Poner a gozar la mente

Madrid – Qatar, 24 de marzo


Las palabras. El avión atravesaba el desierto que rodea el río Nilo. Las dos de la mañana. Tenía recientes unas palabras destacadas del libro que leía (El silencio de las cosas, de Francis Ponge). Poner a gozar la mente. Nuestra capacidad de gozo tiene una cercana relación con nuestra capacidad de crear; cuando creo, algo muy especial vibra en mí; me sumerjo, desaparece la ventana, el campo, los árboles, ahora soy otro instante, la vida circula vibrante desde mi cerebro a las yemas de los dedos; soy mi yo redescubierto, soy la amante contemplada en su intimidad cuando ella cree estar sola, soy la luz ambarina de un atardecer junto al mar, soy padre, hijo. Lo que al principio de la mañana eran formas anbiguas moviéndose en la niebla va adquiriendo a lo largo de las horas consistencia y color, ya empiezan a perfilarse los personajes y sus circunstancias. Hacia el mediodía respiran, piensan, actúan, voy descubriendo el interior del hombre, de la mujer, sus pasiones, sus dolores, sus anhelos. Quizás con un poco de suerte escriba un hermoso párrafo, resucite un viejo recuerdo, caiga en el éxtasis de contemplar de cerca un precioso instante de mi pasado al que todavía ando sacándole el jugo.


Mi gozo durante estos últimos nueves meses -una larga gestación en un tiempo en que ya no era necesario trabajar para ganar un salario- viene de la mano de esta disposición artesanal, la del orbebre que de una pella de barro fabrica por la mañana un jarrón que a la tarde satisfará su gusto de mirar. Será la hora del gozo; la hora de saber de eso tan especial que experimento en mi trabajo de la mañana.


El pasaje del avión dormía en una plácida oscuridad, ni una luz más allá de la ventanilla, todo puro desierto, acaso el mar Rojo, ése que Moisés, con su inmenso poder prometeico pudo levantar, las aguas alrededor, el mar abierto en canal, para indicar que allá donde no llega la fuerza de los hombres basta echar un poco de imaginación y vestir a los dioses con los inconmensurables poderes de nuestros desvaríos para que todo el mundo quede tan contento. El trabajo literario de aquellos tiempos, de Betsabé probablemente, a fuerza de imaginación y de una credulidad perruna e ingenua, termina convirtiéndose en fe ciega, en pura teología.


Por las riberas del mar Rojo, del Eúfrates, del Tigris, caminaban ahora otros profetas, ahora no es Jehová, sino el petróleo, el elemento de litigio. La zarza ardiendo sin consumirse de Moisés ha sido sustituidas por otras creencias con las que seguir apacentando el rebaño, hacer lo que está en el propósito del poder; armas de destrucción masivas, lo llaman ahora. El hombre es crédulo hasta lo pacesco; incluso llegaron a inventar un término para obligar a creer al hombre por encima de toda evidencia; fe lo llamaron.


El mar Rojo, negro como el betún, quedó atrás. Debíamos sobrevolar ya la península Arábiga, cuando mis pensamientos se me fueron por ciertos detalles de un correo recibido días atrás. Mi siempre polémica X había despachado días atrás su intemperancia contra uno de los gestos más entrañables del ser humano: la caricia, tierna y emocionada caricia, aunque fuera de despedida. Verdad es que estaba terriblemente furiosa; pero ni con esas, el caso es que días después lo había olvidado totalmente. Cuando se lo hago notar, me responde que probablemente a las palabras no hay que darles tanta importancia y que no vamos a hacer como los políticos, que pasan la vida polemizando sobre lo que han dicho o han dejado de decir. Y claro, oyendo esto se me cae el alma a los pies. Vamos, que las palabras no tienen la menor importancia; y claro, me pregunto entonces, las palabras, el instrumento con el que nombramos el amor, las pasiones, los sentimientos, las emociones, si no sirven para ofrecer al otro nuestros pensamientos y anhelos, para qué coño servirán entonces.


¿Son las palabras y su significado tan delgados, tan carentes de entidad, tan frágiles? ¿Lo que dicen las palabras, qué duración han de tener, uno, dos días, acaso tres? Mi amiga demuestra poco respeto por las palabras.


¿Cómo habrán de servir las palabras al gozo y satisfacción personal, si significante y significado quedan descoyuntados en el encuentro, efímeros en su consistencia, carentes de consistencia? Que los bribones utilicen las palabras como herramienta de poder y engaño, es coherente tanto con la ignorancia de los que creen lo que se les dice como con la catadura moral de quienes enhebran el discurso directamente dirigido al engaño.

Ahora, tras una obligada escala en Doha (Qatar), volamos sobre el golfo Pérsico. El exterior es una esplendente masa de luz que obliga a entornar los ojos.

Concedamos credibilidad a las palabras, que no sea necesario rociarlas con ácido sulfúrico para saber su son de buena ley, si esconden la ponzoña de la mentira o la carga letal del menosprecio. Más, puestos a ejercer de artesanos (o de amantes, tanto monta en todo caso), artesanos más o menos hábiles de la palabra, puestos a hacer del lenguaje una fuente de gozo, que no de sombras, ¿cómo dejar de ser respetuoso con las palabras, cómo no mimar lo que es la fuente de nuestro placer?

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