Ejercicios de estilo

Taman Negara, 29 de mayo

Autocrítica: un divertimento.

El viajero se durmió. Hace un calor bochornoso, está frente a un ventilador de más de medio metro de diámetro puesto a la mayor velocidad y justo frente a sus narices, pero es lo mismo, el bochorno cae sobre el lugar como una pesada piedra de molino. Sobre su pecho ha quedado abierto el libro que lee. Lo recojo sigilosamente para no despertarle y leo el principio del párrafo donde él ha subrayado las dos primeras líneas. Escribe el señor Nerval: “Siguiendo el ejemplo de faquires y derviches, recorría el mundo, creyendo dar ejemplos de humildad y austeridad”; y yo, mirándole dormir y sentado cómodamente en la cama próxima, continúo: pero nada más fuera de la verdad, a juzgar por lo que poco a poco fui descubriendo de las escondidas intenciones de este viajero que más bien, lejos de la humildad, lo que hacía era rendir culto y pleitesía a una escondida necesidad de darse a conocer allá donde le cupiera en suerte encontrar las migajas del reconocimiento ajeno, especialmente, sea dicho de paso, si el reconocimiento venía de parte de la humanidad representada por el lado femenino de los posibles lectores, lo cual, a no más tardar, con el transcurrir de las semanas y según el decir de su exnovia, que lo venía persiguiendo via email desde la distancia, allá al otro lado del continente asiático, haciendo evidentes sus celos de hembra contrariada, debía constituir una notoria infracción de lo que vulgarmente se entiende debe ser la gratuidad de un relato dirigido a lectores ávidos de narraciones objetivas, cuasi notariales de lo que puede ser el roce con otras culturas y los hechos del viaje. Todo ello en cuanto a la mal entendida humildad que, bien a las claras queda, se trata simplemente de lucir las plumas para cazar ingenuas en trance de dejarse engañar por las falacias y las seducciones del susodicho viajero.
Y en cuanto a la austeridad decir que de austeridad naranjas de la China, que lo único que hay de cierto es que era un cantamañas, un trovador de pacotilla que entretenía el aburrimiento de su viaje con las cantinelas de cuatro o cinco lugares comunes sobre la vida y sus derivados; obviedades, lecciones como de quien tiene que impartir a los otros el modo o manera en cómo han de organizar sus vidas los habitantes de este planeta. Pongo pues en precedentes al lector sobre este falso derviche empeñado en el fondo del todo en cazar mariposas, sentirse admirado y, como no, ser perdonado de los numerosos pecados que su mente calenturienta, probablemente por efecto de los grandes calores tropicales, ha podido ir pergueñando a lo largo de estos tiempos de deambular por las tierras de siervos de Alá y de Gutama Buda. Y que quede claro, que si de admiración femenina se trata, mejor que mejor, que el susodicho pareciera que no habiendo visto hembra en su vida tuviera necesidad de agenciarse ahora, en las postrimerías de un tiempo, que debiendo considerarse más propio para la meditación y el recogimiento, tal como hacían los ancianos de la dinastía Tang que se proclamaban poetas y ejercían de eremitas cuando llegaban los años que preceden a la edad de la madurez, es decir aquella por la que anda este viajero; agenciarse ahora, decía, el reconocimiento femenino como medio para aliviar el peso del decurso del tiempo y así imitar de paso los usos de sabio Salomón a quien calentaban su cama de anciano jóvenes doncellas, a lo que su esposa Betsabé no sólo daba el beneplácito sino que coadyuvaba, más bien de motus propio con todos los medios a su disposición; cosa que en nuestra época pudiera parecer inconcebible y que en aquellos tiempos constituía un honor para la esposa, que demostraba así el amor a su marido. Y ya me veo yo aquí al viajero metiendo baza y diciendo que por qué no, que si tanto feminismo barato, que si patatín, que si patatán, etc.; en fin ese tipo de delicias con las que nos viene entreteniendo a menudo creyendo que todo el monte es orégano y que todos tienen el mismo chollo suyo de poder ir de aquí para allá sin dar palo al agua ni ganarse los garbanzos que debe de comerse al mediodía.

El viajero (que despierta en ese instante):
Alto, alto amigo, que se está usted pasando un pelín; vamos, digo yo, que me adormilo un poco frente al ventilador con un libro en la mano y viene usted, me usurpa el libro y se dedica a ponerme de vuelta y media. Mire, no, las cosas no son exactamente así. Pare usted el carro, amigo; y eso, pongamos los puntos donde hay que ponerlos.

El visitante:
¡Hombre! Muy buenas; le creía a usted dormido soñando con alguna hembra.

El viajero se incorpora, se restriega los ojos con las manos e intenta mirar la cara de su interlocutor, por ver si tiene aspecto de estarle tomando el pelo, o si por el contrario ha de recurrir a Descartes para convencer a esta aparición de alguna de esas evidencias de las que tanta mofa parece haber estado haciendo mientras él dormía. No está seguro, pero aún así no le da tiempo a abrir la boca, porque el otro se le adelanta.

Visitante:
Mire usted, ese tal Gérard de Nerval no le va a ir a usted muy bien; fíjese usted bien cómo empieza el párrafo siguiente a aquél en que usted se quedó sopa.

El viajero lee:
“Me detengo por miedo a desflorar el tema. Tan sólo quiero hacer notar aún, para demostrar que esta historia tiene seriedad...” (el viajero se queda pensativo. Mira el principio del párrafo anterior: “Siguiendo el ejemplo de faquires y derviches...” Sí, ahí se quedó dormido. Sin embargo eso de desflorar el tema le parece un modernismo hartamente fuera de lugar, aunque bien pudiera tratarse de un lapsus de la traductora, que estuviera pensando vaya usted a saber en qué cuando lo escribió.

La situación tiene harto parecido a aquella aparición que sufre el doctor Faustus en la novela de Thomas Mann, alguna propuesta indecorosa con la promesa de algún bien ultraterrenal, acaso el genio, la fama, el alumbramiento definitivo de alguna verdad. El viajero, que está en bolas, tiene un cierto fresco (la tarde ha caído, la temperatura se ha humanizado) y pide permiso a su visitante para desconectar el ventilador. El otro hace un gesto afirmativo con la cabeza. En ese momento el viajero recuerda una cita de Descartes que hace Marina: “Como un hombre que anda solo y en tinieblas me decidí a caminar con determinación; y de pronto, como si de golpe hubiera caído en un agua profunda, me encuentro perplejo, no puedo hacer pie en el fondo, ni nadar para sostenerme arriba; sin embargo me esforzaré y me mantendré en el camino en el que me he colocado”. Y es que al viajero las citas se le quedan bailando a veces en la cabeza a modo de tarantela o percha en que colgar alguno de sus porqués, y basta que algo las roce para que éstas despierten y digan su santo y seña.
Fuera hace una temperatura deliciosa, ambos salen al porche, en el aire está la algarabía de las ranas y las otras bestezuelas de la selva. Se conversa mejor en la intemperie.

El viajero:
Dejemos lo de desflorar, que es obvio debe de pertenecer a un argot que nada tiene que ver con nuestra tendencia a asignar al cincuenta por ciento de nuestras palabras con alguna connotación sexual. ¿Le parece a usted acaso que esta historia no tiene seriedad?

Ambos estan en un país es donde no es fácil encontrar una cerveza, por lo que deciden recurrir a un té con hielo. El viajero se muestra tan hospitalario y obsequioso que el otro parece tener dificultades para volver a utilizar el tono jocoso burlón con que había empezado a velar la siesta del viajero. Así que decide cambiar de tema y le hace observar la presencia de un pequeño gato blanco con manchas café con leche que anda en el fondo de la terraza merendándose unos gruesos insectos alados que merodean por el suelo. El viajero va a por la cámara fotográfica, pero cuando sale el gato ya no está. El tema de conversación parece que se hubiera alejado lo suficiente como para que no procediera retomarlo. El visitante, que es un hombre crítico, aunque con tendencia a buscar el ángulo jocoso de la realidad, terminado su té, y comprendiendo las necesidades de soledad del viajante, se despide. Ambos se dan la mano amistosamente. El viajero lo ve alejarse camino del muelle.
Cuando por la noche, ya en la cama de nuevo, el viajero eche un vistazo al día, volverá a encontrarse con la misma pregunta que le hiciera él a su inesperado visitante: ¿Le parece a usted acaso que esta historia no tiene suficiente seriedad? ¿Acaso todas esas evidencias que uno va haciendo suyas en la vida no terminarán tarde o temprano por encontrar otras evidencias que las sustituyan, otros matices? Y se responde a sí mismo: en eso estamos, es cosa de averiguarlo. Cuando una evidencia se gasta porque el roce con la realidad la ha deteriorado, es necesario encontrar otra, y otra, y otra. Lo que uno no puede hacer es quedarse con la evidencia con que le trajeron a uno al mundo. Eso no, por favor, se dice el viajero poco antes de dormirse.

Niebla

Taman Negara, 29 de mayo

La niebla bajó hoy casi hasta los límites del río, una masa blanca y lechosa que pesa ingrávida entre las copas de los árboles un poco más allá de la rápida corriente del río, marrón, densamente discurriendo entre las orillas. Unas nieblas llaman a otras. Los días de niebla son como el paisaje que debió de alumbrar el nacimiento del mundo, espesa consistencia de lo indeterminado, de lo aún no nacido, paisaje lunático por donde discurre la mañana a la espera de lo que sucederá. O acaso no, acaso sólo duerme el monte; el bosque se sumió en un sueño profundo y le cuesta despertar, abrir los párpados, hacerse a esta nueva realidad como consecuencia de la rotación de la Tierra; y entonces se cierra sobre sí mismo, aprieta sus párpados, se da la vuelta para el otro lado e intenta dormir de nuevo; oculta la selva a los indiscretos, disminuye la intensidad de las luces, litiga con el sol para que éste no intente abrirse paso en el enmarañamiento gris de la mañana.

Sí, y unas nieblas llaman a otras. Miro absorto el bosque desde mi ventana, entretenido en pensamientos que me llevan de aquí a allá del tiempo. Acaso el pasado otoño, en los hayedos del Pirineo o en la Laguna Negra, cuando marché a recolectar los colores de la época con mi cesta de hacer fotos. Unos recogían setas entonces, otros, como yo, sólo buscaban un poco de conversación con el bosque, llevarse a casa una buena provisión de belleza con la que adornar el invierno que se aproximaba.
Niebla, cierta sensación de principio de los tiempos, cuando sólo existía la voluntad de vivir y el frío era intenso y las inclemencias del tiempo obligaban a permanecer en la cueva junto al fuego siempre encendido. Días de sentarse sobre una piedra a contemplar las llamas, la vida; las lenguas de fuego, que diría mi amiga, como único testimonio de la existencia; épocas oscuras en que del hombre habría de mirar fijamente en el interior de las llamas durante horas para intentar arrancar al espíritu del fuego la razón de todo aquello: la cueva, la existencia, los animales, la grisura aterciopelada que perlaba el campo allí mismo, más allá de la hornacina de piedra en donde este hombre calentaba su mirada y sus manos. Absorto acaso, perplejo porque aún en su retina los árboles, el río, el otro, sus propias manos que veía ahí frente a las llamas, no habían terminado de adquirir significado; la vida de las personas recrean la historia de este hombre junto al fuego. Cuando el niño nace la indiferenciación se abre a sus sentidos con imágenes que todavía no tienen significado; habrá de pasar tiempo, habrá de ver dos objetos vivos que se mueven frente a él interrogadores, amorosos; vivir la cercanía de los pezones de la madre, sentir reiterativamente el tacto de una mano para que poco a poco se vaya añadiendo sentido a lo que tiene delante. Frente a la niebla uno siente el pálpito de algo primigenio que debe parecerse a esta sensación del hombre de la cueva que mira al fuego en un día de lluvia. Remontar la corriente de la historia de la humanidad para encontrarse con un ancestro que mira al fuego.
Día de niebla, de olivos allá por los alrededores de mi casa como sombras de fantasmas arrumbadas en los sótanos de un museo, viejos cuadros que pocas veces ven la luz; tristemente melancólicos, detenidos en su camino a la espera de que en algún momento el sol termine de abrirse camino en la masa porosa y liviana del cielo. Hoy, día de niebla en alguna parte del sureste asiático. Sólo unas pocas voces que llegan de lejos, algún motor fueraborda remontando el río, el canto de un pájaro buscando compañero a quien arrimarse; anhelo buscando anhelo; una motocicleta que pasa lejana.
Día de niebla. De cuando la montaña -ah, las montañas dormitando fuera del tiempo-, de cuando la montaña es toda melancolía, cadencias nacidas de las manos de Chopin en los altos de Valdemosa, música de Grieg surgida de la profundidad invernal de los fiordos noruegos, sonidos de lejanos ríos inventados por Sibelius para su patria de cuerdas y metales. Abrirse paso en la niebla y caminar durante horas siguiendo las trazas de un camino que cruza el Olimpo, el Pirineo Francés, la selva. Me pregunto: ¿Dará la vida para hacer algún día una cabaña en el bosque desde la que contemplar por las ventanas los hilachos entre las ramas, la azulina claridad allá junto al lago; para mirar la vida como dentro de una música en donde la naturaleza cante suavemente, polifónica, entrañable... sí, como aquel breve fragmento que despierta de una voz cristalina en alguna parte del Magnificat de Bach como delgado hilo de esperanza incontenible, de anhelo, de armonía con la creación entera?

Día de niebla. De cuando era niño y creía en Dios y no había más espacio entre mis pensamientos que unas pocas oraciones que de hinojos elevaba a una virgen de escayola vestida de saya blanca y azul. Niebla aquella que se pierde en el tiempo y que hoy paseo mirando desde la ventana de una casita verde frente al bosque de Taman Negara. Niebla: padre, madre, amante, esposa, hijos, mundo, naturaleza, anhelo, esperanza, canción de cuna, recogimiento, oración matinal. Niebla no más.

Mapa nuevo y escritura la misma

Taman Negara, 28 de mayo


De golpe he abierto el mapamundi y el planeta se ha hecho enorme; compruebo que en realidad me he movido por un exiguo espacio de terreno. El recorrido hecho es minúsculo. Pero no importa, dejemos África como está porque viéndolo ahí a diario lo mismo estimula mi imaginación y termino recorriéndola de arriba a abajo una vez me haya repuesto de esta impresión de inmensidad que me produce mirar tantos países juntos. De momento ahí está la propuesta de Sri Lanka esperándome; después un largo recorrido por la India con mi amiga con nombre de flor, y ya en los principios del verano, el extremo sur del continente africano con Victoria; y más allá todavía, una incógnita a la largo por resolver, porque podría darse que llegara el otoño y mi cuerpo pidiera seguir pateando el mundo, pese a que mi hija -la Gorda, para la familia- eche unas lagrimitas porque ella quiere ver a su papi antes de que los proyectos que a éste se le ocurren sigan hinchándose como un enorme forúnculo que no tuviera espacio más que para sí mismo. Padre degenerado, diría ella; y mi hijo mayor, er Guille que le decía de peque, le contestará que apañada iba, que le había tocado a esa padre y que ya era tarde de cambiar de padre; sí, que mi hija, si fuera posible, lo mismo le daba la ventolera y se iba al registro civil para que le cambiara de progenitor. Sólo una broma, que ya ha prometido, ya que yo no voy a la montaña, tráermela ella a domicilio; ya me está proponiendo, que si llega el caso de tanta demora viajera, nos veamos en algún país del Magreb o donde se tercie, allá por Navidad, por ejemplo.

En el Photoshop he recortado el mapa a la altura de Mali, por el oeste, que aunque eso no signifique gran cosa porque antes ya lo tenía reducido a algunas islas del Pacífico, deja ahí un precedente; que igual que se le ha ocurrido a mi amiga con nombre de flor acompañarme por el subcontinente índico, qué se yo, recibo una oferta, digamos para atravesar el Sahara en moto o en un todoterreno, o hacer la ruta entre el desierto de Kalahari y las remotas fuentes del Nilo. Todo es posible. Va a depender no sólo de mi ánimo sino de mi hija, de que no le dé por echar excesivamente de menos a su papi; o de Victoria, que se canse de arrear ella sola con la casa; o de mi novia, que se reforme y se convierta en tan buena persona como para que realmente sienta necesidad de volver a su lado. En fin, tantas cosas. También está mi padre, el pobre, que hace ya dos meses que no le veo; o tantos amigos o amigas de viajes urbanos con los que también gusto de compartir aficiones, paseos a la sierra, conciertos, etc.; y por supuesto de los dos perrazos de casa, la viejita Andy (Andy porque iba a ser perro y mi hijo era un enamorado de Andy Warhol cuando la adoptamos. Luego fue perra, pero cualquiera le cambiaba el nombre, Guille que a la sazón (jeje) por entonces andaba por Cork, en Irlanda, se nos habría puesto de uñas si no le dejamos ese nombre) y el bobalicón de Curri, una mezcla de pastor alemán y mastín que ha quedado reflejado en una curiosa característica biológica: una de sus orejas es de mastín, siempre lacia sobre su cara, y la otra de pastor alemán enhiesta y vigilante a cualquier ruido proveniente de fuera de la parcela.

Bueno, estaba con el mapa, lo tengo aquí debajo, junto al bloc de notas; cortemos al oeste por Malí donde ya estuvimos hace un par de años, allá por la remota Tombuctu por donde dobla el Níger como arco de ballesta, que diría don Manuel de su caro río Duero; al norte por Egipto, que hay por ahí un trenecillo casi legendario que atraviesa Sudán hasta cerca de las fuentes del Nilo, y que puede ser una tentación; por el este no hay dudas, porque eso ya es para otro viaje, sería demasiado volver a las islas Molucas o a la tierra de los papúas; y en fin por el sur no hay dudas, la línea roza el cabo de Buena Esperanza, la ciudad de Johannesburgo, el lugar donde aterrizaré a principios de verano. Así que de momento ya tengo el mapa a punto; voy a darle a cortar y lo coloco en seguida. Está bien de vez en cuando tener un mapa enfrente, aventa la imaginación y las ganas de volar.

El mapa está, pues; ahora otro asunto: que ya mismo salgo del Pacífico (¿o lo hice antes?, que no sé a ciencia cierta donde termina éste y empieza el Índico, como tampoco sé si la línea del ecuador está por debajo o por encima de mi latitud) y el título del blog puede no corresponderse ya con los derroteros que está tomando esto. Otro más: estoy leyendo Las hijas del fuego, de Gérard de Nerval (gracias por el regalo) y allí mismo me he encontrado con el interrogante no resuelto de si se debe o no servir la salsa y el pescado en fuentes aparte o no; es decir, las descripciones y accidentes del viaje por una parte y las consideraciones que nada, o casi nada, tienen que ver con él, por otra. Pero no sé, es difícil quitarse de encima esa manía de los paréntesis, las ocurrencias repentinas, una inesperada intuición que te lleva a otra parte...; y que conste que no soy el único, que ya el señor Enmanuel Kant, el filósofo que nunca viajó, pero que tanto sabía, ya era conocido por la necesidad de tener que utilizar para leerle los dedos de los dos manos a modo de señalizador con que servirse en el enmarañamiento de los incisos que surcaban su escritura, a fin de no perder el hilo del discurso. Paréntesis por otra parte que no son otra cosa que la fiel reproducción del modo en cómo el pensamiento se comporta, que no es éste de los que andan en línea recta entre un punto y otro, pues no hay pensamiento que se precie que no vaya distrayendo su atención con los accidentes del camino; sí, echando una ojeada a las chicas bonitas que se encuentra, parándose de vez en cuando a tomar un refrigerio, etc. Vamos, que seguiré a mi bola tirando por donde me pille, que esto de no tener que rendir cuentas a nadie, tanto si se trata de escribir como de tirar para la India o de alcanzar la Ruta de la Seda y recalar en Mongolia, tiene sus ventajas. No cobro un duro por tanto trabajo que me tomo, pero me divierto, y acaso entretengo de paso a algún lector ocasional.

Así que seguimos como estamos, mapa nuevo, pero escritura la misma o parecida.

Retratos

Taman Negara National Park, 28 de mayo

Para mi suegra Mary


La había mirado yo por el rabillo del ojo, con su carita arrugada y su mirada bonancible; le había visto asomarse a la ventana del autobús estacionado frente al restaurante, comiendo de su hatillo, arroz y dos muslos de pollo. La fotografié de lejos asomada a la ventana, y un rato después, cuando volví de merodear por los alrededores en busca de algún motivo para mi cámara, me la encontré de pies apostada en el fuste de la columna del porche. Llevaba la cabeza cubierta con un largo pañuelo bordado de arabescos. La placidez de su mirada me cautivó. Terminé acercándome a ella y, con mi mejor y más tierna sonrisa, le pedí permiso para retratarla. Asintió en seguida, y rápidamente empezó a quitarse el pañuelo de la cabeza y a arreglarse el cabello; no, no, please, le decía yo con las manos. Llegué a enmarcar el rostro en el hueco oscuro de la puerta del restaurante. Este fue el resultado:

Unas horas después, cuando el autobús volvió a detenerse, la vi levantarse de los asientos traseros, coger cuidadosamente su equipaje y encaminarse hacia la puerta de salida. Cuando pasaba por mi lado, me tomó el brazo, me un apretoncito y sonrió cordialmente inclinando levemente la cabeza a modo de despedida.
¿No sabes, Mary? De eso hace unas semanas y todavía me dura el calor de aquella mano sobre mi brazo, la tierna mirada que me regaló aquella anciana. Me sentí arropado con su mirada de la misma manera que puede sentirse un niño de teta en los brazos de su madre. ¡Qué seres tan curiosos somos!, ¿verdad?
El otro retrato está sacado en el Barrio Chino de Surabaya, al este de la isla de Java, esa isla donde los libros de aventuras situaban a nlos piratas tocados de pañuelo negro con la calavera y las dos tibias cruzadas. Había terminado yo de dar una larga vuelta por el mercado, haciendo mi buena colección de retratos (ya sabes tú cuánto me gusta fotografiar a la gente... también vestida, sí, que no siempre va a ser llevar el frontón de nuestra biblioteca con hombres y mujeres en cueros), cuando algo me llamó la antención en el interior de un patio, justo al lado del templo budista en donde minutos antes había estado conversando con el cuidador. Total, que pasé al interior del patio (no veas tú la cara que le echo a veces al asunto, parece menbtira que un tímido como yo haya aprendido la frescura de meterse por todos los lados a fisgar y a fotografiar lo que de fotografiable encuentre), pasé y pedí permiso para fotografiar cualquier tonteria, porque lo que realmente buscaba era similar a lo que hacen los pescadores cuando largan el sedal al ríoññ, esperar a que algo interesante pique; y efectivamente, tras fotografiar una planta y un cuadro anodino que yacía sobre una de las paredes, me vi rodeado por una numerosa familia de cuyo conjunto yo seleccioné en seguida el rostro de esta anciana sobre ese fondo clarito que le venía que ni pintado a esos ojos brillantes y vivos que me miraban fijamente al otro lado del teleobjetivo.

¿Sabes, Mary?, cuando hago retratos casi nunca tengo tiempo de mirar a los ojos de mi retratado, sólo los uso para enfocar, todo transcurre muy rápidamente, el enfoque, medir la luz de la cara, intentar un encuadre adecuado, desplazarme para que el fondo se adecue a la toma que hago; tantas cosas que no me da tiempo a ver más. Sin embargo en esta ocasión sí, en esta ocasión el brillo de aquellos ojos, las arrugas surcando aquel rostro apacible, su mirar tranquilo, casi agradecido a este extranjero estrábico con cara de despistado que le pedía que levantara la cabeza; lo pude ver con toda claridad en las breves fracciones de segundo que precedieron al momento en que el espejo de mi cámara reflex se levanta para dejar constancia del momento. Toda la familia estaba alrededor. A todos ellos fotografié. Estaban contentos por aquella inesperada visita del fotógrafo extranjero. Seguro que si me quedo un poco más, me invitan a comer.
Y es que la gente aquí es maja; muchas veces te encuentras con miradas en la calle que encontrándose un instante con la tuya no salen en absoluto huyendo como espantadas de haber sido sorprendidas in fraganti; no, en absoluto, las miradas de ven en cuando se rozan y, antes de huir en busca de otro objeto de interés, esbozan una ancha sonrisa de reconocimiento. Por un momento has existido en el otro, la retina del otro y su cerebro han respondido con ese grato recibimiento: bienvenido, nice to meet you. Joder (perdón, Mary), no te imaginas lo agradable que es llegar al final del día con tal montonera de sonrisas en tu haber: mujeres, hombres, jóvenes, niños... Jo, y no como le pasaba a mi suegro, tu Víctor, ¿recuerdas?, que se ponía de uñas cuando un hombre te miraba más de la cuenta en el metro o el autobús.
Somos seres sociales, ¿no?; pues a mirar que la vida es corta. Y si además de mirar, porque nos gusta la gente, aquel a quien miramos, ahí es na, con quien se encuentra nuestra mirada, nos sonríe, le sonreírnos, ya tenemos un trozo de felicidad para merendarnos al final del día, cuando hagamos balance de las dichas que hemos recolectado a lo largo del día.
Bueno, Mary, que a ver si te haces con un aparato de estos con Internet para ti sola, que ya ves que hoy es el único modo de saber unos de otros cuando estamos lejos.

Bueno, Mary, que a ver si te haces con un aparato de estos con Internet para ti sola, que ya ves que hoy es el único modo de saber unos de otros cuando estamos lejos. Si te apetece puedes mandarme unas líneas de saludo. Solo tienes que picar con el ratón, ahí abajo, donde pone comentario. Me gustará encontrarte en estas páginas

Un beso, y que te siga yendo bonito.



Ser masa

Taman Negara National Park, 27 de mayo

No madrugué mucho; me retuvo cierta mirada sorprendida que me observaba en el filo del alba; tuve que dar cuenta de ella por escrito y eso retrasó mi partida. La niebla se había esfumado y un sol libero como de invierno, se abría paso en la espesura del bosque. Sudaba, topé con un gran lagarto, pasé junto a enormes árboles que hincaban sus uñas en el suelo extendiendo sus grandes brazos alrededor como quien anhelante de vivir construye cimientos sólidos, largos como tentáculos de monstruos marinos de leyenda dispuesto a vivir durante cuatro siglos. La selva se hizo oscura, en algunos rincones un verde brillante adornaba las enormes hojas de una planta con la que siempre me tropiezo, casi un metro de verdor que compartían con pequeños helechos en una de las clapas que se abrían junto al río; el bosque se hizo silencioso y el sudor se dejaba correr por mi cuerpo como si estuviera caminando bajo la lluvia. Calor húmedo y pastoso que en un rato convertirá mi cuerpo y mi ropa en acre mixtura de olores profundos, olores hijos del esfuerzo y del tesón. También el placer de sudar, de mi respiración forzada, del bombeo del corazón que se adapta a las escarpadas pendientes de estas montañas cuyos habitantes, de grandes copas, de enorme cuerpo, de sólidas raíces parecen habitar las laderas desde el principio de los tiempos; lo dicen sus troncos herrumbosos, cárdenos a veces, profundamente tallados transversalmente con la gracia de las formas del oleaje y adornados todos ellos con extraños jeroglíficos, líneas ocres y delgadas de aspecto arbitrario que trepan su tronco como si fueran venas a punto de reventar. Esos caminos que hacen las terminas para subir y bajar por el tronco, sustraídas en sus túneles así a la mirada de los pájaros devoradores de insectos. De vez en cuando la pedagogía ambiental ha clavado en sus maderas un pequeño cartel amarillo que indica el nombre de un árbol, de una planta. Me rindo ante la exuberancia de la diversidad y las limitaciones de mi memoria. Soy incapaz de retener más allá de unos pocos nombres que olvidaré dentro de un rato. Para mí todos son matapalos, árboles de grandes y nervudos pies.

El camino, embarrado por la lluvia de la noche anterior, pide atención parea no dar con el trasero en el suelo; las raíces, sobresaliendo en la tierra, ofrecen peldaños para los pies; algunas lianas sirven de pasamanos en las pendientes; mas mariposas, como pétalos revueltos por una ventolera sin control, forman pequeños enjambres que cruzan el espacio del camino. Soledad y silencio, comunicación entre el alma del bosque y el viajero. Todavía un rato, sólo un rato.

Media hora después, sobre un montículo, me cruzo con un pequeño grupo; minutos más tarde con otro mayor; al cabo del rato una chorrera de gente mata, aniquila el silencio del bosque; lo reduce a cenizas; ya no hay selva, silencio, diálogo con el entorno,; el vidrio de la mañana cayó al suelo hecho añicos. La masa invadió la jungla.


Ser masa, desaparecer en el estómago de la ballena de Jonás y no volver a ver el mar, los elegantes peces, el brillo de sus escamas, el escarceo de sus juegos; ya sólo está el griterío de la masa, las risas de las adolescentes, las bromas de los niños. Ser masa, espíritu gregario, comunidad viajera en fin; de la mano, para no perderse. El camino, un largo trail que recorre el parque, esconocido por la diversidad de las aves que se observan en él. Usted cree que si yo fuera ave, pájaro, gavilán, iba a resistir este griterio: pies pa qué os quiero; toda la comunidad salvaje del lugar no ha tenido más remedio que salir espantada. Ser masa, Dios; ser llevado de aquí para allá del mundo, de las salas de los museos, tras un paraguas rojo o amarillo en la plaza de San Marcos de Venecia, en la Torre Eiffel; ser masa acribillando a la Gioconda a flashes (prohibidos) para dejar testimonio de la presencia. Ser masa es más económico, más seguro... la masa nunca puede perderse en la selva.


Pero la masa diluye, espanta a los gnomos del bosque, ahuyenta los matices y los colores delicados, las luces y las sombras, el remoto canto de un pájaro; el misterio que esconden como tesoro inapreciable sólo es para los amantes constantes, sin prisas, para los amantes de manos acariciadoras, de mirada curiosa que investiga los rincones, las pelambreras de la vegetación junto al camino; para los amantes constantes y respetuosos. Cultura de masas; la masa como un ente, un exotérico y ruidoso organismo que tanto puede aclamar un gol como seguir los dictados de un partido o congregación.

Ser masa, feligresía: horror; pidamos a la virgen que nos libre del espíritu gregario que habita en alguna parte de nuestra masa gris, que nos alivie de su presión, que nos permita contemplar, acaso en apacible compañía los rincones del planeta. Joder, si al menos fueran un poco más silenciosos, más comedidos.

Me di una carrera, sudé como y pollo, sobrepasé a un centenar de personas, subí una cuesta, bajé, crucé un arroyo; y así, poco a poco fui perdiendo el contacto con la masa cuyo punto de destino era un embarcadero que yo ya había dejado atrás. Estaba a salvo.

Caminar, caminar media hora más y después de nuevo el silencio y los pájaro. A partir de aquí estaré solo el resto del día; sólo al final de la tarde, ya de regreso me encontraré con otro caminante solitario como yo. Decenas de pájaros desconocidos para mí, me acompañarán en el camino. Mi cámara fotográfica descansa discretamente; pasó por tantos rincones como primorosos jardines, por tantos bosques, que ya todo esto se le hizo familiar, dejó de ser extraordinario para ella. Ya lo decía también Pessoa; después de matar uno o dos tigres la aventura ha desaparecido. Pobre Pessoa que apenas se movió de Lisboa en toda su vida. ¿Qué sabría él de aventuras y de tigres? Aunque sí, sí sabía; de la aventura del intelecto, de las emociones, del cultivo de las sensaciones, esas cosas para las cuales no es necesario moverse de casa, todo eso para lo único que es necesario es tener desarrollada la sensibilidad y la atención.


¡Coño!, iba a guardar esto y me echo mano a la pierna y me encuentro un bicho largo paseando en mi pierna como si fuera un anemómetro en día de viento, pegada su cabeza a mi carne; e intento quitármelo y se me pega a la mano y no puedo deshacerme de él. Date, alguna extraña sangüijuela, me digo, esas que tanto repelús me dan, que nunca sé si, por motivos de salud, uno debe arrancar así a la brava. Me la arranco al final, la tiro. También hay mosquitos; no tengo más remedio que sacar el pringue del repelente, un producto eficaz pero untuoso y desagradable; ya hacía tiempo que me estaban picoteando las canillas. Y recuerdo aquella vez en un parque nacional al norte de Puerto Mont, en Chile; aquellos bichos negros, sanguijuelas, que se nos habían agarrado a las piernas a montones y que no sabíamos qué hacer con ellos; babosas diminutas agarradas sólidamente a nuestros tobillos.


Y después de tres horas de camino alcanzo una bifurcación. A la derecha un destino imposible, se me haría de noche por el camino; estoy muy cansado, me falta entrenamiento; a la izquierda Bukit Indah, que no sé qué es, imagino algún lugar particular, una techumbre para guarecerse; el camino se separa del río. Decido tomar el camino de la izquierda. Y cien metros más allá, un aviso en inglés: “Attention climber, you are at your risk”. Ah, magnífico; usted subirá bajo su propia responsabilidad (no faltaría más); riesgos, cerdas; el camino se pone en seguida de patas, estoy en mi terreno. Un abrupto espolón de rocas remonta la pendiente; me elevo despacio, observando cuidadosamente el vacío que se va abriendo a mis pies; el sudor se me mete en los ojos; utilizo el dedo índice de limpiaparabrisas, me paro, contemplo el río rumoroso a mis pies, entre las copas de los árboles; atravieso una arista de rocas, unas gruesas cuerdas ayudan a superar la travesía con tranquilidad. Cantos de pñájaros, rumor de agua, silencio. Llego a la cumbre: Bukit Indah, 122 metros; la montaña más baja que he subido nunca, un dato para el libro de los records. Pero es hermosa, un prominente peñasco, como la proa de un barco, que se asoma sobre las lomas, el río, la apretada vegetación que todo lo cubre y que hasta ahora me había impedido ver por donde caminaba.


La masa desapareció hace un par de horas. Estoy admirativamente solo. Me gusta. Ahora descansaré un rato, comeré alguna cosa y después reemprenderé el camino de vuelta a la caída del sol; con las manos en los bolsillos, resucitando alguna historia, recordando a mi novia que ayer estaba triste y celosa, pero que ya empezaba a recuperarse un poco, pensando en cómo nos va a ir a mi amiga con nombre de flor y a mí en este mes que entra; recordando que pronto será el cumpleaños de Mario y Lucía y no podré celebrarlo con ellos; preocupado por que Victoria no se agobie en exceso; pensando también en ese principio de verano en que recorreremos el sur del continente africano juntos. En fin, saboreando la satisfacción de no volver a encontrarme con esa ruidosa masa que recorre el mundo como si del caballo de Atila se tratara.


Mirar

Taman Negara National Park, 27 de mayo

Hoy fue la mirada que me miraba, la mirada indiscreta tras la cortina, más allá de la ventana asomando sus ojos por el borde superior del alféizar. Llegué a tiempo, su mirada será ahora permanente, rescató mi cuerpo, los sustrajo a mi sentido de la propiedad y ahora puede mirar cuanto quiera sin que yo esté presente. Sin embargo yo me quedé con su mirada absorta, con su mirada inquisitiva, expectante, la mirada que mira la vida tratando de hacerse cuerpo en otra, comprenderla, meter las manos en la arcilla húmeda, no para crear nada con ella, no, sólo para sentir el calor húmedo que nace de las entrañas de la tierra, en lo profundo de otro cuerpo. Amanecía sobre mi desvelo que esperaba paciente esa lechosa luminosidad con que el día iba hoy a levantarse sobre la línea de los altos arboles, una débil línea de niebla rasante que se mantenía sobre sus copas como humo de cocina de carbón, de invierno, sobre los tejados adormecidos de una lejana Asturias; amanecía también con la escandalera de los pájaros, los mismo de ayer, ahora intentando atravesar el cristal de mi ventana en donde ellos, probablemente, sólo descubrían el reflejo de su propio cuerpo, su antifaz -una especie de lavandera curiosa de nuestras tierras, ese ave de un salto inquieto siempre metido en el cuerpo como si tuviera encima el baile san Vito- Lechosa mañana, decía, esperando a que el despertador marcara la hora fijada para levantarme, porque hoy era día de caminar en la espesa selva del Taman Negara, que se demoraba largamente porque aquí, en estas latitudes, amanece lento, se demora la mañana interminablemente como si realmente se hubiera olvidado de que al fin tendrá que hacer acto de presencia, amanecer; ensimismada como está en los bucles y guedejas de niebla con que el bosque ha despertado, ahora todavía una niebla más espesa, más intemporal, pone en entredicho la posibilidad de que el día vaya a amanecer hoy.

No era necesariamente su mirada, pero alguien me miraba. Yo estaba boca abajo, dormitando, atento a mis sensaciones (cuidemos nuestras sensaciones; ya lo saben que lo decía Pessoa, cientos de veces lo dije y lo seguiré diciendo), lo sentía a mis espaldas, esos ojos abiertos, deseosos del ejercicio de mirar. Debe de ser eso; todo está en el cerebro y no sabemos muy bien los gustos ni los caminos del cerebro y confundimos lo tangible, lo que se toca con las manos, como prueba de verdad, cuando al cerebro le puede traer al fresco el cuerpo presente, la corporeidad tangible y cierta, porque él alimenta su alma de maneras complejas y sofisticadas. No necesita darse un atracón de lentejas con chorizo para saciar su apetito, no. Y era su mirada hoy la que hacía saltar los resorte de mi excitación; su mirada allá a la espalda, la certeza de que sabía que yo lo sabía que ella estaba mirando, aunque yo me comportara como si no fuera así. Complicados circunloquios, eufemismos para eludir la realidad, el alma; del placer de mirar y ser mirado. Arduos trabajos de investigación algún día llevarán a la conclusión de estas fuerzas poderosas a las que hoy hacemos dormitar como pájaro de mal agüero dentro de nuestro interior, no vaya a ser que puestos de manifiestos éstos nos tomen por un bicho raro cuando nosotros no queremos destacar, no queremos ser diferentes... es decir, queremos vivir, pero a la vez que nos dejen en paz.
Su mirada tras mi espalda, descubierta en un instante de ese lechoso amanecer que empezaba a tomar al asalto mi solitaria habitación de viajero; un momento en que por demás mi cuerpo astral había empezado a tomar posesión de otra mañana y otras circunstancias en las que mis manos empezaron a llenarse de la masa con la que crear un objeto artístico, bello, agradable al tacto, a la vista; su mirada, esos ojos abiertos como platos que yo sentía tras de mí, que imaginaba, porque es mi mirar de niño, mi mirar desasosegado, mi mirar necesitado del estímulo de un escenario, de unos actores; quizás descubrir qué hay tras los maullidos sin llegar a verlo porque la mirada necesariamente no es un hecho fáctico sino un algo intencional. No quiero llegar a ningún sitio, no quiero terminar mi ascensión ni llegar a ninguna meta, quiero disfrutar del camino, de la tensión, de la expectativa; quiero arroparme en la incertidumbre de lo que está pasando más allá, quiero oír, y quiero mirar pero sólo un poco, que únicamente me sea accesible la sugerencia, la posibilidad de lo que está sucediendo al otro lado, la llamada esa que ha de ponerse en comunicación cifrada con una parte de mi organismo hasta despertarlo, incitarlo hasta la crispación; sistema nervioso alborotado, como azuzado por los alfileres de placeres incongruentes, llamadas de la selva misteriosa, gritos de vida. Atisbar, imaginar, y ya en el umbral avanzado del día que comienza, por fin, mirar... y ver... y sentir cómo el río Ebro se desborda y anega la tierra próxima, en silencio, envolviendo acaso entre el repicar de las campanas de El Pilar sus suspiros, la conclusión de este amanecer humedecido por la mirada, tu mirada, mi mirada buscando el color de tus ojos tras mi espalda.
Mirar y ser mirado. Ejercicio pleno que nuestros hábitos obstaculizan, olas y espuma, mar encerrado en la prisión de nuestro susto. Mirar y ser mirado; no tocar, demorar el instante, el arte de la contención en la música, esa fuerza, como una corriente salvaje (una vez más), retenida en los límites de nuestro deseo. Y continuar mirándose y dejar que el cuerpo siga respirando, bombeando el corazón, latiendo hasta la última célula de nuestro organismo, sediento él de la única cosa posible a la que le es dado aspirar, vivir. Vivir y caminar por los aledaños en donde la vida se reproduce, se crea. Gozar de la brisa que corre junto a ese precipicio que necesariamente había de ser sugerente, de una fuerza arroyadora, para así propiciar el encuentro. Encuentro multiforme, palpitante en cuyo interior late el deseo, la mirada escrutadora, la mirada nerviosa y excitada.
Consideraciones para un trabajo de corsetería si se quiere, el erotismo al alcance de todos los bolsillos. Limpieza de ojos, limpieza de oídos, abandono en el impreciso mundo de las nieblas y los amaneceres en donde cazar fantasmas y habérselas con las diabluras de nuestro sabio instinto constituye una posibilidad tras la que hay que ir. Lo de siempre, dar tiempo al tiempo, despertar al alba y escucharse, escuchar la llamada de la selva, la llamada de la vida, saber de los ojos que nos están mirando; mirar a su vez. Mirar, ver, mirar.
Inútil e incongruente discurso para aquellos que no gustan mirar. Me prometo en otro día seguir otra línea argumental de la mirada, que ya me sugirió días atrás mi amiga desconocida. Por cierto ¿estás ahí? Ya, ya sé que no era tu propuesta de mirada, pero no importa, ya habrá otro día para otras miradas. La de hoy sabía a fresa y chocolate, era dulce como la miel, y se invitó sola sin que yo la llamara. Fue mi cómplice matinal.

Ventanas

Taman Najara National Park, 26 de mayo

Mi habitación tiene un gran ventanal que da efectivamente a la selva; y en la pared de la derecha una ventana más reducida que se asoma al río que nos separa del parque. Me desperté y no tardé en darme cuenta de que hoy iba a ser uno de esos días en que es necesario pararse del todo. ¡Cuánto echo de menos esos días, esas horas, en que, resistiendo la inercia de salir corriendo para ver mundo me quedo quieto, despatarrao sobre la cama contemplando el tránsito de las nubes! Ver el movimiento de las nubes, mirar lo que tenga la gracia de atravesar frente a mi esa mañana; pensamientos livianos, recuerdos como hortalizas brotando en la perezosa calina matinal de la hora; nada que hacer, mirar el balanceo de las elegantes ramas de las palmeras que crecen frente a mi ventana. Una ventana, no muy diferente a aquella junto a la que suelo despertarme en mi casa, siempre el campo tendido frente a ella, más allá de los árboles, la superficie dorada en esta época de la cebada, quizás balanceándose como las olas del mar con la brisa mañanera. Ventanas para ver y mirar, ventanas para contemplar la vida y los pájaros, un poco antes de venirme un petirrojo que venía cada mañana a darme los buenos días y a agradecerme el pienso que yo ponía en un platito para él; ventanas, una realidad y una metáfora; ese cuento de Tagore en donde un niño pasa sus días asomado a ella, esa por la que mira un viejo de muchos años las aguas del río que van a la mar, esa por la que desde el tren vemos transcurrir los arrozales o desfilar la tormenta de brillantes relámpagos; el otro día, desde el avión, la pequeñez del hombre allá abajo, hoy, lo grande de nuestro espacio vital, la maravillosa complejidad de un ser vivo pensante, el excelente panorama que esta complejidad pone frente a nuestras expectativas y nuestro gozo.

Pero también es una experiencia una habitación sin ventana, opresiva en un principio, pero incitadora después; ¿no era Castilla del Pino quien pasaba algunos fines de semana confinado en un sótano (al modo de Harry Landom en aquella película de los años veinte (ah, mi memoria...) donde éste, aislado con su libro, revive su sueño amoroso), el señor Del Pino dando forma a sus intuiciones, buscando el silencio amigo para encontrar en él alguna verdad entreverada en los estratos del pensamiento? En Kuala Lumpur pedí la primera habitación que quedara libre con ventana, pero después dejé pasar el asunto, descubrí que aquel paralepípedo de paredes blancas, austero como una celda de monasterio, favorecía mi capacidad de concentración; nada podía distraer mi atención, el ronroneo suave del aire acondicionado era la única presencia notoria en el entorno; lo que significa que mi propia película era con mucho el único sujeto de aquella estancia. Vivir la propia película tiene cierta semejanza con esas mañanas en que mi cuerpo se convierte en deliciosa y estimulante compañía, cuando aislados ambos nos dedicamos el uno al otro como dos amantes que no tuvieran prisas y demoraran interminablemente el uno junto al otro entrañablemente activos, amorosamente encontrados. Y viene al caso citar a Rof Carballo aunque sea trayéndole a contrapelo, porque le leí el otro día y hacía una observación interesante que conviene recordar (constantemente hay que recordarse las cosas uno... constantemente); la cita es de un libro titulado Violencia y Ternura. Dice en él que la prisa se opone a la ternura. No hay ternura apresurada. La ternura entrega el control del tiempo a la propia manifestación del sentimiento. Yo diría mejor que la ternura lo que hace es disolver el tiempo, pararlo, el tiempo no existe. Amaneció, ronronea el ventilador, se mueven las hojas de las palmeras, el cielo ahora es débilmente azul, la naturaleza se manifiesta, pero no hay tránsito, el instante es el mismo, el de hace un rato cuando imaginaba mis manos y mis labios ocupados en los rezos matinales, en algún paisaje de dunas temblorosas llenas de sueño.
Y sigo. Con o son ventanas, la demora, la desnudez del campo y la mía, el piar de los pájaros, el chirrido continuo de la selva. Parar, no moverse, aprovechar el instante, prolongarlo, sentarse en el centro de uno mismo y mirar. Intensamente. Mirar. Oír. El tiempo no existe. Cuando mi cuerpo sea asaltado por otra necesidad más imperiosa, desayunar por ejemplo, ya se alzará, buscará esa mezcla en polvo de tres en uno, café, leche y azúcar, lo verterá en un vaso con agua, lo agitará, sacará unas pastas y se las desayunará. Mientras tanto pura meditación zen, asomarme al hueco de la ventana, cruzarme de brazos, poner mi cuerpo en situación de recibir aquello que ha de venir; solo, sin ser forzado, con la misma aleatoriedad con que cruza de un extremo a otro de mi ventana unas nubes blancas.
Y mañana será otro día. Mañana habré de atenerme al dicho kurdo: “If waters stands motionless in a pool it grows stale and muddy, but when it moves and flows it becomes clear”. Tampoco es conveniente que se estanque el agua, el agua se hace clara con el movimiento; también eso es verdad. Por eso mañana tendré que mover el culo y ponerme en movimiento. Como en la música que decía ayer de Rubistein, sonido y silencio, pausas en el camino. Leí una vez que en Ram, la película de Akira Kurosawa, el elemento central de la banda sonora era el silencio. Todavía estoy esperando verla por segunda vez para conocer en qué consiste eso, porque no lo entiendo, aunque la idea me resulta muy sugerente: la quietud dentro del movimiento, el silencio dentro de la música, la luz que llega a uno en el interior de una habitación sin ventanas...

Mi amiga con nombre de flor

Taman Negara National Park, 26 de mayo

Es relativo eso de que para viajar necesite uno desplazarse de un lado para otro; quizás el viaje no sea en ocasiones más que una disculpa, un medio para hacer otros viajes quizás más interesantes. En mi caso particular así es; el viaje me provoca, me sugiere, me estimula, y mi organismo, ahí en medio, reacciona de modos diferentes, convierte los kilómetros en interrogantes y sugerencias que a su vez se transforman en destinos y trayectos inesperados. El caso de última hora es significativo, y como consecuencia de él puede resultar otra manera añadida de entender el hecho de viajar.
Si uno se abandona en los brazos de su propio organismo y deja trajinar a éste con lo que le venga de la inspiración del momento, puede obtener como resultado gratas sorpresas. Así, de momento, como consecuencia de un encuentro totalmente casual en el ciberespacio, conocí hace unas semanas a una mujer que no tardó mucho en convertirse en autora de un intenso e interesante intercambio epistolar sobre el puñado de inquietudes que afloran por aquí y por allá en este blog. Ella tiene el nombre de la flor a la que los enamorados arrancan sus pétalos, como si de un oráculo a Cupido se tratara, salmodiando mientras lo hacen aquello de: elle m’aime, elle ne m’aime pas, elle m’aime, elle ne m’aime pas. Tiene nombre de flor y una capacidad de determinación que ya la quisiera yo para mí. Sin comerlo ni beberlo, de un día para otro, sin una palabra de inglés en su haber y cargada de compromisos laborales, después de que le hiciera una invitación genérica de pasar unos días juntos en la India, decide que sí, que deja todo y se viene un mes a hacer compañía a un desconocido viajero del que sólo sabe conoce algo a través de las breves parrafadas de un blog. Chapeau por mi nueva amiga y por un servidor que va a gozar la compañía de una mujer interesante y decidida durante el próximo mes de junio. No se decide todos los días un viaje alrededor de medio mundo (Madrid, Londres, Bombay, Colombo) para encontrarse uno en la tierra de nadie de un conocimiento por venir.
Vaya, y por ahí iba el tema de hoy, que vamos a pasar del viaje cibernético al viaje físico y fáctico; y más todavía, a la aventura del encuentro, otro viaje más. A este viajero que lleva más de dos meses de camino solitario le va a venir de perlas la nueva compañía femenina; espero que sea el mismo caso de ella. Además, una ventaja añadida, es médico, lo cual no está mal para un caso de emergencia. Me prometo hacer buenas migas con ella y compartir los azares siempre inciertos de las calles de la India (mi India, la que desde muy joven aprendí a amar, la que recorrí hace más de un cuarto de siglo con la emoción desbordándome todos los sentidos. Entonces, cuando hube de guardar mi cámara durante una semana porque lo que veía no cabía en aquel cuerpo negro que yo llevaba colgado del cuello como un viajero de postín, porque me sentía incapaz de disparar contra aquella realidad que me golpeaba hasta lo más hondo). De momento lo único que la he pedido es que mantengamos a raya las expectativas y que, el viaje nuevo que vamos a comenzar -conocer a una persona es siempre por fuerza la posibilidad de un viaje significativo-, en el que vamos a compartir techo, conversación y largos días de ir de aquí para allá, lo hagamos paso a paso, con sosiego.
Ahora será un viaje más dentro del viaje; más instrumentos para la partitura, mayores posibilidades de armonías. Ella hablaba el otro día de Rubinstein a quien a la pregunta de en qué se diferenciaba su música de la de otros músicos, contestaba que su música era igual que la de ellos, que en lo único en lo que se diferenciaba realmente era en las pausas; ah, las pausas, decía. Blanco y negro, luces y sombras (la esposa de Elías Canetti, preguntada sobre la personalidad de su marido, decía precisamente de él que donde hay mucha luz necesariamente tiene que haber muchas sombras), música y silencio; por ahí empiezo a ver yo esta nueva fase del viaje cuando me encuentre el dos de junio con mi nueva amiga en el aeropuerto de Colombo, en Sri Lanka. Leí casi todo Canetti hace más de veinte años, me gustaba de él la sobriedad y la capacidad para analizar y alumbrar sentimientos sutiles; tenía aspecto de patriarca, un judío de la vera del Danubio que era capaz de moverse por una veintena de lenguas diferentes. Sin embargo no habría sido capaz de convivir con él; y la afirmación de su esposa ya lo pone sobre aviso. Me fascina el mundo íntimo de la construcción de una convivencia.
¿No produce cierto asombro estas posibilidades que puede dispensar el ciberespacio? El otro día me dejó un comentario en el blog una mujer que parece tiene mermada la capacidad de movimiento. Entendí que ella utilizaba en consecuencia otros recursos para pasearse por el mundo; en su caso el ordenador; elogiaba mis fotografías; se lo agradecí. Por fuerza Internet tiene que introducir variables importantes en el modo en cómo se producen y llevan a cabo las relaciones, valga decir en los viajes nuevos que podemos emprender; si se quiere y entendido estos como un modo nuevo de conocer otras realidades y personas. Yo a veces pienso que una de las razones por las que me va a dar pena morirme va a ser por esa cantidad tan grande de nuevas posibilidades que voy a dejar de experimentar. Aspiro a morirme sin temor, apaciblemente, lo cual me parecería uno de los mayores éxitos de la vida, pero mientras tanto, dichoso si puedo seguir teniendo acceso a este tipo de viajes, de inquietudes, a esta música vital en donde tanto han de caber los silencios como un trepidante andamiaje de semifusas.

Ideas y creencias

Kuala Lumpur – Taman Negara National Park, 25 de mayo

Mi trabajo de viajero ayer durante todo el día, fue patear el centro de Kuala Lumpur de un lado para otro: una frustrada vista a la National Art Gallery, que se encontraba cerrada por reforma, una visita al entorno de las Petronas Towers -los edificios más altos del mundo-, un paseo al final de la tarde por la siempre atractiva y colorista Chinatown (no, no parece faltar el Barrio Chino en ninguna gran ciudad de Oriente). Me había metido en un cíber y, cuando salí una hora después, me sorprendió el bullicio, la actividad, las luces; un gentío había tomado las calles produciendo una agradable sensación de fiesta; la impresión de que toda la población se había echado a la vía pública para disfrutar de la suavidad de la temperatura tras un día abrasador. De entre los farolillos y escaparates y anuncios iluminados, sobre los tejados, destacaban las líneas atrevidas de los rascacielos y la torre de la televisión. Aproveché para hacer una larga serie de tomas nocturnas. Sentado en un banco de piedra, junto a un jardín, volví a revivir la imagen de mis impresiones bajo las Petronas Towers. Viendo aquella inmensidad desde abajo, el pensamiento recurrente que me ocupaba era aquellas escenas escalofriantes de hombres y mujeres tirándose al vacío desde las Torres Gemelas de Nueva York, aquel famoso día once. De golpe, en un día corriente de tu vida tener que decidir de inmediato entre morir calcinado o hacer un vuelo mortal de cientos de metros. Un día cualquiera en que inesperadamente te encuentras delante esas dos únicas opciones. Esto se acabó. Ciao! Escalofriante; aunque debería no serlo, cientos de personas se mueren cada minuto, cientos nacen... y la vida continúa. Sin embargo... ¿No sirven esta clase de reflexiones para ajustar un poco más nuestras percepciones?

¿Y quien tiene razón, mi amigo, al que me refería en mi último post, y que aspiraba a una vida con perfiles de fiesta y al que, según decía, no aportaba absolutamente nada las contrariedades de la vida, o yo, que abogaba por lo contrario? ¿Cuáles son las evidencias sobre las que él y yo construimos nuestras intuiciones sobre lo que debe o no debe de ser la vida? Si la vida ha de consistir en pasárselo bien, en reír a pierna suelta, en alcanzar el Paraíso, o caso en.... etc., etc.?

Su evidencia y la mía tienen que habérselas con la realidad, con lo que en el fondo nos importa más, para poder afirmar la bondad o no del argumento. Construimos nuestras vidas sobre esto o lo otro. ¿Cómo sabremos que lo estamos haciendo medianamente bien, que no nos están vendiendo la moto, el Paraíso católico, el kharma hindú, el consumo como una herramienta útil pero a la vez una trampa que convierte la vida en un laborar sin límites? ¿No se presenta en “los momentos de la verdad” (fallecimientos, enfermedades, momentos críticos, días de iluminación personal, de gracia, algún tipo de evidencia en nosotros que nos habla no ya de las coplas de Jorge Manrique sino de la necesidad de valorar más adecuadamente en qué empleamos nuestras fuerzas, a qué santos encomendamos nuestros rezos? ¿Cuál es nuestra moral? ¿Cómo se forjaron nuestras creencias y nuestras convenciones más corrientes?
Nuestras “oraciones” se dirigen a dioses diferentes en función del área cultural en que hemos nacido; aunque la globalización vaya minimizando estas cosas es obvio que construimos una moral, una teología, un carrasposo chovinismo, una xenofobia, en función de la carga que nuestro organismo ha soportado desde la infancia (esa tan frecuente mala educación recibida, que decía un corresponsal el otro día). Un niño de preescolar que desayuna frente al televisor durante años, termina inoculando los mensajes que éste le dicta directa o subliminalmente; y de modo parecido sucede con toda esa enorme carga que después llamaremos creencias, moral, deberes, filosofía de la vida. La hija de mi amigo cumplió dieciocho años y no tiene especial interés por ningún trabajo o materia de estudio, lo que ella quiere es ganar mucho dinero, esa son sus palabras. ¿Qué trayecto ha hecho esa idea para llegar a donde está? Sería interesante seguirle la pista y comprobar de qué está hecho ese deseo. ¿Qué estímulos acumulados han hecho posible que una adolescente llegue a esas conclusiones, tan distintas por otra parte de la de otros jóvenes que aspiran, por ejemplo, a partirse el espinazo acaso en alguna lejana ONG?

Quien dice un área cultural dice una familia, un barrio... Sin embargo el proceso de concienciación, el ejercicio de contrastar realidades diferentes termina en muchos casos por abrirse paso de alguna manera, y la puesta a punto del sentido crítico nos puede colocar frente a las puertas de otros planteamientos. Pero se necesitan fuerzas, determinación, de alguna manera hay que litigar con los criterios establecidos, con las convenciones corrientes que el tiempo ha ido santificando como verdades asiomáticas, que sólo son una defensa contra esa fuerza latente en toda vida de encontrar nuevos caminos; las evidencias de entonces dan paso a otras evidencias; las evidencias se van sustituyendo unas a otras a lo largo de la historia y la vida. La evidencia de que el Sol da vueltas alrededor de la Tierra, la de que nacimos de la luminosa idea de un alfarero tras siete días de intenso trabajo, dieron lugar con el tiempo a otras evidencias.
La sociedad necesita atar fuerte su continuidad y defiende su terreno creando una moral, algo que se nos impone como si hubiéramos nacido con ello. Nuestra sociedad para seguir su ritmo de crecimiento necesita tener buenos consumidores; también necesita obedientes ciudadanos no muy dados a caer en la tentación de pensar por sí mismos; necesita, al menos, guardar las formas y determinar las áreas de poder e influencia (el dinero, quien manda, quien obedece, el alma, la supuesta supremacía del hombre sobre la mujer, etc.) enseñando a cada uno sus límites y sus obligaciones; y para ello no inventó nada mejor que hacer de cada uno de nosotros unos buenos ciudadanos que sean capaces de esperar, llegado el caso, a las cuatro de la mañana frente al semáforo en rojo, a que éste cambie a verde aunque no haya un alma en kilómetros a la redonda. Primero de todo obediencia, y después obediencia al destino para dar continuidad al proyecto; esas mozas de las que hablaba Unamuno en sus libros de viajes, que con el cántaro en la cabeza no les cabía otra cosa que el trayecto entre el pozo y la casa, porque las cosas venían dadas así.
Pero sin llegar a esos casos extremos, ¿en dónde está la diferencia entre mi amigo y yo para que nuestras actitudes ante la vida sean tan diferentes en lo que concierne al dolor, para que ambos vivamos la realidad de un modo tan diverso? Nuestro modo de pensar y sentir está mucho más marcado por nuestra experiencia y la manera intensa como la vivimos, que por nuestras consideraciones teóricas, que a veces son sólo una sombra de una realidad mucho más compleja que subyace por debajo de nuestras argumentaciones. Por nuestra experiencia y por el caso que la hacemos, porque, lo he dicho muchas veces, hay gente a quienes las experiencias no les aprovecha, siguen pensando un día sí y otro también que acumular pasta es el no va más de la vida (un ejemplo, claro); si por lo menos se la pudieran gastar en la otra vida, una especie de tarjeta de crédito de la que ir tirando sobre el montante acumulado en la primera vida, todavía todavía, pero así... maldita la gracia.

El que seamos objeto de necesidades cuya intensidad ignoramos, esa necesidad, acaso, de gozar del reconocimiento de los otros, la necesidad de formar parte de una comunidad, la de seguridad... mediatizan nuestra concepción de la realidad. Una persona débil e insegura debe construir un castillo a su alrededor para protegerse de los lobos reales o imaginarios; los nacionalismos, los amores patrióticos responden también a una necesidad de buscar guarecerse de la intemperie en compañía de los otros.
También mediatiza nuestra relación con la realidad la idea que tenemos de la felicidad, que no se sabe muy bien en qué consiste, y que nos obliga a tirar por la calle de en medio sin la certeza de que esa sea la ruta correcta, la verdadera felicidad que nuestro instinto pide; confundimos las risas, el “pasarlo bien” con algo que es de mayor calado; una situación en donde incluso podemos no reconocer el sello de esa felicidad que viene porque no tuvimos tiempo para sentir o escuchar.
¿Por qué no volcaremos toda nuestra energía en averiguar todo aquello que concierne precisamente a ese encontrarse bien dentro de la propia piel? Tantos trabajos, tantas ocupaciones y compromisos y nos cuesta encontrar ratos para eso, para tratar de ver por donde anda el camino.
Sí, claro, las contradicciones propias de la vida. Trabajamos ni se sabe, nos empeñamos hasta las cejas profesionalmente y junto a ello también queremos tener una vida afectiva intensa, vivir de cerca el crecimiento de los hijos, cultivar las amistades, salir de paseo a la Pedriza, a callejear, a oír música... ¿y qué más? Y como todo no puede ser quien tiene las de perder a la larga es el espacio no laboral. No es de extrañar que con tanto laborar muchas veces sólo queden ganas de derrumbarse en el sofá frente a cualquier cosa que estén pasando en la televisión. Por cierto que era curioso ver estos días atrás en el último hotel que me hospedé un nutrido grupo de jóvenes occidentales perdidos en la pantalla del salón común durante la mayor parte del día.
Para mí que tanta actividad -lo que significa carencia de tiempo libre- lo que hace es obligarnos a improvisar; no teniendo tiempo para pensar y reflexionar sobre tantas realidades, improvisamos de mala manera una filosofía de la vida de la misma manera que nos metemos en una hipoteca que se demorará hasta los años de jubilación en un apresurada determinación. Y después el uso y abuso de esa improvisación será el que marque a la larga nuestra relación con la realidad.
Taman Negara, a doscientos kilómetros al noreste de Kuala Lumpur, es mi próximo destino; uno de los más bellos rincones de esta parte de Asia: selvas, ríos, montañas, un paisaje apenas tocado por el hombre, celosamente guardado por los responsable de este país.
The flooting restaurant donde ceno, en las aguas ya del río que nos separa del Parque Nacional, sufre el impacto repentino de un numeroso grupo de hindúes y el suelo se balancea como para que el té que tengo sobre la mesa se vaya al suelo. Un agradable espacio al final de otro día de viaje. Hace calor, llueve, los sonidos de la selva comparten estridentes con el fragor del agua el ámbito de la noche.

La desgracia como fuelle de nuestro fuego interior

Surabaya – Kuala Lumpur, 23 de mayo

Recibo un carta de un amigo que pasa por el trance de una grave enfermedad de un familiar muy cercano: ...”De todo esto no sé que saldrá pero para mí todo es innecesario. No me enriquece como dices tú. Son mejores las buenas cosas, la alegría, la salud, las risas. El decir que esto me va a aportar algo es una necedad, solo llena el alma de tristeza.”

Querido X:
Tus cortas líneas me sugieren un puñado de cosas. Es una mañana tranquila de espera en el aeropuerto (el vuelo entre Java y Kuala Lumpur) y no acierto a hacer otra cosa que ir de aquí para allá con el pensamiento, así que voy a intentar escribirte unas líneas.
No me sucede a mí como dices tú, que más bien creo que todo lo que vivo, incluidas las desgracias, engrosan mi yo y enseñan a mi organismo el camino de alguna “verdad”. Yo estoy convencido de que todas las situaciones difíciles que he vivido han contribuido a mi enriquecimiento interior; una parte importante de lo que soy creo que se lo debo precisamente a esas dificultades por las que he tenido que atravesar. Por supuesto que lo que sí sería estúpido es confundir el argumento y de motus propio llegarse el cuerpo o el alma de desgracias; otra cosa muy diferente es cómo afrontamos lo irremediable, y cómo como consecuencia de ello nuestro espíritu se acerca a los asuntos y cometidos más importantes de la vida.
Me llama la atención la radicalidad con la que afirmas que esas situaciones difíciles son siempre negativas. Yo estoy convencido de que no es así; quítale si quieres el término enriquecedor que yo empleaba en mi carta y que implica una connotación un tanto confusa cuando hablamos precisamente de una enfermedad grave, y mira la realidad de cada día, y apuesto a que tú no eres el mismo, ni ves exactamente la realidad ahora de la misma manera que la veías antes de la enfermedad de tu hermano. Es inevitable que de la reflexión sobre la enfermedad, la muerte, cualquier reto que hayamos tenido que superar, uno mire a la vida de otra manera. Yo me llevo las manos a la cabeza cuando encuentro que gente que ha tenido que enterrar a seres queridos no es capaz de sacar aprendizajes de ello y siguen empeñando su vida en paparruchas de hacer dinero (es un ejemplo) o metidos en una frenética actividad que les impide dedicar tiempo a los suyos, que llama la atención que no aprendan a poner a la cabeza de sus prioridades y energías otros temas: afecto, amor, amistad, la giogia da vivere (que no está precisamente donde generalmente se la busca. Ya sabes, el eterno tema de nuestras discusiones, las tuyas y las mías, la felicidad y sus compañeros de viaje).
Soy ateo, pero tengo sin embargo mis personales dioses a los que sí dedico tiempo y esfuerzo: esas pequeñas verdades que he ido aprendiendo a lo largo de la vida, y que en muchas ocasiones me han sido enseñadas por situaciones muy difíciles. Yo creo haberme hecho adulto en el momento en que la primera mujer que conocí, mi amante y amiga Nena, murió mientras ambos escalábamos un pico de los Alpes.
Y más, esto de moverme por el mundo, y ver, y mirar, que lo único que hace es confirmarme en todo esto que digo. Hace días cambié el rumbo de mi viaje empujado por las ganas de volver a visitar la India. Mis dos viajes a este país han sido siempre una fuente de enseñanzas; la primera vez, en el año ochenta y cuatro, pasé días merodeando por los graderíos de Varanasi compartiendo el espacio con cremaciones en la calle, mendigos, sadhus y viejos que pasaban el día meditando junto a las aguas del Ganges. Yo no te sabría decir exactamente qué aprendí entonces, pero está ahí y la enseñanza es consistente. Si preguntáramos a mi hijo Mario, que pasó también algunas semanas en Calcuta en la institución de la Madre Teresa cuidando enfermos terminales, creo que te diría algo parecido a lo que te digo yo. Los aprendizajes significativos de la vida se nutren con frecuencia en las cercanías de las enfermedades y la muerte.
Es obvio que no vamos a ir a buscar las desgracias (hasta ahí podríamos llegar...), pero ya en ello es importante tener en cuenta aquella argumentación de Ciorán de que todo lo que no termina destruyéndonos nos enriquece, que deberíamos utilizar las desgracias como fuelle de nuestro propio fuego interior. Si quieres hasta puedo decirte que es una cuestión práctica, porque dado, además, que ni el enfermo va a curar, ni el muerto a resucitar, vas vale intentar entrar en la dinámica de estos planteamientos, que al menos nos dejan por delante el consuelo de nuestra experiencia y el conocimiento de que hay cosas en la vida que no merecen la pena, mientras que otras requieren el empleo de todas nuestras energías. Estas cosas activan nuestra capacidad de supervivencia, es en esa lucha que nuestro organismo, si ha sido capaz de enfrentar la situación, sin duda sale robustecido. La terrible lucha personal con que se enfrenta el corredor de maratones es un ejemplo cercano de estas cosas. Un maratón requiere un largo entrenamiento, como la vida mismo si se quiere hacer de ésta un arte; y el día de la prueba es un día de grandes dosis esfuerzo, capacidad de sufrimiento, de superación de uno mismo; después del kilómetro treinta uno piensa muchas veces que no va a llegar, que no superará el sufrimiento requerido, y sin embargo poco a poco el kilómetro cuarenta y dos se va acercando, penosamente, despacio... hasta ese instante en que la meta aparece en las cercanías del desvanecimiento. Seguirán días de reposo en que el organismo se irá recuperando lentamente. Como uno se recupera del fallecimiento de un ser querido, lentamente, incluso amorosamente. El otro día te hablaba de la muerte de mi madre, fue así, una recuperación amorosa, un reencuentro con ella en otra dimensión. Y la vida continuó. Y lo que sucedió a mis hijos, a mí, a Victoria, fue igualmente hermoso: la convivencia con la enfermedad y con mi madre en aquellos meses, ya te lo dije, fue uno de los momentos más importantes e intensos de nuestras vidas.
Volar alto para ver las cosas de la vida en perspectiva, no vaya a ser que la espesura de la vegetación del bosque en donde nos movemos no nos deje ver el bosque propiamente dicho. A veces volar es fantástico; abajo la inmensidad azul sobre la que flotan lábiles nubes blancas; arriba el otro azul igualmente profundo; tanto valdría si voláramos boca abajo, el punto de fuga estaría igualmente en esa línea algodonosa y clara en la que mar y cielo se funden. En un momento el avión se inclina y aparecemos casi de bruces colgados de los vellones claros de las nubes asomados sobre la estela de algún barco que transita por el océano intemporal donde miles de hombres y mujeres juntos apenas serían una pequeña mancha. Cabría hablar de nuestra pequeñez, de la humildad necesaria para entender, para asimilar estas cosas; de lo necesario que es llevarse bien con todos estos fantasmas que no visitan y que nos advierten que mañana o pasado mañana vamos a dejar de existir.
En fin, tus líneas me sugirieron todas estas reflexiones que comenzaron en el aeropuerto y continuaron en un corto vuelo al norte de Java con destino Kuala Lumpur. El viaje se acaba en unos minutos. También esta carta.
Un abrazo y el deseo todo mejore tras los días de hospital.

Estar en porretas

Surabayan, 22 de mayo

El otro día, agobiado porque Internet llevaba una semana sin funcionar en esta isla, terminé mandando todo el material a casa para que desde allí lo colocaran en el blog. Ayer, después de dos semanas, pude por fin mirar el blog; y revisándolo me encontré con tres o cuatro fotografías de desnudos míos que no era mi intención colocar. Pese a que este tipo de fotografías son un trabajo que aprecio mucho, tanto cuerpos masculinos como femeninos, los suprimí. En realidad fue un error subirlas, porque fueron enviadas a casa con otro propósito, el de compartir unas buenas fotografías que todos apreciamos allí. De todos modos, en esas estamos todavía, con los pies de plomo y dando el gusto a la moral constituida, no vaya a ser que a alguien le parezca mal. Y habrá que decir de paso que qué pena ser tan comedido, ¿no? Los cuerpos de hombres y mujeres, la cosa más bella que uno puede encontrar sobre el planeta... tan mediatizada siempre por la pudibunda moral, esa que nadie sabe ni quien ni cómo la parieron pero a la ­que todos obedecemos sumisamente como si se tratara de una verdad incontrovertible. Y si no observemos esa manía de los “civilizadores” de toda laya para los que la manía persecutoria por vestir “decentemente” a los indígenas de estas tierras desde que Magallanes pisara estas islas del Pacífico, constituyó una de sus primeras obsesiones. Con el calor del carajo que hace aquí... ¿para qué coño necesitaban los pantalones? También los misioneros y sus correligionarios eran víctimas de una moral transmitida cuya razón de existir se pierde en el tiempo.

Hasta donde puede llevarse esta labor represora lo podemos encontrar todavía en muchos países islámicos, ese shador de los extremistas, esos horribles sacos con un pequeño agujero a la altura de los ojos cubierto de una tupida red que ni siquiera permite atisbar los ojos de la mujer que habita bajo la armadura. O las cholas de los países andinos, con sus numerosas faldas a modo de miriñaque cubriendo el sancta santorum y todos sus aledaños; lo que debe convertir las relaciones sexuales, dicho sea de paso (con perdón), en un duro ejercicio de espeleología; una de esas faldas que usaba la abuela de Óscar, el protagonista de El tambor de Hojalata, de Hunter Grass; el lugar donde pasó largas horas de su infancia antes de que le cayera el tambor en las manos.

Y todo ello pese a lo bien que se está en pelotas. Y más aquí que el calor aprieta. Esta mañana me crucé con un muchachote, uniformado y con corbata que no levantaba dos palmos del suelo; iba más serio que todas las cosas, parecía todo un señor. Verbo parecer. Atavíos para la distinción, atavíos para dejar bien claro a la clase que uno pertenece, atavíos no más, caretas.

¿Y por qué no orgullo, ese que me contaba días atrás, René, el viajero holandés, con que los papúes de Nueva Guinea exhiben sus genitales bellamente decorados? En algunas comunidades de papúes es un orgullo para el hombre lucir el pene; por supuesto un orgullo que nada que tiene que ver con ese gesto hortera con que algunos “machos” de nuestro país vienen a decir algo así como que me tocas los huevos... Oh, qué mundo tan complicado; esos adjetivos o sustantivos: pudibundo, hortera, pornografía, exhibicionismo, guarro, baboso (J), patético, puta... Un bonito ejemplo de nuestra incapacidad para vivir la sexualidad y la percepción de la desnudez con un poco de salero, con un tanto de normalidad.

Miren, por ejemplo, el aplomo con que este personaje de la mitología hindú exhibe sus genitales; tiene cierta cara de bruto, pero sin duda está muy orgulloso de lo que lleva entre las piernas... y no sólo eso, algo más sabio todavía: se ríe de la muerte, alivia su calor tomándose su traguito de cerveza en el cuenco de la calavera de algún infeliz. La fotografía de más abajo (lo siento, no se pudo cargar), tomada en un museo de Yakarta, también es un ejemplo de cómo unas culturas y otras tratan a la misma cosa. Este enorme pene, que medía aproximadamente un metro, pertenecía a un templo hindú del sur de la India. El hinduismo es más agradecido que el catolicismo en estas cosas; mientras los segundos lo exilian, lo esconden, lo anatemizan, los primeros lo reverencian; el lingan recibe ofrendas florales en pequeños templos de piedra. Desconozco los pormenores pero en las dos ocasiones que penetré en pequeños templos aislados del sur de la India, me encontré una mujer postrada depositando caléndulas a sus pies; un intenso olor a sándalo y a flores inundaba el interior. ¿Qué oscuras instancias trabajan en la formación de los preceptos morales para que en unas y otras culturas haya una disparidad tan grande en torno a cómo se perciben los órganos genitales, o incluso las relaciones sexuales?

Y todo ello sin hablar de las bondades del hecho mismo de estar en porretas, una de las cosas más saludables que uno puede experimentar, especialmente si el día es de calor, si uno tiene a mano una buena hamaca, la arena de la playa, el agua del mar... en fin para qué extenderse. Escribí tener a mano, sí, tener a mano todo tu cuerpo, también eso es bonito. Y por supuesto jugar con él; no faltaría más.

Sólo le encuentro una pega a la desnudez habitual, y es el hecho de saltarse a la torera los vericuetos que el erotismo ha ido inventando a lo largo de los siglos, ese sofisticado arte del acercamiento, el ritual de desvestirse o ser desvestido. Aunque, claro está, puesto a hacer las cosas bien, también cabe vestirse para luego volver a desvestirse, o ser desvestido, un ritual que bien merece la pena celebrar por mucho que a uno le guste estar en bolas.

Noche de mucho muchísimo calor en el jardín interior de un hotel de Surabayan. Sí, y hoy, además de los grillos, maullidos; esta vez de gatos auténticos, un gato y una gata que andan de juerga nocturna en un rincón del jardín, pasándoselo de pm, como dice mi hijo Guille.

Espero que los gatos me dejen dormir. Buenas noches.

Que nos dejen en paz



Surabayan, 22 de mayo

Hace días escribí un post titulado A mi amiga desconocida, que era la contestación a un correo, efectivamente, de una amiga a la que no conozco, de la que no sé en que parte del planeta vive y a la que me une unas pocas líneas que hemos cruzado a raíz de haber encontrado ella casualmente este blog primaveral. Después de escrito el post decidí no incluirlo aquí porque me pareció que me repetía. Eso fue hace una semana. Hoy, mi amiga desconocida contesta a mi correo con un cariñoso: querido amigo lejano, en el que vuelve a abundar en los temas precedentes. Y leyéndola me pregunto si no habré hecho mal en no haber incluido aquel post aquí; en definitiva hay temas que están tan presente en nuestro interior, nos afectan tanto, que es inevitable volver una y otra vez sobre ellos para en el mirarlos y en el darles la vuelta intentar seguir aclarándonos; que de eso trata una parte importante de la vida. Como en definitiva todas estas palabras, que ya dan para llenar un libro, no van a ninguna parte, sólo tienen los destinatarios que puedan estar interesados en lo que en ellas se dice, me inclino por no sólo incluir aquel post (Mi amiga desconocida I) que deseché en un primer momento, sino que además añadiré la última carta de mi amiga junto a las respuesta que la siguieron (A mi amiga desconocida II).

Ayer miré las estadísticas del Google y me sorprendió encontrarme con un número de visitas que se acerca a las setecientas durante este último mes. Quizás sea un dato suficiente para confirmar la línea en que estoy trabajando, la posibilidad de seguir abundando en esos temas que van apareciendo últimamente en estas páginas.

A MI AMIGA DESCONOCIDA I

Ella se llama X y apareció por el blog a partir de un post que titulé Gatos; ahora ya hace algunas semanas que charlamos de vez en cuando. Al principio descubrimos que los dos fuimos maestros y que ambos coincidíamos en el gusto por los gatos/as de dos piernas. Hay temas comunes que empezamos a compartir. Hace unos días me llegó una carta suya, de la que incluyo parte más abajo. Me satisface este intercambio epistolar, otro aspecto más del viaje que permite compaginar la escalada de los volcanes o las marchas por las selvas con este otro tipo de viaje interior en torno a la realidades cotidianas que a todos nos ocupan. Incluyo en primer lugar sus líneas:

Estimado Alberto, desde que sigo tu blog hay dos temas que están rebotando en mi cabeza. En primer lugar lo de experimentar el mundo, obviamente mi propio mundo. Crecí y fui educada con mandatos algo rígidos provenientes de mi origen sajón. Mi padre me ha educado de manera que ni él hoy predica, pero, como has dicho alguna vez, uno se pasa la vida tratando de sacarse esos mandatos de encima. Quizás el tiempo ha hecho que mejore o me libere en parte pero dudo que pueda cambiar mi esencia. El sentido de la responsabilidad, el deber y el hacerme cargo pueden minimizarse pero jamás van a poder desaparecer para dar lugar absoluto al placer y al deseo.

Quizás te haya encontrado buscándome a mi misma y a mi propia libertad. Es curioso cómo leyendo tus líneas encuentro semejanzas y a la vez diferencias extremas. Lo que más me llamó la atención de este encuentro cibernético, sin duda no casual, fue que respondí tu correo antes de leer tu blog, y cuando accedí al texto correspondiente a ese día descubrí que sin querer, o queriendo, hablabas de mi o al menos mencionabas mis líneas. Lo más llamativo fue que buscando más sobre ti descubrí que habías titulado tu blog anterior “Apuntes de otoño” y yo sin saberlo acababa de titular mi correo “Tardes de otoño”; de ahí pasé a leer “Tiempo para quererse” y nuevamente me sentí parte de tu historia sin siquiera conocerte. Y me pregunté cómo era posible tanta coincidencia. Hace días que sigo meditando al respecto porque en parte de tu relato reconocés haber sido parco con tus expresiones de afecto y aquí es donde me siento en la vereda de enfrente, porque siempre he tratado de expresar y gritar mis sentimientos aún cuando no fueron correspondidos, porque considero que el querer y amar no debe ocultarse. Si alguna vez mis relaciones con el sexo opuesto han fracasado fue por el mismo motivo al que hacés hincapié: tardaron demasiado en expresar que me amaban. Y este es el segundo tema que desvela mis sueños porque no puedo comprender cómo es posible amar y luego dejar de hacerlo. Si alguna vez amé con locura, del mismo modo deje de hacerlo. ¿Cómo el maltrato o el descuido puede desvanecer tal sentimiento? Y recuerdo unos versos de Bécquer que leí en plena adolescencia ... ”Los suspiros son aire y van al aire, las lágrimas son agua y van al mar. Dime mujer cuando el amor se olvida… ¿Sabes tu a dónde va? Poema al cuál no le he encontrado respuesta aún, porque he amado con devoción absoluta y he dejado de amar del mismo modo.

...

Desde aquí muy lejos pero a la vez muy cerca, te mando un afectuoso saludo. Espero sigamos en contacto

Estimada X:

Cuando salí de Madrid, llevaba ya nueve meses de inactividad laboral que a la postre se convirtieron en realidad en meses de una actividad a veces febril, a partir del momento en que me propuse escribir una especie de tetralogía estacional; es decir sustituí una labor por otra. Terminé el invierno con mi tercera entrega, un momento en que en realidad no tenía ningunas ganas de viajar. Fue una decisión fría la de emprender este viaje. El asunto era poner al organismo en condiciones de recibir estímulos, una manera de forzarle a salir de sí mismo y seguir interesándole acaso por los mismos temas, la vida; quizás también el deseo de aprender sobre mí mismo y el mundo; algo que a veces se presenta como un trabajo duro, pero que como todo trabajo creativo tiene sus compensaciones.

¿Qué sucederá cuando la primavera (en el Pacífico) termine? No lo sé; lo que sí sé es que a veces no soy yo quien dirige el proyecto, sino que es el proyecto que me lleva a mí; y no tengo las cosas claras, porque llevo ya muchos días en que, curiosamente, no son muchos los ratos que tengo libres. Y es que la posibilidad de crear algo, de sacar partido al día, está continuamente ahí, a la vuelta a la esquina. Dos ejemplos. Ayer fue día de ocio, todo del día de viaje; me propuse hacer nada, mirar tan sólo tras la ventanilla del minibús; pues bien, ¿querrás creer que no pude resistir el empuje de la escritura? Una letra ilegible, pero de la que salió ya el último post. El siguiente: salí después de desayunar; como Internet en Java central apenas funciona, me llevó tres horas; fui a dar una vuelta; y en seguida me topé con la calle, con la gente, con unos murales, con montones de rostros que, además, se dejan retratar amablemente. Llamo a un grupo de chicos, se acercan, los coloco frente a un hermoso tronco milenario; charlo con unos adolescentes, les fotografío, etc.; llené la memoria de mi cámara con bellas tomas. A continuación buscar por Wonosobo, a base de señas, porque de inglés nada, los servicios de un motero que me lleve a donde quiero ir mañana y además que me sea a las cuatro y media de la mañana porque yo quiero ver amanecer desde los labios de otro volcán (una excentricidad por la que me toca litigar con frecuencia en mi viaje). Y llego al hotel; y ordenar y clasificar las fotos, que me lleva otro rato. Y estudio un rato un librito que me acompaña, A short history of Asia, y entonces abro tu correo que venía en la memoria y de nuevo me encuentro con material como para llenar otras cuantas páginas, materia de reflexión que me interesa y que ahora encuentro no en el viaje sino en tus líneas. Y el día tiene veinticuatro horas... ¿Quién dice que esto es tiempo de ocio?

Mi impresión primera cuando empecé a contestar tu carta estaba relacionada precisamente con esa sensación frecuente de que el día se acaba cuando todavía te queda un puñado de cosas por hacer. A veces es inevitable que esto no traiga una pizca desasosiego. Y junto a ello los temas en sí, que no dejan de presentarse frente a nosotros con su cara interrogadora, vestidos también de cierta inquietud: esas dos cuestiones que planteas: destino y amor, a la que yo sumo ahora el tiempo. Demasiadas cosas para el momento previo al sueño, quizás. Trato de contestarte, lo que también significa intentar aclararme yo mismo. Una amiga, amante de la lectura de Musil, me cita con frecuencia la observación de éste de que en definitiva todo el género humano sería susceptible de circunscribirse a ocho o nuevo tipo de personas y realidades. Probablemente las personas en el fondo no seamos tan distintas unas de otras. A poco que uno empiece a charlar con alguien en seguida los temas vitales se disparan. Ahí los tenemos: nuestra relación con la realidad, el amor, la muerte, la necedad del otro, la soledad… Y frente a ellos, cómo nosotros y nuestro organismo se expresa; cómo mi realidad, mi experiencia respecto a estos temas se encuentra con tu realidad y tu experiencia, con la experiencia de cualquier otra persona.

Querría compartir contigo algo de ese tema que en este momento me resulta tan preciado, y del que ya hablaba aquí el otro día, ese de experimentar el mundo y la realidad. Planteas algo que hoy me parece de una necesidad improrrogable (Paréntesis: llueve, olor a tierra mojada mezclado con un perfume que me recuerda la madera de sándalo. Es un placer de no poca altura oír esta música de fondo a la que acompaña una ligera brisa que entra por mi ventana y llega hasta mi cuerpo desnudo; otra extravagancia a disfrutar cada vez que el calor lo permite); necesidad inaplazable para experimentar en los años de madurez. Te leo, ¿sabes?, y me produce cierta consternación esa idea de que no podamos cambiar algo que está en nuestro deseo cambiar; me refiero a ese imponderable tan común de encontrarse uno tan tan condicionado que no tengamos fuerza para salir de ese círculo de tiza; los tabúes que nos apresan, la religión que nos acorrala, las convenciones que nos aprietan, la familia, el marido o la esposa que... Es algo que cuando me cae cerca, alguien que pueda conocer, me llega a poner en extremo nervioso; conozco a alguna persona de gran valía cuyo pesimismo llega al extremo de considerar que no hay lugar en la vida para cambiar, alguien que podía hacer de su vida una fiesta inteligente y creativa y que sin embargo reiterativamente intenta convencerse a sí misma de que su destino no tiene nada que ver con la posibilidad de desarrollar su persona en un ambiente de libertad.

Si has leído alguno de los últimos post habrás observado que todo esto es un leitmotiv a lo largo del blog. Tengo una amiga que me lo advierte cada poco: ten cuidado porque te repites. Y es verdad, y lo sé, pero quizás tenga que seguir repitiéndomelo de diferentes maneras para que no se me olvide que somos nosotros los que tenemos que construir nuestras vidas; ya hemos crecido, nos hemos hecho mayores, hemos entendido algo de que va esto del mundo, y ahora necesitamos que nos dejen un poco en paz, que podamos organizar nuestra vida a nuestro antojo. No, no se trata de hacer desaparecer el sentido de la responsabilidad y el deber para dejar paso al placer y al deseo; yo entiendo que la responsabilidad y el deber están en nuestra naturaleza, es un bien sin el cual no se podría vivir; es el uso espúreo que se hace de esos conceptos lo que nos ata de pies y manos; todo eso que tardamos décadas en quitarnos de encima. Cada época tiene su medioevo y su inquisición, y la nuestra no es menos.

En relación a la segunda parte de tu correo sólo una aclaración. No sé muy bien qué dicen los tratados de psicología sobre la manera diversa en que nos expresamos hombres y mujeres; pero creo que hay diferencias notables en los modos de expresarnos. Quizás lo que tengamos que hacer sea afinar nuestro oído interno, nuestros ojos, ese sexto sentido que no necesita de las palabras para comprender. Ya, ya sé, que hay quien necesita oírlo. Lo sé, paciencia; algo a tener en cuenta, pero que no sean necesariamente las palabras el hilo de donde pende nuestra afectividad. Hay a quien en vez de decir te quiero le da por hacer docena de poemas; que vaya lo uno por lo otro.

Se me hizo muy tarde y mañana tengo que estar en pie a las cuatro de la mañana para dar gusto a mis extravagancias. Espero que el diluvio que está cayendo en este momento se tome un respiro para dentro de unas horas.

Un cordial saludo.