


El caso es que tanto me ilustró mi amiga, que llegué incluso a dudar de que el dichoso puntito estuviera en donde yo lo ubicaba hasta ahora. Paseábamos por las ajetreadas calles de Allepey, interrumpíamos de tanto en tanto nuestra conversación para hacer una fotografía, mirar los ojos vivos e inquisidores de una moza, la mirada cantarina de un niño que no nos quitaba ojo; para denegar cortésmente a un conductor de riscksaw el servicio que nos ofrecía. Era un bochorno para mí, el amante de las mujeres (como escribiera mi señora esposa, un relato que hizo hace muchos años, que sin tener que ver con la película de Truffau apuntaba a cierta afición que tuve desde bien pequeñito); un bochorno descubrir la propia ignorancia. Y más todavía cuando va y me dice que la cosa, el puntito de marras, está unos dos centímetros cueva adentro; como un pliegue kárstico atravesando apenas perceptible, surcando entre las estalactitas la oscuridad marina. Sí, me confieso torpe e ignorante; al fin comprendí que el punto G era algo distinto, que hablábamos de cosas diferentes. Que uno tenga que llegar a la edad de la jubilación para saber que además del punto neurálgico, hay otros puntos, el G, el P, el... La vida es muy corta, demasiado reducida, no da tiempo más que para aprender unas pocas cosas.

Me encanta pensar que todavía me quedan unos pocos años para seguir aprendiendo. Ser autodidacta está bien, pero tener a alguien de quien aprender está mucho mejor. Hoy aprendí un poco de geografía física; me congratulo. Ya el pasado otoño, otra amiga ilustrada, mi cara Raquel, de la que necesariamente disiento en algunas cosas importantes, me dio una conferencia enterita sobre los antioxidantes mientras atravesábamos el desfiladero de la Yecla. Entonces andaba yo en la confección de un libro, mi Otoño, y trataba de averiguar la razón por la que las hojas de los árboles, llegadas a ésta época del año, cogían la brocha y se dedicaban a embellecer el bosque como para una fiesta; y junto a ello, en consonancia con la estación que se aproximaba, y tomando a ésta como metáfora, pretendía conocer yo cómo se produce la muerte en los seres vivos, cómo las células llegan a esa situación de punto final. De ahí nació esa interesante conferencia que me dio Raquel sobre los antioxidantes.

Entre el placer y la muerte. Y si hay que aprender sobre el placer y sus puntos cardinales, no menos habrá que aprender sobre la muerte. Hace meses, en el salvapantallas del ordenador de mi cabaña, recogí una cita que decía más o menos así: Una de las cosas más importantes de la vida es aprender a morir en paz. Mientras la muerte llega toma tu sake; vive como un león y, cuando llegue tu hora, muere también como un león. Magnífica esta idea de perseguir el placer y sus caminos sin olvidar que también la muerte es un constitutivo esencial de la vida.
Junto a las lecciones de geografía, tan necesarias, el arte de surcar los caminos, las anfractuosidades del terreno, las armoniosas dunas, la posibilidad de alcanzar el húmedo rincón de donde la vida nace. Después serán el repicar de las campanas, los fuegos artificiales, el entrañable desgarro del encuentro, y, acaso, una otra vida, un nuevo anhelo en potencia en cuya mano derecha la pasión y el placer servirán en el futuro de contrapeso a aquel otro de la muerte en la mano contraria. Entre uno y otro instante, hacerse con una brújula y aprender geografía constantemente; que aunque todos los caminos llevan a Roma, unos son mucho más apasionantes y divertidos que otros.




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