Armonía

Las terrazas de Banaue y Batad. Hoy debería contar que me levanté antes del amanecer y que dormí mal, probablemente ante la expectativa del día siguiente, o quizás debido el temor de dormirme. Pero ya veremos, porque lo que realmente me interesa es hablar de armonía, de las cosas que me encontré durante el día, y que pertenecían más al dominio del arte que al de la agricultura. De momento la tarde anterior ya me tocó discutir con el dueño de la moto por motivo del horario. No entendía que quisiera salir de noche, al filo del alba. Ya nos sucedió en otras ocasiones. El más notorio cierto día que queríamos ver amanecer desde en el río Li, en China.

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Primero fue convencer al patrón y luego, a las tres de la mañana, sacarles de la cama. No se lo creían los tíos; al final aclaraba ya cuando la proa enfiló hacia los hermosos pináculos calcáreos cuyas picorotas vestían el color ámbar de la madrugada. Ni a los conductores ni a los barqueros les gusta madrugar; y a los turistas no les llega tanto la curiosidad como para darse un madrugón y litigar con los lugareños. Fue una magnífica experiencia que terminó más o menos cuando el sol empezó a caer plano sobre el agua y las montañas. Es importante la luz. Hoy, cuando regresaba, después de caminar cinco horas, me crucé con un grupo de franceses, el sol caía haciendo añicos las cosas, los franceses verían una mínima parte del espectáculo que la naturaleza y el trabajo de los hombres habían representado desde la hora del alba. En ese momento el valle parecía como cansado, abrumado por el calor del mediodía, había que buscar la sombra para recuperarse de la fatiga de las escalinatas.

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Por cierto, ¿a qué pelicula pertenece esta fotografia?

Pero mejor empezar por el principio. Este es el reino del prestigioso pueblo de los Ifugao, una gente laboriosa que ocupó las Kalinga Montaines durante dos milenios convirtiendo sus empinadas laderas en vergeles de extensas terrazas de arrozales. Hoy, en el valle de Batad, donde se levantó este asombroso mundo de terrazas, se admira este trabajo como la octava maravilla del mundo. Días atrás, en Sagada, había tenido la oportunidad de ver a dos ancianos trabajando la tierra con lo que debía de ser el apero principal que usaban en estos lugares desde hacía dos mil años; armado con un palo de unos dos metros y medio, al que se habían sacado punta en un extremo, desraizaban la maleza y araban la tierra. No parece que usaran otras herramientas entonces que éstas de los ancianos, manos y palos para el inmenso trabajo de transformar la montaña en un increíble graderío.

De todos modos no era este el aspecto que más me interesaba hoy. A poco más de un kilómetro mandé parar al conductor de la moto (un viejo trasto con séicar para más precisión); la primera luz rasante del amanecer caía sobre las terrazas formando un delicioso cuadro en donde el verde intenso de las plántulas del arroz quedaba seccionado en planos de distintas alturas por el libre juego de los muros que delimitaban las terrazas. El agua brillaba con la luz del amanecer. Abandoné la pista y me adentré en las terrazas, siguiendo la pequeña giba de arcilla que delimita los cultivos. Me acerqué a un habitante solitario que, acuclillado, parecía profundamente ensimismado en sus meditaciones matinales; tres o cuatro años debía de tener; ¿te ha comido la lengua el gato?, le pregunté; pero nada, me miraba impasible como un señor gordo al que no le cupiera entender la presencia de un extraterrestre en sus dominios a tan temprana hora de la mañana y decidiera ignorarle del todo; le saqué un chorro de fotografías, pero ni se inmutó. Éste que aparece en la fotografía.

Luego las terrazas empezaron a multiplicarse; el motorista me miraba comprensivo cada vez que le hacía el ruego de que parara. Y me hice con una colección de rostros de niños. En realidad hoy debería callarme y atenerme al dicho dejando a las imágenes para que hablaran por sí solas.

Me dejó en un cruce de caminos. Allí me esperaría hasta la tarde. Me venían los recuerdos de nuestras caminatas en las selvas de América; montones de pájaros extraños me rodeaban; el sonido seco de madera hueca, quizás como cabe adivinar que sonaría el pico del tucán. Era hermosa esta soledad mañanera. El camino subía montaña arriba y, tras alcanzar un collado se precipitaba en un profundo valle. La vegetación no me dejaba tener una idea del conjunto. Después de una hora apareció la primera construcción de madera con un espaciosa terraza que se abría al entero valle de Batad, cientos de terrazas escalando todas las laderas a la vista. El pueblo ocupaba el centro de la parte baja del valle. Un estrecho sendero, que se transformaba en larguísima escalinata de cemento, conectaba todo aquel laberinto de terrazas.

Entré al museo por el tejado. Porque eso era para mí el espectáculo de las terrazas que se disponían a mis pies, un recorrido por las múltiples posibilidades de las formas, las luces y los colores. Armonías de líneas curvas que jugaban caprichosas encerrando en sus grosor de barro las tiernas plántulas del arroz. Un mundo de agua que me recordaba lugares dispares del planeta por motivos diferentes: la terrazas de las aguas termales de Pumacale, en Turquia, con parecidos jeroglíficos a éstos, pero compuestos por los chorreones calizos y pequeñas bañeras de agua caliente; también las formaciones a que daban lugar los géiseres de los altos del desierto de Atacama, en Chile, donde las formaciones kársticas se multiplicaban en mundos geométricos alrededor de las fumarolas. En el museo del mundo las armonías surgen a veces con una fuerza arrobadora, habitan en las selvas, en las arenas de los desiertos, en realidad pueblan el planeta por entero, simple arena que mueve el viento y las maravillas que encierran. Tuve una visión parecida a la de hoy en el desierto de Chinguetti, en Mauritania, una mañana en que, después de la lluvia de la noche, la arena tomó un bello color tostado; las líneas de los rizos que hacía el viento, las dunas, todo parecía un maravilloso museo moderno; en aquella ocasión no me faltó el recuerdo de Zóbel o de Tapies. Y puestos a ir con los ojos abiertos y la cámara preparada, la posibilidad de descubrir el complejo y bello mundo de los líquenes que cubren las rocas o los troncos de todo el mundo, auténticas obras de arte en tantas ocasiones. Alguna muestra aparece en este vínculo, una colección de fotografías a la que titulé Texturas. También la cabaña de Mario y Paula es un armonioso conjunto de colores y formas.


Al otro lado del valle caía una respetable cascada donde fue obligado tomar un largo reposo antes de comenzar el penoso regreso bajo el calor del mediodía. Siete horas de marcha por este museo de agua donde las filigranas de los muros y cultivos, los colores, las formas, emparentaban, como valiosos objetos de arte, con las mejores creaciones del hombre y la naturaleza.



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Baguio, la ciudad misteriosa

Sagada (norte de Luzon), 29 de marzo

En la variedad está el gusto, decía mi madre. El agradable ruido de la lluvia sobre los tejados de cinc y la vegetación del patio. Un día y medio de autobús en dirección norte me ha dejado en Sagada, una aldea en medio de las montañas , las Kalinga Mountains. A nace place, decía mi acompañante de autobús. Buen lugar para no empezar a correr como otras veces, sí, esa enfermedad de quien sale de casa y no para hasta terminar de dar la vuelta al mundo. Los pinares comparten las laderas con la vegetación tropical y las terrazas de los arrozales.

Hablaba el otro día de cierta búsqueda de la variedad como una de las esencias del viaje, estímulos nuevos que alivien del círculo de las reiteraciones. No son ya los años aquellos de un primer viaje a la India en que todo era tan sorprendente, el impacto de la calle, los olores, la gente, el tráfico trepidante de Old Delhi. Ha pasado ya mucho tiempo de aquello y no en vano la apisonadora de la experiencia (a veces es eso cuando nos priva de la frescura de lo nuevo) va poco a poco disminuyendo esa capacidad que tenemos de sorprendernos ante lo inesperado, lo rotundamente nuevo. También es cierto que elegir para un largo viaje la India fue juntar un buen manojo de los mejores atractivos en un solo viaje.

Desde este punto de vista ahora todo es más liviano. Entre otras cosas encontrar dificultades y resolver problemas formaba parte del viaje; lo inesperado estaba a la vuelta de cada esquina, y por supuesto más y más cuanto más lejos estuviéramos del turismo organizado. Es lo de siempre, nos venden la seguridad, la comodidad, el todo a punto, y al final apenas nos queda un resquicio para descubrir algo por nuestra cuenta. Incluso tenemos el atrevimiento y la poca inteligencia de ver fotografías a montones de los lugares donde vamos a ir, podemos sobrevolar con el GoogleEarth las montañas y las ciudades, leer en abundancia sobre el lugar en cuestión. Vamos, que a poco que nos descuidemos dejamos reducido el viaje a su mínima expresión. Las sorpresas abundan poquito.

Ayer, por ejemplo, estaba al límite de la sorpresa, pero apenas llegó la luz del día ésta se desvaneció. El autobús, después de nueve horas de rodar desde Manila en dirección norte, había entrado en Baguio de noche en medio de una niebla que bailoteaba en las calles produciendo la extraña sensación de no poder definirlo ni como bosque ni como ciudad. La nula iluminación pública acrecentaba el aspecto de un mundo de gnomos o algo así; pero era un bosque oscuro y neblinoso por donde transitaban autobuses y todo tipo de vehículos. Luego un taxi me llevó por algunas rampas solitarias hasta mi hotel. Estaba intrigado yo con esta ciudad misteriosa. Cuando un momento después salí del hotel para darme una vuelta, la niebla había desaparecido, pero no se veía ni pijo, la calle era pura boca de lobo en donde de vez en cuando me cruzaba con algún transeúntes. Por cierto, gente de todo tipo, chicas jóvenes, ancianos, la oscuridad no era un refugio de ladrones ni violadores. Después de una esquina descubrí sin embargo sobre un promontorio una fiesta de luces. Hacia allá me fui; resultó ser el complejo comercial más chuli que había visto en mucho tiempo; estaba en lo alto de una loma. Desde allí se veía la fachada de una catedral, eso o poco le faltaba. El cielo estaba cuajado de estrellas, con Orión en medio, y bajo las estrellas, salvo la iglesia, todo negro con alguna que otra débil luz salpicando la ladera de la montaña. Se me hizo tarde cenando; cuando abandoné el restaurante, echaron el cierre detrás de mí. Habían apagado las luces de las cuatro plantas del complejo comercial y las escaleras mecánicas dormían ya como benditas. Tuve que buscar la puerta a tientas. Sólo me crucé con algún empleado de la limpieza. Fuera era una masa de betún. Pues bien, a la mañana siguiente el misterio había desaparecido, ahora ya no era la ciudad misterio ni la boca de lobo, sino la ciudad tobogán, la gente se había echado a la calle y las aceras y las calzadas estaban abarrotadas por los chiringuitos y los automóviles, todo ello aprovechando las laderas de las lomas por las que subían y bajaban las calles y que la noche anterior me habían parecido refugio de gnomos y lobos. Fueron los americanos los que tuvieron la ocurrencia de levantar esta ciudad aquí poco después de la Segunda Guerra Mundial. El resto del día fue de lo más normalito, si quitamos la incomodidad y el susto continuo de viajar en los asientos traseros de un autobús desvencijado que tan pronto corría por asfalto como subía y bajaba abruptas pendientes de tierra. Pero como la compañía era grata, pues la cosa se llevaba bien, y es que los filipinos son gente amable y sencilla; da gusto ver a los adolescente por la calle, en el tren, en los transportes públicos; tan sencillos que a uno le dan ganas de quedarse aquí para no volver a ver más a todas aquellas pandas de adolescentes con los que uno tiene que compartir el tren de cercanías o el metro de Madrid.

Así que mi variedad, mi sorpresa de anoche fue puro juego de luces y sombra. Pasa a veces, incluso a la plena luz del día. Por ejemplo un día estás leyendo tranquilamente en una plaza pública de Huarás, en la Cordillera Blanca (Perú), con tus pertenencias al lado mientras esperas a tu compañera que ha ido a comprar el pan, y plas de golpe te encuentras corriendo a toda leche detrás de un tío que te ha robado un macuto y huye subido en la parte trasera de una moto. Pues quién me iba a decir a mí que tan tranquilo estaba leyendo al cínico y simpático Italo Calvino que así de golpe unos minutos después mi corazón iba a experimentar un terrible bombeo que a punto estuvo de producirme un síncope; y es que en la puna uno debe andar tranquilito y respirar hondo porque enseguida el sistema respiratorio y el corazón se alteran. Pues ni así, corre que te corre, entrando el aire en mi cuerpo como un puñal y el corazón toptop toptop toptop, diciéndome para, tío, que me muero, y yo que nada, que a mí no me roba un mamón de mierda, y pensando que como había mucho tráfico la moto tendría que parar... pero nada, ni flores. Que casi me muero a los pies del Huascarán. Cosa tonta que habría sido sin lugar a dudas, desde luego, porque morirse allí escalando aquella hermosa montaña podría ser como ganar el cielo sin más, pero morirse por perseguir a un caco, o mejor por un exceso de amor propio inesperado (¡a mí no me roban!) habría sido la cosa más ridícula del mundo.

El personaje de la novela que leo, The New York Trilogy, de Paul Auster, y que tiene aspecto de escritor aburrido, en este momento está leyendo El libro de las maravillas, de Marco Polo. Yo de aquel libro recuerdo pocas cosas, pero seguro que no lo volvería a leer, como no fuera para repasar alguna de las curiosas costumbres que salpican el libro. Y es que los libros de viaje son un peñazo, no todos pero sí la mayoría de ellos. Por qué ese personaje, que además escribe novelas de misterio, lee precisamente a Marco Polo, es una pregunta que no sabría responder. Yo de muchacho me tragaba las novelas de Salgari, pero eso era diferente, lo que yo quería entonces era vivir aventuras sin cuento, seguir al Jabato y al Capitán Trueno era uno de los mejores atractivos de la semana; y si además se terciaba ver alguna película de Tarzán, que no siempre uno tenía las cinco pesetas que costaba la entrada, pues mejor que mejor. Queremos vivir lo extraordinario; nuestra vida diaria está tan carente de cosas fabulosas e inauditas que es normal, siempre queremos lo que no tenemos. Sin embargo el personaje no es un muchacho, es un adulto y, además, un adulto aburrido; y una persona aburrida no echa mano de ese libro. Por ahí andan los tiros, que además de hacernos mayores nos caiga la desgracia de hacernos aburridamente escépticos; y es que el panorama no da para mucho, al menos en mi caso que soy un lector de periódico que no pasando casi nunca de la primera página tiene la sensación de que una enorme cantidad del día a día es pura rechifla para entretener al personal.

El rumor de las hojas

Manila, 27 de marzo

“Todo lo que constato es que si no hubiera instrumentos no habría música” (Francis Ponge. El silencio de las cosas). Acaso la escritura nace de la resistencia que ofrecen las cosas, cuando tropezamos con ellas, cuando lo hacen entre ellas mismas; de la resistencia del árbol al viento nace el rumor encantado de sus hojas; del encuentro de las manos y el instrumento nace la música. Del encuentro del viajero con la gente y el paisaje nace también esta necesidad de escribir.

Mientras escribo los altavoces de la plaza recitan una sonata de Beethoven... Y sin embargo tanta belleza que no vemos, o que no oímos. Después de que se haya producido el regalo de las muchas coincidencias que deben confabularse para que la música llegue a nuestro cerebro, una cantidad maravillosa de órganos e instrumentos, todavía es necesario otro salto importante: el hecho de que nuestra atención esté puesta en lo que oímos. Tras tantos eslabones el milagro de la música.

El mar se expresa; el ala del avión recibiendo el último sol del día cuando ya hace tiempo que en el pozo oscuro de la Tierra se hizo de noche, se expresa; la calle es un hervidero de palabras, un parloteo continuo, se expresa.

Salgo del hotel. ¿Me habré sacado los tapones de cera de los oídos?, ¿habré limpiado las legañas de mis ojos? No, esta mañana no debí de darle suficiente tiempo a mi cuerpo para ponerle en disposición de entrar en el mundo. Sin embargo ahora yo y mi viaje somos casi la misma cosa, una interpelación continua de la hora y de lo que cruza frente a mis ojos; la música que suena es la que surge del roce entre mi yo y lo que no es mi yo. El mundo se expresa y yo oigo al mundo; hoy en otra terraza algo más alejada del mar, donde no llegan los mosquitos pero sí una agradable melodía al piano que hace bailar a su ritmo el agua multicolor de la fuente del parque.

Después de las once de la noche las calles y las terrazas están abarrotadas; hay una tranquila paz en el ambiente. Acabé hace un rato mi chai tea latte. La calle muestra una parte de su corazón; también ayer en el hacinamiento de algunos rincones del barrio de Intramuros, donde apenas había espacio para moverse, pero en cuyas calles los niños jugaban en la vía pública junto a la catedral. Yo por mi parte muestro una parte del mío, y así lo que sale de mí y aquello que parte de la calle, celebran su encuentro con el gozo sutil que de ello mana, y al que en este momento no es ajeno ni la calidad tibia de la noche tropical ni la encantadora sonrisa de la camarera que me sirvió el té.

Como saber enteramente de los porqués de nuestros gozos no es fácil, mejor atenerse al testimonio que dejan las sensaciones, ese agradable bienestar de ocioso observador. Sin embargo no quisiera aparecer demasiado optimista produciendo la falsa impresión de que esto es una panacea, porque si en definitiva lo que buscamos es el movimiento para huir de los lugares comunes o del aburrimiento, para escapar del vacío ante la falta de sentido de la vida, siempre cabrá la posibilidad de enzarzarse en una actividad febril con el objeto de perder de vista la única verdad que no tiene vuelta de hoja. Lo que realmente estaría expresando sería la necesidad de salir de un “insípido artificio” de reiteraciones, con lo que mis palabras serían más bien la formulación de un deseo que el retrato de una realidad.

Y no es deseo espúreo, ni evasión, ni huida esto de marcharse a patear mundo (como hace días parecía indicarme mi amiga Raquel), sino simplemente búsqueda de espacios, situaciones, circunstancias que aporten la conveniente variedad que la vida necesita. Sí, que la vida necesita; que ya está bien. Tras un largo periodo de treinta y muchos años de laborar y estar con la nariz pegada a realidades, que por muy loables que pudieran ser (que tampoco es para echar todos los tiempos de escuela a rodar por los suelos) no dejaba de ser con frecuencia labor de espantar moscas cuando se trataba de establecer unos criterios básicos sobre el significado de la palabra educar. Y es que además de que el sistema invierta poca inteligencia y ganas en hacer un trabajo bien hecho, que mucho se va de cara a la galería, todo se erosiona por falta de un interés real en el cometido que compete a la escuela. Finge para no tener que llorar, aparentar que se está haciendo algo de “suma importancia”, mover papeles, justificar nuestra afiebrada celeridad, poner cara de serios y circunspectos (tantos inspectores que apenas saben donde tienen su mano derecha). Y mientras, los años pasan y nos vemos obligados a mirar a otros lugares en donde el tiempo se va desgranando con cientos de millares de muertos, que serán el precio con que conseguir abaratar los costos de nuestras calefacciones y de nuestros transportes. Sí, una escuela que da pena, que produce hombres amorales e insolidarios; porque la buena gente, los buenos ciudadanos, no hacen estas cosas, no apoyan a los cretinos de la guerra.

...Que ya está bien. Sí, escribo con tristeza estas palabras, querer descansar, querer ocuparse en otras cosas, mostrar un espíritu desesperanzado frente a esta sociedad excesivamente ocupada en consumir y trabajar.
Quizás llegue un día que vuelva a emplear mi tiempo en quehaceres sociales. Ahora siento que llegó la hora esa última del Cándido, de Voltaire. Si a Cándido le cupo cultivar una huerta, a nosotros nos puede venir bien intentar hacer un poco de música para el consumo propio.

Quizás haya que buscar una síntesis entre una variedad que nos libre del mecanismo insípido de un movimiento sin contenido y un acercamiento a esa clase de unidad que Joseph Conrad gustar nombrar como el ser interior.

Quizás esa síntesis nos dicte en otro momento la necesidad de volver al tajo.

A la busqueda de las intuiciones

Manila, 26 de marzo


El discreto caminar de una mosca por mi brazo derecho; pum, la espanto; pero me ha sacado de mi lectura; dejo a un lado el libro de Francis Ponge. No, la ventana está protegida contra los bichos alados. Me doy la vuelta y date, ahí está, una de esas cucarachas voladores de medio metro que habitan los países asiáticos. Ya había descubierto ayer su presencia, corría pies para qué os quiero por la pared del rincón, junto al gran espejo del fondo. Mientras que fui a por un poco de papel higiénico para aplastarla, ya había ganado suficiente altura en el muro como para ponerse fuera de tiro. Luego la volví a ver esta mañana junto al cielo raso, se mantenía a distancia. Pero mira por donde en esta ocasión fue instantáneo, un papirotazo con El silencio de las cosas, la dejó patidifusa. Me fui al cuarto de baño, volví y recogí sus restos en el blanco sudario del papel higiénico. Ya podía continuar con mi lectura: “Rameau quiere estudiar la naturaleza para elegir colores y matices rigurosamente sorprendentes que justifiquen la audacia de sus intuiciones”. Y es que de eso se trataba, de leer, porque habiéndome levantado tarde probé a dar una vuelta por Malate sin que la cosa llegara a cuajar. Demasiado calor y demasiado plano todo a esta hora infausta del mediodía; así que me vino de perlas encontrarme con un gran supermercado; compré algunas cosas para comer y decidí refrigerarme en mi habitación; agua para tomar todas las duchas que quiera y un ventilador de techo que adelgaza notablemente el calor del trópico. Ahora estamos con las intuiciones, que en el caso de Rameau eran audaces.

No, si te digo... y es que por el rabillo del ojo me llegó la visión de otra extraña presencia, tan grande esta vez que no sé si es un ratón... sí como aquellos que en una habitación de Nueva Delhi se ponían por tríos a observarnos desde los montículos de nuestras botas. Aquellos sí que eran simpáticos. Te incorporabas un poco y bajaban de la bota y se ponían a observar el panorama veinte centímetros más allá; y como no sucediera nada volvían a escalar la pendiente herbosa de la caña de la bota hasta su misma cumbre. No, ya, el bicho de hoy –volvió a pasar contoneándose pero vivo- es otra cosa, es desconfiado y huraño; se trata de un pariente cercano de aquel que yace navegando en este momento dentro de su sudario por las tuberías de desagüe del hotel; se largó bajo la cama. En Guatemala, en un espacioso cuarto de baño, recuerdo que pasaba largos ratos echándoles miguitas como a los pájaros para poder atraparlas; pero tampoco se dejaban coger. Cuando ibas al baño salían de sus escondrijos entre los baldosines y se quedaban igualmente mirando. En Marrackes sin embargo, en un hotel junto a la plaza Jemaa el Fna, las cucarachas, largas y gordas como lagartijas empachadas, hacían ejercicios de vuelo; parecían murciélagos. Éstas eran audaces como las intuiciones de Rameau.

Una de las ventajas que proporciona andar por el mundo es tener a mano la posibilidad de estímulos cambiantes y multiformes; pues de la misma manera que hay genios que no necesitan enamorarse para escribir versos de amor, también hay gente menos dotada a la que no suele venir mal que su retina sea impactada por juegos de luces y sombras no habituales, ya que de gran parte de esos estímulos va a provenir la posibilidad de pergueñar algo tangible; porque de la misma manera que a un ebanista no le sirve sólo la madera para fabricar un mueble sino que necesita previamente tener idea de qué tipo de obra va a hacer, al que escribe no le bastan tan solo las palabras, que necesitará con seguridad de la gracia de las intuiciones tanto o más que de su capacidad para juntar palabras. Es por ello que me parece oportuno viajar, porque es una actividad que permite observar la naturaleza y las gentes que la habitan, lo que a su vez ofrece la oportunidad de elegir colores y matices con los que uno se encuentra en el camino, y que de vez en cuando sirven para juntar palabras de modo tal que su conjunto pueda, o formar ideas que interesen a algún potencial lector, o resultar simplemente atractivo en función de su sonoridad, su modo de articularse, su complejidad; una belleza que puede provenir de aspectos muy diferentes del texto en donde tanto lo insólito como el buen oficio tienen parte.

La supercucaracha no volvió a aparecer. Sólo espero que si esta noche me corre por la cara no me entere. Fijaciones de cuando uno era infante y las cucarachas habitaban las casas de la posguerra. Las influencias culturales de nuestro área occidental son determinantes con algunos bichos, ratas, cucarachas, culebras. Los tópicos aparecían con frecuencia en los tebeos de la infancia; donde había un ratón había una mujer haciendo malabarismos para ponerse fuera de su alcance. El chasquido de una cucaracha despachurrada tiene con toda seguridad su codificación de cosa desagradable en alguna parte del cerebro.

Espero de días futuros que la calidad de las intuiciones que me visiten sigan proporcionando material suficiente tanto a mi escritura como a mi cámara fotográfica. Mañana parto hacia el norte de Luzón, la cordillera en donde se asientan las terrazas de los arrozales de Banaue y Bantad, que construyeran los primitivos Ifugao hace más de dos mil años.

Turismo sexual

Manila, 25 de marzo

Es verdad, no dejo de ver por la calle a esas parejas que tanto llamaban mi atención en mi último viaje a Oriente: una jovencita oriental de la mano de un occidental generalmente bastante mayor que ella; pero los veo departir con interés, compartiendo incluso largos ratos de conversación, intercambiando caricias. Quizás para muchas de esas chicas la ocasión sea algo más que conseguir unos recursos económicos, y para ellos algo más que comprar un simple servicio. Las escenas desde luego no me desagradan; eso sí, me cuestionan.

Existe una moral de dudoso fundamento que en el momento en que se roza el tema del sexo no acierta a hacer otra osa que rasgarse las vestiduras, quizás con algo de razón, algo, porque la historia de la prostitución es una historia triste y dramática. Naturalmente no se puede meter todo en el mismo saco y hacer de ahí una prédica, y menos cuando ésta parte de un conjunto social que todavía no ha superado sus tabúes sexuales, viviendo en consecuencia mediatizado por una moral hilarantemente hipócrita.

Ceno junto al mar en una terraza de Manila. Se me acerca una joven con un folleto donde se ofrecen masajes, y mi educación (¿cómo calificarla todavía?), o mis restos de equivocada educación, se pone en seguida en guardia, y rechaza amablemente el folleto. Hay gente muy extrovertida, o que sabe mucho y parece estar a la vuelta de todo en cualquier parte del mundo que se encuentre. Pero uno no es así. Uno duda, está en guardia. Hace un rato se acercó un joven, do you like to have a philippine friend? Aseado, cortés, sonriente. Me excusé cortesmente diciendo que en ese momento deseaba estar solo. Sí, claro, te pueden drogar, te pueden robar, puede tratarse de un caníbal que te corte en trocitos, haga contigo pichos morunos y te ase a la parrilla. Uno está en guardia, pero intenta ser buen viajero, y como además se ve diferente a ese personal que se come el mundo tanto aquí como en Pekín, pues trata de reflexionar sobre las razones de las cosas e intenta mantener un equilibrio (mejor equilibrio inestable) que de paso tenga a raya a la timidez. También hay gente que viaja con mucha prisa y que pretende ver un continente en un fin de semana; o los que no pierden detalle, museos, iglesias, mercados, discotecas. Tampoco es mi caso.

Este año no tengo prisas, viajaré mientras el cuerpo me lo pida; cuando esté cansado, descansaré; y cuando definitivamente mi curiosidad primaveral se haya saciado, tomaré un avión y regresaré a mi cabaña a contemplar desde allí cómo transcurren las estaciones; una experiencia nueva que saboreé por primera vez este año y que me va a servir como atractiva referencia para el futuro. Mientras tanto voy a ver por donde me lleva este vivir al día.

Hoy deambulé por el barrio de Intramuros, la parte de la ciudad de origen hispano. Creo que Manila se me va a acabar en pocos días. Cenar junto al mar, pasear y ver qué pasa. La próxima vez que se me acerque alguien lo tendré en cuenta para que ni mi educación ni mi timidez se espanten; inquiriré en esa ruta de los caminos que se bifurcan. Como los lugares comunes me llaman poco la atención trataré de estar ojo avizor a otras posibilidades. Aparte de las terrazas de los arrozales de Baguio y las Chocolathills que han venido sugeridas por una broma de mi hija, no hay nada en el programa, salvo ir saltando de isla en isla como un canguro, hasta llegar acaso a Australia (si la cabra tira al monte, el canguro necesariamente tiene también su Roma), o a Sri Lanka, o a Madagascar, aunque no sé si los saltos de los canguros darán para tanto.

Ojo avizor es mucho decir, porque me he traído un saco de libros que también requerirán su tiempo; pero sí, ojo avizor, voy a tratar de investigar en qué consiste eso del turismo sexual; porque puede que haya alguna realidad que no coincida con lo que se vende en el mercado de la comunicación (por supuesto que mercado, y bastante malo en ocasiones... aunque creo que Sánchez Drago, que entró en televisión hace poco, dice que va a dignificar el periodismo –eso, sí, dice, dejando su ideología colgada en la percha de la entrada del estudio-. Y que me pregunto yo cómo se come eso). Aclarar cosas, resolver dudas, que ya pasaron los tiempos de visitar las catedrales y sus anexos; por cierto que hoy visité la catedral. Había una boda; llegué en el momento en que el novio, que se llamaba Persival, le declaraba amor eterno a la novia, for ever; resonaba en el crucero, bajo los capiteles, se introducía en las capillitas; amor, pero por si acaso un buen atado, una maroma como esa que utilizan para atracar los barcos, que mi marinerito no se vaya nunca a otros mares (y me pregunto ¿por qué esa manía de atarse tan fuerte y para tan largo en vez de dejar que el amor haga su trabajo, mientras esté... ¡no, no!, atarlo fuerte, para que no se escape). La Semana Santa parece ofrecer en Manila tanto como en Sevilla. Veré si me pilla aquí, después de mi vuelta por la isla de Luzón. También tendré que ver si tiene algo que ver una boda en la catedral de Manila con el título que encabeza este post, que posiblemente sí lo tiene; porque con esa manía de atarse unos con otros for ever, no es raro que abunde eso de echar una caná al aire.

Esto debería ser como una morcilla, que decía Francisco Umbral, atada por el principio y por el final; con lo que no me queda otra que volver al tema del principio, el turismo sexual; pero no hay espacio para tanto, al menos en esta tarde que al calor atmosférico se ha añadido en la cena un plato very verly hot –picaba como un demonio-, tinapang tadyang baka, se llamaba el plato; no hay espacio para tanto, habría que delimitar el concepto y definir términos para poder saber de qué hablamos, no se vaya a confundir el culo con las témporas. Desde luego he de confesar que esta noche, pese al calor, no me habría desagradado compartir conversación y cama con un ser de mi misma especie, aunque de distinto género. Aclaración conveniente, porque desde que el otro día escribí en un blog algo relacionado con las cabras, he notado que alguien me mira torcido.

Buenas tardes.





















Imagenes: Manila

La gran ereccion

Qatar-Manila, 24 de marzo


Los prepotentes. Volábamos sobre Pakistán, extensas superficies cubiertas de sal rodeaban el agua rizada y azul cuando me dormí profundamente. Antes me había dado tiempo a colocarme el antifaz que me protegía de la luz. Pasaron algunas horas. Cuando metí el dedo por debajo de la tela para mirar fuera, en el espacio del avión había un lecho de oscuridad. Levanté la cortinilla deslizante del óvalo de mi ventana, una luz ambarina iluminaba el ala norte del avión. Debíamos haber atravesado ya la India y Birmania; quizás estaríamos sobre Laos o Vietnam. Gratos recuerdos de mi último viaje a Oriente.


Mi compañera de viaje, una mujer filipina de unos cuarenta años, me ofrece unas chucherías.

-Thank you –le digo con una sonrisa bobalicona de recién despertado.

Paso por el baño, pido un vaso de agua con hielo, vuelvo a mi asiento. Ya sólo queda una línea de luz hacia la cola del avión. Estoy despejado. Departimos un largo rato sobre temas relacionados con el país. Por la televisión pasan la misma película de anoche; infinitas y espectaculares persecuciones, gente hierática, lista, hábil, especialistas en todas las artes marciales y atléticas, guapos, ricos, expeditivos, despectivos, suficientes, un tipo de héroes que evidentemente actúa en un escenario de cartón piedra en donde es necesario forzar el gesto en un primerísimo plano para fijar sobre la retina del espectador la fuerza bruta de la determinación. Un pulso a la altura simultánea de un malabarista, un héroe homérico, un ingenuo bruto que se pasa la película con careto de impenetrable del que no se desprende en ningún instante. Héroes para el siglo XXI. La chaqueta metálica, Apocalipsis Now, algunos de los instrumentos del poder. Grandes dosis de prepotencia, como la sufrida por esos 650.000 muertos de Irak. Están por todos los lados, rondan en las aulas de los institutos, se yerguen bajo las estrellas de la bandera norteamericana, se arraciman en los gestos y las palabras de ese ridículo personaje español del bigotillo al que naúseas me da nombrar.

Prepotentes del mundo. Pasaba cerca del espacio aéreo de Camboya; recordamos a ......... Vietnam, recordamos el napalm. Ayer era Palestina, recordamos Israel y la masacre de palestinos. También está Ferdinand Marcos en la cercana ya Filipinas. Su enorme fortuna personal se montó con los restos del material bélico que dejaron los americanos en el país tras la Segunda Guerra Mundial. Dictadura, la ley marcial, violencia, extorsión. Más prepotencia. Los asnares, los bushs, los blers, la plaga de la Tierra, la suficiencia que exporta hoy en la película Hollywood y que vuela conmigo acompañando mi vuelo a Manila.

Pero significativamente dotados de “nobles sentimientos”; todos quieren hacer un mundo mejor (para ellos, se entiende) desde sus matanzas y extorsiones. Marcos. También, como un bardo, quiso hacer un gesto vistiendo el nombre de su país con las prendas de los conceptos nobles; propuso renombrarlo con la palabra tagala de Maharlika, cuyo significado común era hombre noble... eso hasta que un académico hizo la observación de que la palabra en cuestión ostentaba la segunda acepción de “gran erección”. No era propio, claro, nombrar a un país de ese modo. También Franco hizo de España Una, Grande y Libre.

Hay que trajinar mucho con las palabras para que a uno no le vendan gato por liebre. Es obligado estar atentos y filtrar durante años el mensaje subliminal que los medios nos transmiten; la prepotencia del que tiene el poder puede convertir la arcilla virgen de cualquier ciudadano en carne de cañón; y miremos si no ese gentío cuyo rebaño apacienta últimamente ese otro señor del PP. Unos pocos kilómetros de celuloide proveniente de Hollywood bastaron para mandar al carajo trescientos cincuenta años de presencia española en Filipinas.

Poner a gozar la mente

Madrid – Qatar, 24 de marzo


Las palabras. El avión atravesaba el desierto que rodea el río Nilo. Las dos de la mañana. Tenía recientes unas palabras destacadas del libro que leía (El silencio de las cosas, de Francis Ponge). Poner a gozar la mente. Nuestra capacidad de gozo tiene una cercana relación con nuestra capacidad de crear; cuando creo, algo muy especial vibra en mí; me sumerjo, desaparece la ventana, el campo, los árboles, ahora soy otro instante, la vida circula vibrante desde mi cerebro a las yemas de los dedos; soy mi yo redescubierto, soy la amante contemplada en su intimidad cuando ella cree estar sola, soy la luz ambarina de un atardecer junto al mar, soy padre, hijo. Lo que al principio de la mañana eran formas anbiguas moviéndose en la niebla va adquiriendo a lo largo de las horas consistencia y color, ya empiezan a perfilarse los personajes y sus circunstancias. Hacia el mediodía respiran, piensan, actúan, voy descubriendo el interior del hombre, de la mujer, sus pasiones, sus dolores, sus anhelos. Quizás con un poco de suerte escriba un hermoso párrafo, resucite un viejo recuerdo, caiga en el éxtasis de contemplar de cerca un precioso instante de mi pasado al que todavía ando sacándole el jugo.


Mi gozo durante estos últimos nueves meses -una larga gestación en un tiempo en que ya no era necesario trabajar para ganar un salario- viene de la mano de esta disposición artesanal, la del orbebre que de una pella de barro fabrica por la mañana un jarrón que a la tarde satisfará su gusto de mirar. Será la hora del gozo; la hora de saber de eso tan especial que experimento en mi trabajo de la mañana.


El pasaje del avión dormía en una plácida oscuridad, ni una luz más allá de la ventanilla, todo puro desierto, acaso el mar Rojo, ése que Moisés, con su inmenso poder prometeico pudo levantar, las aguas alrededor, el mar abierto en canal, para indicar que allá donde no llega la fuerza de los hombres basta echar un poco de imaginación y vestir a los dioses con los inconmensurables poderes de nuestros desvaríos para que todo el mundo quede tan contento. El trabajo literario de aquellos tiempos, de Betsabé probablemente, a fuerza de imaginación y de una credulidad perruna e ingenua, termina convirtiéndose en fe ciega, en pura teología.


Por las riberas del mar Rojo, del Eúfrates, del Tigris, caminaban ahora otros profetas, ahora no es Jehová, sino el petróleo, el elemento de litigio. La zarza ardiendo sin consumirse de Moisés ha sido sustituidas por otras creencias con las que seguir apacentando el rebaño, hacer lo que está en el propósito del poder; armas de destrucción masivas, lo llaman ahora. El hombre es crédulo hasta lo pacesco; incluso llegaron a inventar un término para obligar a creer al hombre por encima de toda evidencia; fe lo llamaron.


El mar Rojo, negro como el betún, quedó atrás. Debíamos sobrevolar ya la península Arábiga, cuando mis pensamientos se me fueron por ciertos detalles de un correo recibido días atrás. Mi siempre polémica X había despachado días atrás su intemperancia contra uno de los gestos más entrañables del ser humano: la caricia, tierna y emocionada caricia, aunque fuera de despedida. Verdad es que estaba terriblemente furiosa; pero ni con esas, el caso es que días después lo había olvidado totalmente. Cuando se lo hago notar, me responde que probablemente a las palabras no hay que darles tanta importancia y que no vamos a hacer como los políticos, que pasan la vida polemizando sobre lo que han dicho o han dejado de decir. Y claro, oyendo esto se me cae el alma a los pies. Vamos, que las palabras no tienen la menor importancia; y claro, me pregunto entonces, las palabras, el instrumento con el que nombramos el amor, las pasiones, los sentimientos, las emociones, si no sirven para ofrecer al otro nuestros pensamientos y anhelos, para qué coño servirán entonces.


¿Son las palabras y su significado tan delgados, tan carentes de entidad, tan frágiles? ¿Lo que dicen las palabras, qué duración han de tener, uno, dos días, acaso tres? Mi amiga demuestra poco respeto por las palabras.


¿Cómo habrán de servir las palabras al gozo y satisfacción personal, si significante y significado quedan descoyuntados en el encuentro, efímeros en su consistencia, carentes de consistencia? Que los bribones utilicen las palabras como herramienta de poder y engaño, es coherente tanto con la ignorancia de los que creen lo que se les dice como con la catadura moral de quienes enhebran el discurso directamente dirigido al engaño.

Ahora, tras una obligada escala en Doha (Qatar), volamos sobre el golfo Pérsico. El exterior es una esplendente masa de luz que obliga a entornar los ojos.

Concedamos credibilidad a las palabras, que no sea necesario rociarlas con ácido sulfúrico para saber su son de buena ley, si esconden la ponzoña de la mentira o la carga letal del menosprecio. Más, puestos a ejercer de artesanos (o de amantes, tanto monta en todo caso), artesanos más o menos hábiles de la palabra, puestos a hacer del lenguaje una fuente de gozo, que no de sombras, ¿cómo dejar de ser respetuoso con las palabras, cómo no mimar lo que es la fuente de nuestro placer?