Nubes


Pekambaru, 5 de mayo


Había unas hermosas nubes, río arriba, sobre el horizonte.

El paisaje de las nubes. Por sí solas constituyen sobre el cauce del rio un universo completo. Altas, enormes, teñidas de azul primero, grises medios después, negro carbón más tarde, cuando precedidas por un fuerte viento empezaron a descargar su torrentera. Fue como entrar desde la luz, sobre cuyos cumulonimbos más altos se pintaban un breve arco iris, en un túnel que poco a poco adquiría profunda oscuridad.

Fue anteayer en una exposición de pintores del Sureste Asiático, que leía algunas palabras de Affandi, que decía que la flor de loto tiene infinitos aspectos; cada vez que cambia la luz la flor es diferente. Los infinitos aspectos de un paisaje, como eran las nubes de hoy.

Habíamos terminado de cruzar el estrecho de Malaca, sin que hubiéramos avistado a los piratas (esas reliquias vivientes que parece que pueblan todavía estas tierras y a las que deberíamos prestar nuestro apoyo para evitar su extinción, de la misma manera que preservamos a los orangutanes y rinocerontes? ¿Por qué no salvar a los piratas? ¿La profesión de usted?: pirata. Todos los turista esperando a los piratas tan pronto como se pierde de vista la tierra. Un espectáculo mucho mejor que avistar ballenas. Piratas con su parche negro, su garfio, su calavera...), habíamos terminado de cruzar el estrecho cuando el horizonte empezó a poblarse de un paisaje propio de los viajes aéreos cuando las nubes se amontonan en un intrincado laberinto de campos nevados y vaporosas cordilleras. Y todo poco a poco fue a más; el agua se hizo blanca, después cambió a un espeso verde oliva; la línea del horizonte se transformó en un bastión negro sobre el que se levantaba el largo telón de lluvia que se aproximaba, y poco a poco en una transición de franjas de grises en cuya base se abría un hueco que atravesaba la oscura columna del aguacero, fue apareciendo la abstracción de un cuadro bello y simple al que sólo faltaba colocar el marco, una ancha banda como un velo negro ondeando, un enorme telón cayendo sobre el proscenio del río; y bajo él como un acorde puro y simple de un arpa que siguiera a la barabunta de los metales y la percusión, el gris perla que caía como una delgada muselina sobre el horizonte.

Era imposible no descargar sobre ese inagotable y cambiante paisaje toda mi admiración de fotógrafo, como si apretar continuamente el disparador obedeciera a una necesidad compulsiva de expresar mi admiración por la belleza que se hacía y deshacía ante mis ojos como si en el trabajo de composición estuviera trabajando inspirados artistas que pusieran y quitaran masas de nubes a uno u otro lado, en función de la armonía que luces y sombras iban pintando sobre la aglomeración ocre del agua del río para después, en seguida, barrido todo inesperadamente por un viento huracanado convertir el río en boca de lobo azotado por rachas de agua y viento.

Y entonces me rescataron el piloto y su ayudante para que me guareciera de la lluvia en su cabina junto al timón. Se me acabó el espectáculo que hubiera preferido contemplar desde la techumbre de popa. Mientras hacía dentro nos retratos, fuera las nubes se revolvían, se agitaban y soltaban el agua sobre el río y la embarcación como si fuera grueso granizo.

Navegamos al final del día por un estrecho río de orillas inaccesibles cubiertas de manglares. La tormenta dejó una agradable temperatura y ahora el reflejo del atardecder sobre el río, la conversación con otros pasajeros, la brisa como una caricia acompañando la navegación, se convierten en esa buena razón que hay que encontrar en algún momento para seguir viajando en el futuro, para menear el culo y ponerse en camino una y otra vez. Y atravesamos un gran lago mientras las últimas luces del crepúsculo dan su beso bermellón de buenas noches al día.

Sólo me falta decir que este viejo armatoste en el que navegamos río arriba, tiene el color azul del cielo y el blanco de las nubes; barco de madera, añoso, que quizás tenga ya un siglo de navegación a sus espaldas, dos pisos, dos largas filas de camastros; el único servicio de transporte por el oeste hasta el centro de esta enorme isla. No existen carreteras. En realidad esto es una reducida calle en donde los vecinos comparten conversación, recreo y cama. Esta gente habla por los codos; y si no saben inglés da lo mismo, hablan y hablan, aunque les digas que no entiendes. Nos esperan catorce horas de navegación.

Las nubes, disueltas, formando grandes hilachos, pintan el agua de reflejos azules y grises plateados. Extraordinaria placidez la de la hora, extraordinario paisaje, magníficas las nubes de oriente que van cerrando así definitivamente el día.

Estrecho de Malaca: sin piratas a la vista

Pekanbaru, (Sumatra, Indonesia) 4 de mayo

Hola ....... :

Paseando por Singapur camino del hotel, tropecé con el anuncio de una exposición de grabados de Picasso que de alguna manera me recordaron en seguida las líneas de tu última carta. Se trataba de la serie del Minotauro y el pintor y su modelo que ya había visto en una ocasión en otra parte del mundo. Había decidido ya partir al día siguiente y no fui capaz de cambiar de plan, así que me quedé sin exposición. Siempre vi una parte de la obra de Picasso con admiración. Cuando uno trata de decir las cosas utilizando la expresión verbal, y más si se trata de ese tema siempre en el candelero, el amor, es frecuente experimentar esa sensación de impotencia de quien sólo alumbra difusas sombras en relación a lo que realmente querría expresar; la verdad presentida, tan escurridiza siempre, se desliza escapándose de las manos. Una vez estuve hojeando cierta correspondencia de Picasso; era evidente que la escritura no era su fuerte, pero sin embargo, qué cosa tan diferente aquella serie del Minotauro, una niña llevándole de la mano; la ternura, la bella y la bestia, el candor, la fuerza, la ingenuidad. ¿Cómo se podría decir con palabras todo lo que reúnen aquellos grabados?, ¿o esa hora de siesta del pintor y su modelo, la fuerza de los rasgos de él, la delicadeza de ella, la paz del momento, apenas unas pocas líneas sobre el blanco del papel, un hombre y una mujer en un desnudez apacible e intemporal?

Desde mi asiento apenas puedo ver el mar. Tras la hoja de acetato azulado de la ventanilla miro lejano el perfil de los rascacielos de Singapur que se va quedando atrás. Día de lluvia; todavía de noche los estudiantes hacían cola en la fila del autobús. En el metro, caras de sueño, mi vecino se dormía; lo tuve que despertar en Harburfront, la última estación.

Cuando desembarco en Punang Batam, una pequeña isla al sur de Singapur, el ferry para Pekambaru ya ha partido. Me veo rodeado por un grupo de hombres que me ofrecen otras opciones. Me decido por un barco a Sira Pangang, en la desembocadura del río que sube a Pekambaru; allí podré tomar otra nave que me lleve hasta mi siguiente destino. Me siento a comer algo, chipirones, verdura, arroz, un café con leche. Un extraño desayuno que me sabe muy bien.

Hoy me puede la tristeza; hubiera querido escribirte sobre la belleza-tristeza, un binomio que tantas veces va junto, pero me parece que no me va a dar el ánimo para ello (sobre la tristezas te preguntaba el otro día, ¿recuerdas?). Beauty in Asia, algo de la exposición que vi el día anterior. Frente a la terraza del restaurante un mar densamente gris. El anuncio de la exposición era un bello cuerpo masculino de espaldas adornado con un tatuaje de motivos nipones. La anunciada belleza se traducía en la exposición en un paseo por la belleza de los cuerpos representados por un recorrido que empezaba en la antigua tradición hindú y terminaba en las obras de artistas asiáticos actuales. La belleza como aspiración. Rodear la vida de belleza. Sólo la belleza perdura. En algunas culturas asiáticas la belleza se traduce como acto creador de los dioses.

Palau Batam. Una pequeña isla al sur de Singapur. Hoy es día de paciente espera y toma de contacto con un mundo desigual que nada tiene que ver con la eficiencia de la gente de la ciudad que dejo atrás.

Atravesamos un pequeño archipiélago rumbo a Sumatra, manchas verdes diluidas en la pesada grisura de la lluvia.

En aquella muestra de Picasso también había un grabado que, como un torbellino, envolvía la lucha-abrazo de una pareja. La pintura tenebrosa de Goya junto a los tonos pastel de las fiestas en las calles de Madrid; partes quizás de un todo que la pintura, la poesía o la música expresan con una fuerza que no es accesible a la prosa.

Hablabas en tu correo, tomando como referencia aquel post titulado Gatos, y que mejor debería haberse titulado maullidos, de cómo te acercas tú a este universo del que los maullidos son una tierna expresión.

Fastboat llaman a estos autobuses que cubren con rapidez distancias no muy grandes. El mar encrespado del estrecho de Malaca parece demasiado mar esta mañana para una embarcación tan pequeña sobre cuyo casco golpean las olas con fuerza violenta y seca. La espuma salta sobre la ventanilla dejando una cortina de agua sobre el cristal. El otro día me alertaba Victoria sobre la conveniencia de no atravesar este tramo del océano en embarcaciones pequeñas por lo vulnerables que son a los actos de piratería, una reliquia que casi parece increíble encontrar todavía pero que sí que existe; algo que tomé a broma cuando preparaba el viaje y que ahora, metido en esta velocísima cáscara de nuez, vuelvo a considerar desde otro punto de vista.

Otros puntos de vista. Como sucede con el amor. Algo que tiene lugar dentro de los cuerpos de hombres y mujeres y que siempre resulta tan escurridizo de expresar; con tantas posibles lecturas colaterales siempre porque junto a él es frecuente encontrarse enormes cantidades de desasosiego, sea porque a posteriori el príncipe resulta no ser ni príncipe ni azul, sea porque la convivencia queda truncada, o la curiosidad desaparece, o ese maravilloso mundo que en parte proyectaban nuestros neurotransmisores tiene una caducidad previsible en la mayoría de los casos, y que la antropóloga americana Helen Ficher, sitúa sobre los seis años. De todos modos una marabunta se sensaciones y sentimientos. Si como dice Marina, el análisis de los elementos aromáticos de la trufa arroja la suma de ochenta componentes, ¿cuál será el número de elementos que se resolvería en eso que llamamos amor?, ¿y cuántas serán las posibilidades combinatorios de los mismos? Razonar sobre estas cosas e intentar poner orden en ella: qué tarea tan difícil. Trabajo inútil en muchas ocasiones, también es cierto, que como la trufa lo que nos gusta es saborearla.

Son cosas que me digo a mí mismo con frecuencia. Es como si uno necesitara perder del todo la inocencia para poder volverla a recuperar, acaso, en algún otro momento de la vida. Acercarse a la realidad, no seguir pensando permanentemente que cuando llueve son los angelitos que hacen pipí desde el cielo. Alguien podría decir que esto es simple escepticismo. Creo que no. Es sólo querer saber de nuestras limitaciones, de la posibilidad de tener un amor, de los conflictos, de las incompatibilidades, de la erosión; y conocer también que bajo la misma etiqueta nuestras relaciones pueden ser tan diversas, tan ricas, tan pobres, tan complejas, que merece la pena tomarse la molestia de sacar la linterna para alumbrar un poco en nuestro interior para ver de qué están compuestos nuestros deseos y esa circunstanciada realidad personal que tan a menudo nos trae de cabeza.

Nuestro autobús marino atraca en una isla: reposta después en otra más pequeña, dejando de paso a bordo un pestazo a gasoil, y volvemos de nuevo a poner rumbo hacia la cercana isla de Sumatra.

Una aclaración. Cierta amiga me advierte, ya reiteradamente, sobre el uso y abuso que hago de algunas palabras, y la sensación que pueden producir éstas de parecer querer dar lecciones de lo que uno no sabe (lo cual es muy cierto, lo de que uno apenas sabe). Nada más lejos de mi intención, que si uno tiene certeza de algo es de querer hacer una escritura encaminada precisamente a aclararse un poco a sí mismo en eso que decimos mundo o realidad. Caminar solo por el mundo propicia la posibilidad de suscitar una sustanciosa cantidad de material de reflexión y escribir en este lugar es una manera de reflexionar y compartir las reflexiones. Nada más. No tienen otra explicación estas líneas.

Una hora después nos dirigíamos hacia la desembocadura del río, ancha como un enorme lago. Sobre el horizonte empezaban a formarse grandes pináculos de nubes blancas que preludiaban un cambio de tiempo. Será un viaje espléndido. Pero ello en el siguiente post, ya mismo, nada más termine con estas líneas que para no repetirme en exceso hoy llevan también un destinatario concreto, una amiga que habita al sur de la capital.

Termino citando unas líneas tuyas: “Cada uno tenemos un mapa de la realidad distinto y es enriquecedor conocer otros mapas diferentes al nuestro. El mapa será “mejor” cuanto más caminos distintos tenga dibujados, para llegar a un mismo sitio. Y cuanto más seamos capaces de aceptar que hay caminos tan validos como el nuestro, para llegar, y seamos capaces de incorporarlos (solo por si algún día nos puede ser de utilidad) más enriqueceremos nuestra vida”. Plenamente de acuerdo. Seguimos hablando en otro momento. También de Osho, si te place, un hombre especialmente controvertido en ocasiones.

Un beso.

Singapur, eficiencia y belleza

Singapur, 3 de mayo








Un festival hindú

Singapur, 1 de mayo

Llueve; el gran ventanal de mi habitación se asoma a un parque de Singapur en que crecen grandes árboles y donde el tráfico es mínimo. Una lotería después de todo. Da pena echarse a la calle. He abierto del todo una de las hojas de la ventana y casi se parece esto a la habitación en que trabajo en casa. En cueros, sentado en la cama con el portátil sobre las piernas y oyendo el ruido de la lluvia y el graznido de algún ave que no conozco (vaya, se coló un mosquito), esta mañana me tengo que felicitar, he conseguido superar mi fase de comprador compulsivo y eso me deja bien, algo que está más en coherencia con mis líneas de ayer. Simple asunto de andar por casa; y es que mi portátil, un Toshiba de un kilo, pero muy viejo, me da problemas continuamente, y cuando ayer, camino de un templo hindú me topé con un templo de la modernidad, un enorme complejo comercial de siete pisos dedicados exclusivamente a ordenadores, no pude resistir la tentación de echar una ojeada. Encontré una monada de aparato, el asunto estaba cerrado, pero esta mañana, plis, pam, pum, hice una llamada a la coherencia, y mira por donde resultó. Seguiré trabajando mientras pueda con esta miniatura aunque a veces le dé por armar la marimorena y me deje tirado.
Grandes problemas de la vida cotidiana. Empiezas comprándote un portátil, luego te haces con la moto, el coche, un hotelito en la sierra y so on. Al final te encuentras más pillao que un padre de familia con diez hijos.
Los hijos. Sí, son otra de las muchas locuras de los hindúes, aunque aquí, en The Little India, el barrio en donde he ido a parar, todo presenta un aspecto mucho más ordenado y moderno que la India del Sur, de Madrás, que es de donde procede mayormente la población india de esta ciudad. Sin embargo todo puede llegar a ser ilusorio y, donde pareces relacionarte con una población moderna, culta, lejos de prácticas religiosas ancestrales salvajes (¿dejaré este adjetivo aquí? Después de insertar alguna de las fotografías que tomé ayer, decidiré si dejo o no el calificativo. Quien lea estas líneas y mire detenidamente las fotos puede ayudarme a decidir si se sostiene ese calificativo o no), a la vuelta de la esquina puede convertirse en una locura colorista, en donde la superstición y la ignorancia, se convierte en eje de una celebración, como fue el caso de ayer en el Chitra Paorami Fire Walking Festival que tenía lugar en el Daulat Temple. Mi pregunta precisamente, viendo aquel folklórico espectáculo, estaba relacionada con los niños -tanto hijos siempre en estas familias-, cómo pasan de generación a generación el acerbo de las creencias y las prácticas de los padres a los hijos, cómo un día tras otro se reproduce así en un mundo de rascacielos y alta tecnología creencias que no sólo no liberan a los individuos, esa enorme cantidad de niños que desfilaban ayer junto a sus padres encabezando el absurdo de unas prácticas religiosas periclitadas y degradantes, sino que los convierten en carne de canon.
De mañana relativamente temprana me había despertado el canto monótono de una voz femenina que pareciera recitar una y otra vez, interminablemente unos pocos versos. La retahíla se repetía como una letanía mezclada con el tumulto del tráfico. Era temprano, me había acostado más allá de las dos de la madrugada, pero no tuve más remedio que levantarme y salir a la calle a indagar qué era aquel cántico que salía del recinto del templo hindú cercano y donde desde la ventana veía que se movía una pequeña multitud.
No tuve tiempo de desayunar; apenas había puesto el pie en la calle cuando me vi en medio de algo que en primer momento me pareció una numerosa y colorista manifestación. Una larga procesión de mujeres ataviadas con vistosos saris rojos, grandes pendientes, brazaletes dorados, mirada adusta, desfilaban por medio de la calle sosteniendo en sus cabezas un recipiente dorado adornado con flores; junto a ellas caminaban niñas y niños con el mismo atuendo y la misma disposición a la seriedad. Alguno llegó a sonreír cuando me vio a un metro de distancia tomándole una fotografía. Al grupo de las mujeres seguían los hombres igualmente acicalados y circunspectos. Lo que en principio me pareció una manifestación, se truco en seguida como celebración religiosa.
Abandoné el desfilé y me dirigí al templo, donde un numeroso público obstruía la entrada del recinto; me abrí paso y quedé frente a la escalinata del templo, donde una mujer, sosteniendo un recipiente de cerámica adornado con flores en que se quemaba incienso, danzaba lentamente al son de la misma música monótona que me había despertado por la mañana. Sin embargo el centro de la atracción estaba a mis espaldas. Quedé vivamente impresionado por lo que veía.
Esto no era ya la selva de retorcidas enredaderas y ruidos simiescos. La humanidad había ido creciendo en torno a asentamientos cada vez mayores y poco a poco, acompañado de dioses y del hacer inteligente de muchos hombres, había ido construyendo un mundo que cada vez se separaba más de la irracionalidad que provocan los misterios de la naturaleza. Sin embargo, hoy, en el 2007, todavía cabía mirar atónito un espectáculo salido de un fanatismo neolítico que me ponía los pelos de punta.
Recuerdo que la primera vez que viajé a India estuve dos días incapacitado para hacer ninguna fotografía; era una cuestión moral, sentía dentro de mí un impedimento interno que me no me dejaba mirar a través del objetivo de la cámara; y menos disparar sobre ese mundo colorista pero tan mísero a veces. Hoy no es así, sin embargo, hoy forma parte del viaje dedicar una parte larga de la tarde cuando llego al hotel, a seleccionar las fotografías del día en el portátil, un rato placentero cuando compruebo cómo los colores, la selva, los rostros o los reflejos del agua del mar se han ido plasmando en bellas fotografías; hoy necesitaba meter el morro de mi cámara en todo aquello para reposarlo a la noche en la calma y soledad del hotel.
Lo que veía me superaba. Me convertí en testigo silencioso, mudo, atónito, viajero serio y circunspecto asistiendo a la celebración una liturgia desconocida para mí. ¿Cómo se va llenando una cabeza desde que nace de panteones divinos tan exóticos, de prácticas tan salvajes? Grandes anzuelos clavados en la carne de la espalda que a su vez son sujetados por largas cuerdas que unidas forman las riendas con la que este animal-religioso-bárbaro debe caminar hostigado, como cuádriga romana por la presión y violencia de las riendas de su conductor; gruesos hierros que atraviesan la cara de parte a parte; el cuerpo adornado con flores, una gran corona colgando del cuello; otros adornos enganchados directamente por anzuelos a la carne, en los brazos, en el pecho, en la espalda, en la cara. Es un espectáculo perteneciente a la barbarie. Me acerco a un corro, un hombre barbudo de baja estatura, semidesnudo tiene todo su cuerpo lleno de anzuelos donde se sujetan las riendas o adornos multicolores; abre la boca (rostro impasible), otro le toma la lengua y tira de ella fuertemente hacia fuera y, cogiendo entonces un hierro del grosor de una aguja de hacer calceta, terminado en un tricornio, atraviesa penosamente la lengua de éste desde arriba, hasta que la punta aparece por el lado inferior; a continuación da un giro de noventa grados al hierro y blo coloca horizontalmente contra la comisura de los labios del hombre barbudo y pequeño que no suelta una exclamación y mantiene los ojos abiertos, la fuerza interior despierta para soportar el dolor. E inmediatamente comienza a lanzar bramidos, gesticula, da saltos como un animal salvaje que se enfrentara a las fauces abiertas de otro frente a él. Las riendas están tensas y la carne de su espalda aparece extremadamente tirante por los anzuelos, como si la carne fuera el vuelo de una capa que alguien retiene con fuerza a la espalda. Se calma, se acerca a una niña, la acaricia, le traen un plato con pétalos y él los toma en su mano y los derrama sobre la cabeza de la niña. En el patio del templo se apiñan los saris, los rostros serios y circunstanciosos, un par de policias luciendo sus impecables camisas blancas, los curiosos, una banda de música que no ha parado de tocar en toda la mañana acompañando el canto, gente que mira simplemente o que pone cara de repelús. Suenan incansablemente los tambores, una caracola de mar de la que sale un sonido agudo y cavernoso; agitan unos palos de los que cuelan pequeños trozos de latón y cinc.
A veces es viajero necesita pararse junto a la cuneta de su viaje para tratar de digerir lo que se ve. Y tenía que dejar la habitación en media hora y atravesar la frontera hacia Singapur, y... Merodeé todavía un rato por los alrededores, subí las escalinatas del templo, vi las ofrendas, el fuego sagrado con que limpiaban las manos antes de hacer las ofrendas, observé a una mujer de vaporoso sari añil claro que sostenía en los brazos a su hijo pequeño mientras hacía sus invocaciones. Seguí la procesión por la calle, las cuádrigas de los anzuelos en la carne de la espalda hacía su recorrido por el centro de Johor Bathur acompañadas por una numerosa feligresía; cerraban la procesión los músicos y un hombre tirado de las riendas prendidas con hierros a su carne como un caballo al que habían adornado con parasoles florales. La tremenda adustez de los hombres y mujeres hindúes, los colores de sus vestimentas, sus canciones, eran toda una anacronía en pleno siglo XXI.
Los hijos, la tradición, el consumo, las creencias religiosas. ¡Qué difícil es vivir, qué difícil es sortear las trampas del camino, atravesar por las ciénagas que los hábitos y la tradición va dejando a su paso, qué difícil hacer de nuestra inteligencia y nuestra creatividad dos brillantes protagonistas de nuestras vidas...! ¡Qué difícil... pero qué hermoso!

Ligero de equipaje

Kuching - Johor Barhu , 30 de abril

El libro llevaba meses esperando sobre la mesa de mi cabaña. Era un regalo. Lo metí en mi mochila de viaje. Esta tarde llegó el momento de abrirlo. Ética para náufragos, es su título.


Hoy pesé mi macuto en el check-in del aeropuerto; nueve kilos, cuatro menos que en el anterior aeropuerto hace un par de semanas. Mis libros se van quedando por el camino, uno lo fue en Sagada, en el norte de Luzón, El silencio de las cosas, de Francis Ponge; otro hoy mismo en el hotel de Kuching; La trilogia de Nueva York, de Paul Auster quedó para servir a la biblioteca de un establecimiento hotelero; el resto lo empaqueté, un tocho de antropología sobre las islas del Pacífico y el libro de Stevenson, y está camino de casa. Mi equipaje se hace más ligero. Parece que nueve kilos es todo lo que necesito para moverme por el mundo. Ligero de equipaje. Me satisface esta levedad, que ni mucho menos es insoportable como reza el título de la novela de Kundera, sino todo lo contrario; leve ha de hacerse el ser, ligero como su aura para que algún día nuestra ser sutil pueda caminar sobre las aguas como Jesús sobre el Tiberiades.


Así que deseable levedad del ser y consecuente necesidad de ligereza del equipaje. Algo así viene a decir José Antonio Marina en Ética para náufragos, el libro que comienzo mientras espero mi vuelo a Johor Bahru, la vecina ciudad malaya que hace la competencia con sus vuelos baratos a los operadores de Singapur. “Navegar es una victoria de la voluntad sobre el determinismo”, dice Marina, y plantea ya de entrada los puntos cardinales de su trabajo: resolver: cómo mantenerse a flote, cómo construir una embarcación y gobernarla, y por último cómo dirigirse a puerto. Y mientras empieza ya citando a Séneca, a Hegel, a Nietzsche; así que preveo que el trabajo requiere sólidos barcos, complejos conocimientos y el empleo de algún sofisticado GPS. Ojalá no lo sea así. Lo deseo de veras; porque no sé por qué pero hay libros que uno espera de ellos que sean como un largo e interesante viaje, títulos que sugerentes como productos arropados en envoltorios de diseño llaman nuestra atención y provocan una segregación gástrica muy pauloviana que dispone para degustar el manjar de la lectura que se aproxima. No obstante lo que preveo en la lectura que se me aproxima es un equipaje algo más pesado de lo que mi ánimo actual experimenta como necesidad de levedad, en la que puestos a flotar puede no ser necesario ni barcos, ni brújulas, ni GPS. Hoy hubiera preferido prescindir de embarcación, nada, desnudos como la mar, que dice el poeta, como agua dentro del agua.


El avión se eleva; bajo las alas desaparece en seguida la línea iluminada de la costa. Esta mañana me llegó un correo: ¡atención a los vuelos baratos! Nadie piensa que su avión se vaya a caer... pero cuanto menos se paga por el pasaje más fácilmente se ve uno sorprendido por esta incómoda sensación de inseguridad que se produce en los momentos que preceden o siguen al despegue.



García Márquez: ¿Y ahora qué carajo sigue? El otro día recibí un correo aludiendo a estas anotaciones mías de viaje que decía algo que no sólo me agrada sino que ponía en el candelero un hecho importante; decía parecerle estar leyendo a alguien que más que escribir sobre un viaje sobre a islas del Pacífico, lo que más bien hace es mostrar su propio viaje interior; y algo de eso debe ser cierto, porque a lo que se ve este blog habla mucho más sobre el discurrir de mi ánimo y pensamiento que sobre los azares del viaje. Si este avión quisiera ser metáfora de la vida, fuera todo negro betún, una neutra nada en donde por no haber no hay ni estrellas, todo boca de lobo, habría que pensar que en el fondo, en algún remoto rincón de las circunvoluciones cerebrales de este aparato, algo hay que le empuja a volar en una dirección y no en otra; algo más que un instinto de supervivencia, como sería el caso de las aves migratorias. Sobre ese algo trata parte de mi escritura. La cuestión es si el instinto sin más, un instinto cultivado, denso de experiencias, lleno el rostro de sol, con los pies curtidos por los muchos caminos recorridos, puede servir como instrumento fiable de navegación. Cuenta Marina que García Márquez, cuando hubo escrito las tres primeras líneas de Cien años de soledad (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”), dejó el boli a un lado, se quedó mirando a las musarañas y se dijo: ¿Y ahora qué carajo sigue? ¿Por dónde tengo que seguir volando?, diría el avión de Air Asia, la cigüeña despistada que perdió contacto con la brújula interna, yo mismo que trato de hacer de la vida lo mejor que puedo?


Tras los treinta kilómetros entre el aeropuerto y la ciudad, me bajo del autobús y unas calles más allá, doblo una esquina y... ¡huele a India! ¿Quién dice que algunos países no tienen un olor característico, como las personas, como cualquier animal. Esta noche estoy en una calle de Varanasi junto al Ganges, las especias, un pequeño mercado de flores... por encima de una tapia, con el fondo de la sombra de un rascacielos, apuntan los pináculos de las deidades del panteón hindú. Mi cerebro, además de maullido colecciona también otras cosas, es evidente; tiene su rincón para los olores, para los rostros de ojos oscuros, para los colores que pueblan las calles del mundo; ese es mi viaje, no colecciono monumentos ni datos estadísticos ni una larga lista de ciudades; los vistosos y chillones vestidos de las mujeres de St. Louis en Senegal compiten con los saris de las mujeres que pasean por la playa a la caída de la tarde en Puri, al sur de Calcuta; los grandes y multicolores turbantes de los shirks recuerdan el atavío de los tuaregs. Tengo suerte, creí que iba a tener que vivaquear en el aeropuerto y me encuentro por el contrario con una suite grande como mi casa de quince euros en medio de un barrio efervescente de rostros oscuros, colores y mixturas que me recuerdan otros viajes a la India. Ceno en un restaurante hindú; la una de la mañana. Inexplicablemente los hábitos han cambiado, en Sandakan hace días no se veía un alma en la calle a las nueve de la noche, en Miri sólo el viernes por la tarde unos pocos chinos se congregaban en torno a un karaoke en una calle que contrastaba con frugalidad del vecindario musulmán; aquí es la India la que impone sus hábitos. ¿Quién se va a la cama con este ambiente?


Un niño indio de ojos sanguinolentos (¿qué años tendrá? ¿doce, trece, veinte, treinta...?) pretende venderme algo, desiste; se sienta en una mesa cercana y pide algo de comer. Muestra una seriedad que asusta; se zampa todo; se levanta y cuando pasa a mi lado se para, mira mi escritura, le miro, le sale una sonrisa inteligente e interrogadora; señala con los ojos mi cuaderno. Asiento amistosamente con la cabeza. Confieso no entender esta animación de madrugada. Casi las dos de la mañana y toda la ciudad parece estar en la calle; el tráfico es caótico, unos niños juegan con una pelota en una calle lateral, los restaurantes están llenos, la música se mezclan con el ruido de los motores.


No me creo un náufrago, pero aun así pienso que voy a leer con gusto de libro de Marina; todo lo que ayude a alumbrar la oscuridad del camino sirve. A mi novia una vez le regalé una linterna y unas botas; botas para caminar y linterna para alumbrar el camino, pero después, en una de esas regañinas en las que uno devuelve todo los trastos que le vinculan a su amante, me dio de narices con todos los regalos. Ahora anda por ahí descalza y a oscuras intentando abrirse camino. Mal asunto, le he dicho yo muchas veces, pero... A falta de botas y linterna, le hago desde aquí la sugerencia de este libro de Marina. Que me cuente como le va con la lectura que yo desde aquí prometo también seguir dándole a la olla con el asunto de la vida y sus concomitantes.