El bosque lluvia

Gunung Mulu National Park, 24 de abril

Sonó toda la noche como si el cielo entero se estuviera derrumbando sobre el tejado. Mientras, cuatro grandes ventiladores de techo ronroneaban en la oscuridad imperturbables y habituados a los diluvios nocturnos. El fragor del agua acallaba a los habitantes del bosque. El bosque pintor había cambiado de pertrechos y se había hecho bosque noche, bosque lluvia.

Era placentero permanecer despierto en medio de esta torrentera tropical rodeado de durmientes procedentes de todas las partes del mundo. Recordaba a las chicas malayas que dormían al otro lado de la sala, la franca simpatía con que se relacionaban con todo el mundo. Una buena representación del planeta la que dormía en esta sala bajo el peso de la lluvia.

Entre ellos admiraba esta noche la facilidad de algunos de los viajeros para hacer reír a la concurrencia. Otros, sin embargo aparecen serios y encorsetados, quizás como lo puedo aparentar yo a veces sin razón alguna, por pura timidez. René, el viajero holandés con el pasé la velada anoche -una larga conversación sobre los modos indecorosos con que la mayoría de los misioneros e invasores occidentales se comportaron durante dos siglos en esta parte del mundo-, un hombre de pelo entrecano y de edad madura, representa el término medio entre estos dos tipos de viajeros; hace su vida, pero comparte también algún chascarrillo, bromea de vez en cuando con las chicas malayas. La noche anterior fue el encargado de organizar el exterminio de las avispas que habían invadido nuestro dormitorio. Junto a éste, hay dos o tres viajeros solitarios y cejijuntos que me llaman la atención. Uno de ellos, el que ocupa la cama a mi izquierda, apenas soltó un leve gruñido sin levantar apenas la vista cuando le saludé con el hi! de rigor; se pasó ayer un par de horas arreglando su bolsa de viaje, luego durmió interminablemente; despertó más tarde, parecía una isla en medio del océano. Al japonés del rincón le sucede otro tanto; lleva un enorme baúl por equipaje, quizás tenga veinticuatro o veinticinco años. Parece habitar un mundo que no pertenece a este lugar; por último, unas camas más allá vive un hombre de mediana edad y grandes melenas que viste un ostentoso collar de cuentas de colores que tampoco parece tener ninguna necesidad de relacionarse con los otros.

Las chicas de Kuala Lampur son sin embargo la sociabilidad en persona, sobre todo Mazlina y Azura; la primera, una risueña morena de pelo largo y de rostro llenito, y la segunda, una animosa muchacha que ayer reía sin parar los apuros de su compañero de juego. Si deja de llover subirán hoy al Camp 5, el paso intermedio para alcanzar la cumbre del Gugung Mulu. Están contentas. Un grupo de cuatro chicas y un chico. Ayer jugaban a algo que debía parecerse a las prendas, y el chico tuvo que refugiarse escondiendo su rostro en la cama; al final, dos de ellas le cazaron, y con el pintalabios le arreglaron la boca; las otras reían como descosidas. A la caída de la tarde vi a éste último retirarse discretamente a un rincón, en un pasillo lateral, y extendiendo allí su alfombrilla ponerse en pie en dirección a la Meca. Una preciosidad de criatura, que observada allí en el recogimiento de la oración, me producía una honda impresión de paz. La hipocresía que emana del catolicismo de nuestras latitudes, de su historia de siglos, hace en general muy poco creíble a estas alturas la sinceridad de la representación de su liturgia, tanto de producirme casi siempre la impresión de estar asistiendo a una representación teatral a cargo del clero. He visto infinidad de veces aquel espectáculo en lugares dispares, mezquitas, desiertos, salas de espera y siempre me produjo parecida emoción, incluso en cierta ocasión chusca en que viajaba por India y había caído en la sala de espera de una estación de tren bastante concurrida; era de madrugada y los viajeros yacían adormilados por aquí y por allí, y en eso que entró un musulmán, un hombre fornido, enorme, con aspecto de marahá, acarreando un enorme equipaje. En los minutos que siguieron se dedicó parsimoniosamente a organizar en la sala de espera su mezquita particular, para lo que hubo de despertar a más de la mitad de los viajeros, hindúes todos ellos, que asombrosamente le obedecían y dejaban lugar a sus pertenencias amén de un amplio espacio en el medio de la sala en donde el adorador de Alá colocó su alfombrilla e inmediatamente comenzó a hilvanar uno tras otro los versos del Corán. Lo que en principio me pareció un acto algo grotesco y de mala educación, terminó por resolverse en una tranquila observación por mi parte de esta mezcla de recogimiento religioso y prepotencia. El individuo en cuestión ofrecía un aspecto tan beatífico, que uno hubiera apostado por que realmente estaba en comunicación directa con Alá en ese instante.

Quizás los otros durmientes escuchaban también la lluvia en silencio. Traté de dormirme pero de nuevo una fuerte ráfaga de viento rompiendo contra los cristales me ponía en guardia, volvía la torrentera, y el ruido de los ventiladores, y el discreto ronquido de un japonés pequeñito que dormía a pierna suelta en el lateral derecho de la sala.

Cuando me desperté por la mañana, el grupo compuesto por las cuatro chicas y el chico malayo preparaban sus mochilas. Antes de partir nos hicimos la foto de recuerdo e intercambiamos nuestros correos electrónicos. René y yo les despedimos en la puerta de nuestra cabaña. Good trip!

El bosque pintor

Gunung Mulu National Park, 23 de abril


Había terminado de escribir esta mañana sobre la vida y la muerte, y la soledad del lugar -todos los viajeros andaban de excursión temprana por el parque- invitaba a no hacer nada bajo la sombra del porche que da a una explanada de hierba rodeada de grandes árboles, cuando se me ocurrió salir a estirar un poco las piernas. Era agradable pasear después de haberme dado un atracón de mil quinientas palabras entre el desayuno y el mediodía. No pretendía más que eso, estirar las piernas, pero me adentré por un caminillo y después de andar unos cientos de metros me topé con el guía del parque que nos había acompañado ayer en el recorrido por las cuevas; y charlando, tanto le mostré mi entusiasmo por el lugar, que me recomendó tomar una senda que partía más adelante a la izquierda.


A los pocos minutos aquello se convirtió en un rincón encantado, una senda estrecha cubierta de tablas que zigzagueaba por la jungla como quien no tiene prisas y rodeaba respetuosa y graciosamente los grandes y robustos árboles que se encontraba en su camino. Desde hace años, mi hijo Guille creo que no hay día que salga a la calle que no lleve encima su cámara fotográfica; se aficionó a ir recogiendo en su interior los graffitis que se encontraba por el camino y ahora no puede prescindir de ello; husmea por Lavapies y por Tirso de Molina los pasos de todos los graffiteros que se precien, y no sólo eso, que también resucita a los muertos. Cuando la eventualidad de una limpieza de fachadas por parte del ayuntamiento o la mala ralea de alguno hace desaparecer una de las pinturas, él, amorosamente, las repone con el sucedáneo de una de sus fotografías del original; las coloca en el lugar donde estuvo el desaparecido graffiti: “aquí vivió, yació, estuvo presente tal o cual pintura”, y cuenta los azares del trabajo; y nombra a los autores como si hablara de Goya, de Velázquez, o de Picasso aquí hay un Dr. Hofmann, un Nick Dragon, un Hombresgrises, etc. E incluso les sigue los pasos allende los mares, que hace poco estuvo en Ibiza y allí los dedos se le hacían huéspedes cada vez que encontraba el trazo reconocible de un graffitero de su bien ilustrada colección. Si queréis haceros una idea de la cosa, aquí tenéis la dirección: http://escritoenlapared.blogspot.com/

Pues bien, a mí también me da por cosas parecidas, aunque mi ámbito de movimiento sea bastante diferente al suyo. Yo colecciono colores, texturas, todo lo que me viene a los ojos y que, la espontaneidad del tiempo, la humedad, el calor, el frío, o simplemente la disposición de la naturaleza para crear arte, ha tenido la gracia de ir poniendo en mi camino. Y fue el caso esta mañana, en que mi inicial necesidad de estirar las piernas terminó convirtiéndose en una larga y fructífera excursión por el interior del parque. Ayer, cuando me adelantaba una pareja de holandeses mientras yo andaba encandilado fotografiando una preciosidad de líquenes que vivían sobre un pasamanos de madera, una gama de ocres y anaranjados, con bordes verdinegros imitando una sucesión de montañas desvaneciéndose en la luz oscura del crepúsculo; cuando estaba buscando el encuadre y les hice la observación apenas si se dieron por enterados, tenían mucha prisa como para entretenerse a ver las salas del museo de arte abstracto que yo les mostraba.

Y es que hoy el lugar era si cabe más encantador todavía; no iba a ningún lugar en particular y por tanto mi organismo parecía estar mucho más receptivo, mucho más atento a los matices, pese a que el sol atravesaba la masa del techo vegetal y desmerecía con su brusquedad la sedosa oscuridad con que la penumbra viste en ocasiones los rincones de la jungla. No tardé, sin embargo, en encontrarme, algo sorprendido, por el llamativo rojo fuego de las bayas, y más allá, uno tras otros los innumerables troncos de los árboles gigantes, sobre los que reptaban las sombras claras de unas enredaderas con el color de la nieve; otras, más oscuras, aparecían sepultadas en un tronco, que haciendo caso omiso de los anillos que le oprimían seguía engordando y enterrando a su vez en la masa de su madera la antigua enredadera que se había abrazado a él amorosamente y que éste engullía indiferente dentro de su cuerpo ocre. Luego fueron los distintos troncos, cada cual vestido con un color diferente, llena su madera de nervaturas y de entrantes y salientes que creaban a lo largo de él zonas de claroscuro donde crecían helechos y líquenes de tamaño y color diferente. Los gigantes, de grandes y largas piernas, extendidas a su alrededor para dar consistencia a tantas toneladas de vida, creaban con el perfil agudo y ondulado de su asiento sobre la tierra, bellas líneas llenas de luz que terminaban hundiéndose en el suelo encharcado y blando. Y los millares de troncos de menor tamaño, pero creciendo junto a congéneres que buscaban en su camino ascendente la misma luz, como quien se apoya el uno en el otro camino de la meta. Y la diversidad de sus colores, y el vestido generoso de todo tipo de líquenes vistiéndolos como para una fiesta; y los charcos color ámbar sobre cuya superficie simples hojas lanceoladas parecían señoritas de postín rodeadas por el dorado vinoso del agua.

El bosque, bello, enigmático, lleno de color y vida, no permanece inactivo; dedica una parte de su tiempo a la pintura. El bosque pinta todo lo que cae en sus manos, y lo hace pacientemente, sin prisas. Mirad, por ejemplo, este pasamanos de madera que aparece bajo estas líneas. ¿Qué os parece? ¿Quién puede ser el autor de esta maravilla, sino el bosque? La gente del parque construyó algunas sendas, instaló pasamanos, peldaños, pero el bosque lo veía cada mañana y se pasaba el día pensando que aquello no le gustaba, y así, un día, ni corto ni perezoso, cogió los pinceles, se arremangó y se puso a trabajar; y date, ahí está resultado, una balaustrada que bien merecería su espacio en alguna de las galerías del Metropolitan de Nueva York.

Por lo demás decir que las fotos, dada la pobreza de luz que alumbra este mundo encantado, son un débil remedo de la realidad que ofrecía hoy este museo cuya autoría corresponde al ancestral buen hacer de la naturaleza.

Vida y muerte

Gunung Mulu National Park, 22 de abril

Recordaba a esos viejos de los que habla Stevenson, polvo sobre polvo, que citaba en mi última entrada. Nada que ver con este hermoso lugar en medio de la selva donde el grito de la vida es permanente noche y día, incesante; y porque la vida engendra la vida. Anoche, en un momento de descuido, el dormitorio común, veinte o treinta camas dispuestas en círculo en una estancia cubierta en dos de sus laterales por grandes ventanales, se llenó con cientos de avispas -un insecto similar- que revoloteaban incesantemente alrededor de los tubos fluorescentes y llenaban las blancas paredes del dormitorio; de continuo caían al suelo, donde como borrachas andaban dando requiebros hasta caer muertas. Fuera, zumbando también alrededor de la luz, había miles, un enjambre medio loco que caía también como gruesas gotas de lluvia desde el techo hasta quedar medio yertos en el suelo. Fue una trabajosa tarea la de ir matando todos aquellos especímenes a fin de poder dormir con tranquilidad suficiente, porque atolodrados como estaban caían interminablemente sobre nuestros cuerpos, sobre las sábanas blancas. Notar una avispa de aquellas recorrerte el cuerpo y sentir el escalofrío de enfermedades desconocidas sobre tu organismo era todo uno.

Desconozco las razones biológicas de esta eclosión atolondrada de vida que viene a perecer una noche cualquiera de la selva por miles en el reducido porche de una construcción de madera. La vida no tiene otra razón de ser que generar vida, locamente, sin interrupción, y cumplido su objetivo parece que no le quedara otra cosa que fenecer. Hay especies a las que la vida sólo les dura unas horas, mientras que otras demoran sobre la tierra algún centenar de años. El viejo de la fiesta de Stevenson podría haber durado un poco más si la curiosidad de una fiesta no hubiera adelantado su muerte; pero sólo un poco más.

Sólo un poco más. Es una buena cuestión. Aunque la vida sea dura, difícil, no son muchos los suicidas; todos queremos un poco más, pero, además, queremos un poco más en donde no falte la satisfacción de alguna curiosidad concreta, algo que convierta el día que comienza en una jornada apetecible; algo más atractivo que un simple matar el tiempo, o que haga de éste más que un simple estado de supervivencia.

No hace mucho, tras un par de visitas al cardiólogo, salí de la consulta con una nueva etiqueta que pendería sobre mi vida a partir de entonces como una premonición, un interrogante que me alerta de vez en cuando. Hipertrofia era el diagnóstico. Me fui en seguida al Google: La razón más corriente de los fallecimientos de procedencia cardiaca, decía la introducción del artículo de la web que visité. Uno querría no darle importancia al asunto, pero irremediablemente el asunto llama a tu puerta aunque no quieras; llama con cierta constancia. Estos días, por ejemplo, que me despierto con cierto dolor bajo el esternón, y que la web que visité ilustra como uno de los síntomas de la hipertrofia. Una hipertrofia que genera la hipertensión, que no es alta pero que por la noche sí le da por subir. Hace unos días, visitando el parque nacional de Kinabalú, tras medio día de caminar en la selva, llegué a una cancela que indicaba la subida propiamente dicha al pico más alto de la zona, 4101 metros, una ascensión sencilla a la que sólo hay que echarle resistencia. No pensé subir, porque soy reacio a ir en grupo y de la mano de los guías, que por demás exceden mi presupuesto, pero me asomé a leer las advertencias que habían colgado en los barrotes de la puerta de la cancela; los responsable del parque advertían allí de la no conveniencia de emprender la ascensión a personas con determinadas enfermedades; la primera de la lista: hipertensión.

La selva es una continua eclosión de vida y muerte; está presente a cada paso que damos, la exuberancia de su vegetación, la intrincada aglomeración de las plantas unas sobre otras reptando alrededor de enormes troncos que se pierden en un cielo siempre cubierto por una espesa capa de hojas, creciendo las flores en su madera de generosas dimensiones; surgiendo de cada palmo de tierra, sobrevolada por cientos de mariposas, doradas, verdiamarillas, delicadamente azuladas, blancas moteadas de suaves matices ocres; llena del interrumpido clamor de los animales que pueblan cada centímetro cuadrado de la jungla. Cada rincón, incluso las cuevas, cubierta la roca caliza por especímenes especializados que cuelgan de las primeras estalactitas, una culebra que reptaba por las paredes después de caminar unos cientos de metros en el interior de una de las grutas, y que logré fotografiar. Bajo ese manto de vida está la muerte; podemos decir que la vida crece con sus raíces inmersas en la muerte, como los corales, como las plantas que necesitan del calor de la descomposición de otros organismos vivos para animar su existencia.

Contemplar nuestras propias vidas desde una perspectiva cercana al comportamiento de la naturaleza debería ser un hecho de pura coherencia con nosotros mismos, con nuestro organismo como parte de ese otro todo que forma la masa biológica de nuestro planeta; sin embargo nuestra racionalidad, surgida y perfeccionada a través de milenios de evolución, aventa a su vez nuestra capacidad para especular sobre la realidad y, renuente a seguir el camino común a todas las especies, totalmente negada a perecer como cualquier otro ser vivo, se las ingenia para inventar cualquier cosa que la libre de la muerte.

Queremos un poco más. Algunos un poco más aquí, viendo la maravilla del mundo en que vivimos, la irisada frescura y armonía de una Naturaleza que se resiste también a morir a manos del hombre; otros, dada la evidencia del hecho de la muerte, pretenden no sólo un poco más, quieren vivir por toda la eternidad (ahí es na), y por si fuera poco lo quieren rodeados de amigos, camaradas, familia y placeres, circundados por una legión de ángeles que atiendan sus necesidades y les alivien del calor con el movimiento de sus alas blancas. Por desear que no quede. La vieja de Stevenson se fue a dormir sobre la tumba de su marido. Sólo quería morir morir, sin más adornos, como lo hacen todos los bichos vivos.

Sin embargo, los que no tenemos ese recurso de evasión, podemos llegar a tenerlo más duro si no nos espabilamos. Si no nos espabilamos querría decir si no aprendemos a morir cercanos a un estado de paz; un aprendizaje, me recordaba una lectura cercana, que debería ser el más importante de nuestra vida.

Leí hace meses un libro que me dejó una impronta notable encima, El hombre jazmín, de Unica Zurn, un relato autobiográfico escalofriante escrito en los ratos en que la lucidez de la esquizofrenia de la autora le permitía hacer recuento de los hechos de su vida. Unica Zurn dedica algunas páginas al plexo solar, un lugar entre el pecho y el abdomen donde yo localizo ahora mi dolencia, y que según algunas tradiciones orientales es el centro energético de la vida, en contraposición a otras que lo sitúan en el ombligo, el hara (de ahí también el vocablo harakiri que hace alusión a la muerte provocada en el hara, centro de la vida. Me disculpo por utilizar conceptos de los que sólo tengo ligera idea, y a los que me es imposible acceder desde este rincón de la selva en este instante). No sabría decir con exactitud qué lo es que dice Unica Zurn del plexo solar, pero sí reproducir su estado de ánimo, su descubrimiento, la sensación de haber encontrado el centro de su propia persona, un lugar donde se localizaba el dolor y la alegría de vivir. Extraña coincidencia que se me presenta a mí en esta mañana como una realidad, esa de sentir la fuente de la vida en el plexo solar, y que yo en el duermevela de esta madrugada, despertado con un agudo dolor en el pecho, podría identificar igualmente como el agujero por donde esta misma vida puede escaparse en un momento de descuido. No creo hacer un ejercicio de hipocondría. Quizás yo me pueda servir de esta imagen de la misma manera que aquel monje budista se servía de un vaso; cada noche, antes de dormirse, ponía su cuenco boca abajo, era la representación del final de su vida. A la mañana, cuando se despertaba, volvía a colocarlo en la posición correcta, agradeciendo así al cielo la luz y la dicha que durante ese día iba a recibir su cuerpo que prolongaba así su existencia unas horas más. Cada día la gracia de un reconocimiento por estar vivo.

Seria una buena manera de vivir. Con el cuerpo lleno de humildad enfrentarse a la realidad de nuestra fragilidad, de nuestra levedad. Como ayer mismo esas nubecillas de amarillo pálido revoloteando a mi alrededor, y recordando yo en esa agradable compañía, el entusiasmo de Nabokov, que dedicó su tiempo a escribir y coleccionar mariposas. Me gusta; la vida como un paseo en donde uno escribe y reflexiona sobre la existencia, y en donde ella y la muerte y esa nube de delicadas mariposa vuelan en este jardín encantado de la Naturaleza

Chinos y malayos

Gunung Mulu National Park, 21 de abril


Su voz era suave, embaucadora, te envolvía con su sonrisa fácil y presta a poner tu interés en volver a visitar su establecimiento. Me acordé del hotelero mientras las hélices comenzaban a girar frente a mi ventanilla. Vivía repantingado tras el estrecho mostrador que ocupaba parte del pasillo de acceso a las habitaciones. Veo en estos hoteles con frecuencia empleados sentados contemplando desganados la televisión durante todo el día o consumiendo su tiempo mirando a las musarañas, igual que si el tiempo fuese una infinita playa donde vagar perezosamente. Y lo pienso mientras, tumbado en la cama miro las negras telarañas sobre las que se posó ya el polvo de generaciones, todo no excesivamente sucio, pero lo suficiente como para que uno se pregunte por qué en estos lugares no se quitarán algo del aburrimiento agarrando una escoba y dando un repaso a todo este desbarajuste de hotel, desgastado, viejo, sus sábanas transparentes por el uso, su suelo perdido el color, indiferente, haciéndose decrépito como si se tratara de un ser vivo envejecido y triste.

La música cercana atravesaba el ventanillo de mi habitación. La comunidad china de Miri había ocupado uno de los bulevares cercanos y envolvía con su música el aire tibio de la noche. Chiringuitos, unas hileras de sillas, un estrado y una megafonía a disposición de la concurrencia, un karaoke en toda regla que atronaba por las calles y penetraba por las ventanas de los alrededores haciendo difícil conciliar el sueño. Había salido de un restaurante árabe y, venia ya pensando en la frugalidad de los seguidores de Alá en este viernes noche tan silencioso, a diferencia de las animadas calles de las ciudades de Filipinas, cuando empecé a oír la música. Me acerqué a la fiesta atraído por unos ritmos que me eran familiares de años atrás, la música del Yunan, al sur de China. Cada comunidad tiene sus hábitos, y esta noche este trozo de la ciudad pertenecía a los chinos. Música, fritangas, artesanías varias, pero ni pizca de alcohol; la comunidad mahometana imponía sus hábitos a la china. Una mujer ataviada con un kimono de seda rojo bordado de arabescos dorados vino a sentarse en el mismo poyete desde el que yo contemplaba el espectáculo. Esperaba su turno para salir al escenario. Mi vecino, siguiendo un hábito muy propio de los ciudadanos de ojos rasgados, metía la cabeza en mis anotaciones intentando descifrar su contenido; incluso llegué a tener tres cabezas a la vez sobre mi cuaderno. Abandoné la fiesta para irme a la cama. Mi larga caminata a la búsqueda de fotografías, esas que incluí en el post anterior, Luces y sombras de Miri, me habían dejado lo suficientemente cansado como para dormir de un tirón, pese a la megafonía y al ruido ensordecedor del aire acondicionado al otro lado de la calle.

Había interrumpido mi lectura de un entierro pomotuano que narra Stevenson, para mirar por la ventanilla esa estera de pequeños y apretados repollos que se extendían hasta el horizonte bajo las alas del avión, y que era el bosque ininterrumpido e infinito. La muerte había dado un golpecito en la espalda a un anciano durante una fiesta a la que el autor le había invitado, y el hecho sirvió a Stevenson para escribir unas bellísimas páginas que mis pensamientos asociaron con la recurrente reflexión sobre la muerte y la vejez. Dos viejos que se hacían compañía desde década atrás y que ahora, “como criaturas sin edad, igual que antorchas apagadas”, esperaban la muerte sentados a la puerta de su choza. Y él que se muere y deja sola a una vieja muy vieja por haber malgastado sus últimos restos de vida en una fiesta. Y ella, tras el entierro, durmiendo sobre la tumba una semana entera. Antes el oficiante había recitado dos plegarias y había recogido un puñado de coral que dejó caer respetuosamente sobre el féretro. “Polvo sobre polvo; el de la vieja que había de venir más tarde, estaba sentado allí todavía aglomerado (como por milagro) y tenía la trágica apariencia de una mujer de aspecto simiesco”.

Los misterios de la muerte sobrevolaban así el espacio aéreo del parque nacional de Mulu. Aparecieron altas colinas cubiertas de nubes y momentos después el avión tomaba tierra.

Y ahora, el principio de la tarde, después de un sofocante calor que hacía chorrear mi cuerpo de sudor, de golpe, el cielo se llenó de relámpagos y comenzó a diluviar; lluvia torrencial atronando sobre las palmeras y el bosque. Placer del instante, las nubes cubrieron las colinas y la selva se llenó de la música cantarina del agua. El bosque impenetrable que hace un rato veía desde el aire es atravesado ahora por la avalancha sonora del agua. Contemplo el espectáculo desde un porche de una casa de madera, mi hotel para estos días, una gran sala con una veintena de camas. A mi alrededor sólo está el bosque, el río y un par de caminos que llevan a las cuevas de Clearwater y The Winds. Por encima de esta última se eleva el sendero que sube a la cumbre del Gunung Mulu, la montaña más alta de la zona. Confío en que la agresividad de los mosquitos no sea excesiva, porque, pese al repelente, rondan en las cercanías de mi cuerpo, enormes y negros, con el mismo ruido zumbón que un bimotor de principios de siglo.

Luces y sombras

Miri, Sarawak, 21 de abril