la fuerza para sus ascesis y realización personal; la masa de los creyentes, no pudiendo llegar a una asimilación más profunda de una doctrina, parecen deber conformarse con una simbología, que convierte a la estatua, al ídolo en objeto directo de su devoción, un confidente, un ser superior en quien aliviar las penas y depositar la esperanza de una vida mejor.
Los puntos comunes a todas las religiones, como una moral enquistada en la sociedad a lo largo de milenios, reciben, sin embargo su sustento de un espíritu que parece universal. Las propuestas que hace Jesús en el sermón de la montaña, puede recogerse de una manera u otra en otros textos sagrados. La bondad que sugiere continuamente el budismo, las enseñanzas del Bhagavad Gita suscitan parecidos comportamientos.
Espero no decir ningún disparate refiriéndome a lecturas lejanas; los arquetipos de Jung, por ejemplo, en el que la madre tiene una representación tan importante, dan respuestas a una aproximación al conocimiento de la realidad que no es ajena al culto de tantas diosas o vírgenes. Sucede como si a lo largo de la historia de la humanidad, el hombre con su bastón de ciego tratara de orientarse en la oscuridad dando nombre y significado a lo que las vibraciones de la punta de su bastón le transmiten. Que se corresponda o no con la realidad –eso que llamamos verdad-, que fácilmente es posible que no conozcamos nunca, es lo de menos –budista, cristiano, taoista o mahometano, puede ser indiferente a efectos prácticos-, lo que realmente importaría a niveles sociales sería la capacidad del ser humano, de manera similar a otros seres vivientes, de velar, desde ese inconsciente colectivo, mediante unas prácticas religiosas, una moral, por la supervivencia de la especie, por una parte, creando un entorno de convivencia y bondad, y por otra proporcionando mediante herramientas similares la posibilidad de una estabilidad personal en el que la muerte sea explicada y superada.
Para terminar, junto a estos hechos que apuntan a la mejora personal y social, a la comprensión de nuestra realidad, y a aligerar las tensiones en relación a la muerte, un dato significativo: la presencia en todas las librerías del mundo de los libros llamados de autoayuda o de crecimiento personal; ayer mismo paseando en Bangalore por la Mahatma Ghandi Road, un puesto en la calle en donde la mayoría de las publicaciones pertenecían a este ámbito. No existe puesto callejero de libros en el mundo donde uno no se encuentre con Paolo Cohelo, Osho, Bucay, y una larga lista de lecturas encaminada a mejorar nuestra higiene interior. Osho, barbudo y patriarcal, ocupaba un notable espacio en este olimpo callejero. Osho, el santón o gurú mundial, no sólo es profeta en su tierra sino que amenaza con formar parte relevante de la panoplia religiosa del país.
Los libros de autoayuda probablemente parten de una idea cercana a la de las religiones, la búsqueda de una fuerza subyacente a las personas y a las cosas, el hilo conductor que ayudará a vivir mejor y en cuya búsqueda acaso entra el seguimiento de nuestros propios pasos más allá del nacimiento.
Mi encuentro hace años con Osho fue el de quien se tropieza casualmente con algo que se ajusta cabalmente a una necesidad inmediata concreta que está en trance de resolver. Fue en una feria del libro de Madrid, un tiempo en que había empezado a tomarme el afán de correr con cierta regularidad, y un tiempo también en que mi ánimo estaba bajo mínimos con cierta frecuencia. Paré en una caseta y me encontré con un volumen que hablaba sobre las emociones, un tema que siempre me resultó sugestivo. Hojeando sus páginas di con algo relacionado con el hecho de correr; retrocedí un par de página y comencé a leer. Se trataba de una receta muy sencilla; Osho, situando a su lector ante un hipotético problema personal que le acosaba, le sugería la terapia de correr doce kilómetros, para ir a sentarse a continuación bajo la sombra de un gran árbol, bajo cuya copa debía de permanecer en estado de contemplación algún tiempo. Así de sencillo, las endorfinas, la energía del gran árbol, la meditación contribuyendo desde la síntesis al alivio de un dolor. Me pareció tan clarividente el consejo que no sólo compré el libro que hojeaba sino un par de ellos más del mismo autor. En realidad todo esto puede mirarse bajo la óptica de esa vieja teoría que inauguró Yhavé en el momento en que estaba empezando a crear el mundo, cuando hecha la luz, comprobando que aquello era bueno, decidió continuar su tarea creadora. Un buen tamiz ese el de lo que funciona: abundar en lo que funciona y evitar lo que la práctica diaria demuestra que no se ajusta a nuestras expectativas o no nos enriquece.
Para mí la religión católica no funciona, sume a una gran masa de América Latina (y otras partes del mundo) en la ignorancia y la superstición; tampoco funciona el hinduismo, que sustenta algo tan anacrónico e injusto como el sistema de castas, que creo, me parece, sospecho, alimenta un cierto estadio infantil de hombres y mujeres necesitados de dioses a los que aplacar o rendir sumisión; funciona el budismo cuando nos ayuda a acceder a lo mejor de nosotros mismos; e igualmente es muy positiva la eclosión de los libros de que hablaba más arriba, vengan de donde vengan, y que nos pueden ayudar a ser mejores.
Además, es bonito eso de querer ser mejor. Suena a receta de niño chico, pero no importa. Dedicar la vida a ser un poco mejor siempre es una garantía para uno mismo y para los que nos rodean.
Día de lluvia
Saber de la vida de los otros, esa necesidad que tiene su habitat en lo profundo de nuestro cerebro y que se nutre, acaso, de la sospecha de que la vida de los otros es, será o fue parte de la nuestra propia en algún momento de una existencia mucho más amplia que la que marcan nuestro nacimiento y muerte. Acaso cuando oímos a los otros, leemos una novela, vemos una película, ¿no estaremos persiguiendo los trazos inciertos de nuestras huellas? Inmediatamente por encima de este texto leo la copia de la última carta de mi amiga desconocida, un largo escrito que incluiré en el apartado de los comentarios, entre otras cosas porque ella hace alguna aclaración en relación a una cita no muy exacta que hice de sus palabras, pero sobre todo porque la vida ha de tener espacio relevante en el viaje, y mi amiga me regala hoy con un trozo de existencia que me gustará conservar en el futuro al lado de las impresiones que surgen junto a la lluvia torrencial en esta tarde solitaria en un céntrico hotel de Cochín al sur de la India.
Mi amiga usa en su carta la palabra rajatabla. ¿Sabes, amiga? No puedo leer esa palabra sin que inevitablemente el recuerdo de mi madre me venga como un regalo desde aquel invierno de nieve en que el destino eligió mi casa para que ella muriera en paz en compañía de sus nietos e hijos. Ella, cuando ya el cáncer hacía estragos en su cerebro, usaba frecuentemente esa palabra sin venir a cuento. Estábamos sentados a la mesa, y la sopa se había servido demasiado caliente, y entonces, ella levantaba los ojos del plato, alzaba la mano derecha y sacudiéndola significativamente como cuando un niño dice a otro: ya verás la regañina que te va a soltar mamá, decía con mirada muy expresiva: ¡rajatabla!; o un día que en un falso movimiento se fue al suelo, y exclamaba alegremente muerta de risa: ¡rajatabla! Rajatabla era la exclamación admirativa de alguien contento a quien en la vida lo peor que le puede pasar es algo que hace soltar un ¡vaya, hombre! Basta que cualquiera pronuncie delante de mis hijos o de nosotros esa palabra para comprobar cómo se le ilumina la cara con un gesto de infinita ternura.
Sí, llueve, la calle es un río. Miro desde el balcón el espectáculo. Un domingo después de comer; nuevamente solo durante medio día; mi amiga marchó a callejear por Fort Cochin. Sólo la tarea de leer o escribir por delante. Aprovechamos que se había hecho algo tarde para el breakfast y comimos; me liberé así del trabajo de volver al restaurante después del medio día. Tras los postres nos despedimos.
Hasta hace un momento llovía, pero era un agua liviana que acompañaba las últimas páginas de mi lectura de Nerval; ahora no, ahora la lluvia cae ruidosa y estrepitosa sobre la ciudad mientras Nerval rinde culto a Isis y explica cómo durante todos los tiempos los dioses hubieron de adaptarse a los usos y costumbres de los hombres, el Zeus de Homero con su vida patriarcal con sus mujeres, hijos e hijas viviendo exactamente igual que Priamo; el dios hebreo, iracundo y necesitado del continuo mimo de las oraciones y ofrendas de su pueblo elegido, como un padre celoso cuya autoridad se fundamentara sobre la rendida pleitesía de su descendencia; Isis y Serapis aviniéndose primero a vivir como los hijos del Nilo y, más tarde, tras la invasión de los romanos, adaptándose a los usos y costumbres de los habitantes de las riberas del otro río, el Tíber.
El otro día traté de acordarme inútilmente del nombre del pintor nórdico Edward Much; pero hoy, bajo la lluvia, me viene gratuitamente sin haberle convocado. Sí, fue hace un par de días, cuando yo intentaba convencer a mi amiga de que no merecía la pena perder el tiempo leyendo un libro mediocre (lo que naturalmente vale para estas líneas) o viendo una película espectacular a la que la fuerza se le va por los anfóteros. Yo había necesitado la presencia de Much para elogiar la capacidad de Liv Ulman en su última película (si mi secretaria no me echa un cable no recordaré el título), con guión de Bergman, de evocar en una secuencia de extremo desasosiego, en donde uno de los protagonistas sugiere, sentado sobre una cama, desnudo, en una habitación oscura y opresiva, el retrato de una adolescente pintada por Much en parecidas circunstancias. Un cuadro de Much que vi en Oslo y que expresa tal extrema sensación de soledad y angustia, que era imposible no sentir ese dolor profundo cuando uno se situaba frente al cuadro. Hay tantos libros buenos, tantas películas excelentes que no nos dará tiempo a leer, que necesariamente uno tiene que elegir; por eso me propuse hace un año utilizar un rastrillo con el que peinar la historia de la literatura y el cine, a fin de no dejarme ningún placer entre las azucenas olvidado. Los rastrillo elegidos para ayudarme en la tarea, fueron, para la literatura El canon occidental, de Harold Bloom; y para el cine, la Historia del Cine, del muy sabio Román Gubern.
bajo la lluvia, como es de esperar, me adormilo. Y me despierto. Y en el duermevela recuerdo la carta de ayer de mi secretaria, amiga, amante, esposa, y retengo la melancolía que de sus líneas se desprendía. Lleva sola en casa el mismo tiempo que llevo yo viajando, tres meses. Mucho tiempo. Un amigo común la llamó por teléfono y despachó la pesada carga de su escepticismo sobre ella, y esto y los nervios de final de curso hicieron que su ánimo se tambalease. Sólo fueron algunas horas. Nuestro amigo no tiene razón, no comprende, no sabe. Hay que haber vivido mucho y muy intensamente, haber amado con intensidad suficiente, para entender que los lazos que unen a dos personas no necesariamente se sustentan de la proximidad física. En el mejor de los casos llegamos a comprender medianamente nuestra propia vida; sólo medianamente. Sin embargo hay mucha gente que nunca llegará a entender que la vida, como aquellos versos, hecha golpe a golpe, verso a verso, durante más de un cuarto de siglo necesita mucho más que improvisaciones mentales para ser comprendida. La fuerza y el vigor de unas vidas no tienen nada que ver con las convenciones imperantes, que siempre, por fuerza, generarán grisura y falta de suficiente ánimo como para que la partitura resulte al menos convenientemente atractiva.
Y ahora ya es chirimiri astur. Y miro por la ventana... y pienso en África. Mañana lunes viajamos rumbo al norte, camino de Hampi y de las cuevas de Elora y Ajanta. También nos detendremos en Pune, el famoso ashram de Osho. Espero que en los próximos días el monzón y los larguísimos viajes en tren nos dejen tiempo para seguir alimentando este blog.
El punto G
Mi ilustrada amiga me dice que el punto G no existe anatómicamente, y yo, que creí saber muchas cosas, aunque sean bastantes menos que cuando era mucho más joven, la escucho atentamente, porque dado que uno fue autodidacta toda la vida, tanto como para aprender a esquiar con un libro y pese a que don Antonio ironizara por boca de Juan de Mairena sobre este espécimen de individuos; la escucho, digo, como quien cae del guindo y se pone a dudar sobre si realmente la geografía que aprendiera décadas ha, estuviera equivocada, y el continente africano en lugar de estar en África, por ejemplo, se encontrara en Groenlandia o en las islas Salomón, pongamos por caso; porque a estas alturas, además, uno no puede haberse estado equivocando tan de parte a parte, porque con seguridad el punto G que él conoce desde que era niño, que ya lo ilustró, al menos teóricamente, un primer libro que se compró con los ahorros de la paga de los domingos de los diez o doce años, y que se titulaba Escuela del amor y del matrimonio; que conoce y visita, que eso es ya como ir a la Pedriza, agarrar el sendero en Canto Cochino o en Casa Julián en el Tranco y tirar, poquito a poquito camino arriba, subiendo y bajando por las quebradas, siguiendo la suavidad de los valles y lomas, sorteando prados; caminando de oídas, vamos, que es el modo más seguro de caminar por la vida. Y es que los caminos deberían ser sendas donde recoger el rumor de las hojas y los gemidos del viento. Y, como se sabe, todos los caminos llegan a Roma, allá donde la humedad abunda, la fontana de Trevelez, los líquenes tapizando la hondura del valle.
El caso es que tanto me ilustró mi amiga, que llegué incluso a dudar de que el dichoso puntito estuviera en donde yo lo ubicaba hasta ahora. Paseábamos por las ajetreadas calles de Allepey, interrumpíamos de tanto en tanto nuestra conversación para hacer una fotografía, mirar los ojos vivos e inquisidores de una moza, la mirada cantarina de un niño que no nos quitaba ojo; para denegar cortésmente a un conductor de riscksaw el servicio que nos ofrecía. Era un bochorno para mí, el amante de las mujeres (como escribiera mi señora esposa, un relato que hizo hace muchos años, que sin tener que ver con la película de Truffau apuntaba a cierta afición que tuve desde bien pequeñito); un bochorno descubrir la propia ignorancia. Y más todavía cuando va y me dice que la cosa, el puntito de marras, está unos dos centímetros cueva adentro; como un pliegue kárstico atravesando apenas perceptible, surcando entre las estalactitas la oscuridad marina. Sí, me confieso torpe e ignorante; al fin comprendí que el punto G era algo distinto, que hablábamos de cosas diferentes. Que uno tenga que llegar a la edad de la jubilación para saber que además del punto neurálgico, hay otros puntos, el G, el P, el... La vida es muy corta, demasiado reducida, no da tiempo más que para aprender unas pocas cosas.
Me encanta pensar que todavía me quedan unos pocos años para seguir aprendiendo. Ser autodidacta está bien, pero tener a alguien de quien aprender está mucho mejor. Hoy aprendí un poco de geografía física; me congratulo. Ya el pasado otoño, otra amiga ilustrada, mi cara Raquel, de la que necesariamente disiento en algunas cosas importantes, me dio una conferencia enterita sobre los antioxidantes mientras atravesábamos el desfiladero de la Yecla. Entonces andaba yo en la confección de un libro, mi Otoño, y trataba de averiguar la razón por la que las hojas de los árboles, llegadas a ésta época del año, cogían la brocha y se dedicaban a embellecer el bosque como para una fiesta; y junto a ello, en consonancia con la estación que se aproximaba, y tomando a ésta como metáfora, pretendía conocer yo cómo se produce la muerte en los seres vivos, cómo las células llegan a esa situación de punto final. De ahí nació esa interesante conferencia que me dio Raquel sobre los antioxidantes.
Entre el placer y la muerte. Y si hay que aprender sobre el placer y sus puntos cardinales, no menos habrá que aprender sobre la muerte. Hace meses, en el salvapantallas del ordenador de mi cabaña, recogí una cita que decía más o menos así: Una de las cosas más importantes de la vida es aprender a morir en paz. Mientras la muerte llega toma tu sake; vive como un león y, cuando llegue tu hora, muere también como un león. Magnífica esta idea de perseguir el placer y sus caminos sin olvidar que también la muerte es un constitutivo esencial de la vida.
Junto a las lecciones de geografía, tan necesarias, el arte de surcar los caminos, las anfractuosidades del terreno, las armoniosas dunas, la posibilidad de alcanzar el húmedo rincón de donde la vida nace. Después serán el repicar de las campanas, los fuegos artificiales, el entrañable desgarro del encuentro, y, acaso, una otra vida, un nuevo anhelo en potencia en cuya mano derecha la pasión y el placer servirán en el futuro de contrapeso a aquel otro de la muerte en la mano contraria. Entre uno y otro instante, hacerse con una brújula y aprender geografía constantemente; que aunque todos los caminos llevan a Roma, unos son mucho más apasionantes y divertidos que otros.