El rumor de las hojas

Manila, 27 de marzo

“Todo lo que constato es que si no hubiera instrumentos no habría música” (Francis Ponge. El silencio de las cosas). Acaso la escritura nace de la resistencia que ofrecen las cosas, cuando tropezamos con ellas, cuando lo hacen entre ellas mismas; de la resistencia del árbol al viento nace el rumor encantado de sus hojas; del encuentro de las manos y el instrumento nace la música. Del encuentro del viajero con la gente y el paisaje nace también esta necesidad de escribir.

Mientras escribo los altavoces de la plaza recitan una sonata de Beethoven... Y sin embargo tanta belleza que no vemos, o que no oímos. Después de que se haya producido el regalo de las muchas coincidencias que deben confabularse para que la música llegue a nuestro cerebro, una cantidad maravillosa de órganos e instrumentos, todavía es necesario otro salto importante: el hecho de que nuestra atención esté puesta en lo que oímos. Tras tantos eslabones el milagro de la música.

El mar se expresa; el ala del avión recibiendo el último sol del día cuando ya hace tiempo que en el pozo oscuro de la Tierra se hizo de noche, se expresa; la calle es un hervidero de palabras, un parloteo continuo, se expresa.

Salgo del hotel. ¿Me habré sacado los tapones de cera de los oídos?, ¿habré limpiado las legañas de mis ojos? No, esta mañana no debí de darle suficiente tiempo a mi cuerpo para ponerle en disposición de entrar en el mundo. Sin embargo ahora yo y mi viaje somos casi la misma cosa, una interpelación continua de la hora y de lo que cruza frente a mis ojos; la música que suena es la que surge del roce entre mi yo y lo que no es mi yo. El mundo se expresa y yo oigo al mundo; hoy en otra terraza algo más alejada del mar, donde no llegan los mosquitos pero sí una agradable melodía al piano que hace bailar a su ritmo el agua multicolor de la fuente del parque.

Después de las once de la noche las calles y las terrazas están abarrotadas; hay una tranquila paz en el ambiente. Acabé hace un rato mi chai tea latte. La calle muestra una parte de su corazón; también ayer en el hacinamiento de algunos rincones del barrio de Intramuros, donde apenas había espacio para moverse, pero en cuyas calles los niños jugaban en la vía pública junto a la catedral. Yo por mi parte muestro una parte del mío, y así lo que sale de mí y aquello que parte de la calle, celebran su encuentro con el gozo sutil que de ello mana, y al que en este momento no es ajeno ni la calidad tibia de la noche tropical ni la encantadora sonrisa de la camarera que me sirvió el té.

Como saber enteramente de los porqués de nuestros gozos no es fácil, mejor atenerse al testimonio que dejan las sensaciones, ese agradable bienestar de ocioso observador. Sin embargo no quisiera aparecer demasiado optimista produciendo la falsa impresión de que esto es una panacea, porque si en definitiva lo que buscamos es el movimiento para huir de los lugares comunes o del aburrimiento, para escapar del vacío ante la falta de sentido de la vida, siempre cabrá la posibilidad de enzarzarse en una actividad febril con el objeto de perder de vista la única verdad que no tiene vuelta de hoja. Lo que realmente estaría expresando sería la necesidad de salir de un “insípido artificio” de reiteraciones, con lo que mis palabras serían más bien la formulación de un deseo que el retrato de una realidad.

Y no es deseo espúreo, ni evasión, ni huida esto de marcharse a patear mundo (como hace días parecía indicarme mi amiga Raquel), sino simplemente búsqueda de espacios, situaciones, circunstancias que aporten la conveniente variedad que la vida necesita. Sí, que la vida necesita; que ya está bien. Tras un largo periodo de treinta y muchos años de laborar y estar con la nariz pegada a realidades, que por muy loables que pudieran ser (que tampoco es para echar todos los tiempos de escuela a rodar por los suelos) no dejaba de ser con frecuencia labor de espantar moscas cuando se trataba de establecer unos criterios básicos sobre el significado de la palabra educar. Y es que además de que el sistema invierta poca inteligencia y ganas en hacer un trabajo bien hecho, que mucho se va de cara a la galería, todo se erosiona por falta de un interés real en el cometido que compete a la escuela. Finge para no tener que llorar, aparentar que se está haciendo algo de “suma importancia”, mover papeles, justificar nuestra afiebrada celeridad, poner cara de serios y circunspectos (tantos inspectores que apenas saben donde tienen su mano derecha). Y mientras, los años pasan y nos vemos obligados a mirar a otros lugares en donde el tiempo se va desgranando con cientos de millares de muertos, que serán el precio con que conseguir abaratar los costos de nuestras calefacciones y de nuestros transportes. Sí, una escuela que da pena, que produce hombres amorales e insolidarios; porque la buena gente, los buenos ciudadanos, no hacen estas cosas, no apoyan a los cretinos de la guerra.

...Que ya está bien. Sí, escribo con tristeza estas palabras, querer descansar, querer ocuparse en otras cosas, mostrar un espíritu desesperanzado frente a esta sociedad excesivamente ocupada en consumir y trabajar.
Quizás llegue un día que vuelva a emplear mi tiempo en quehaceres sociales. Ahora siento que llegó la hora esa última del Cándido, de Voltaire. Si a Cándido le cupo cultivar una huerta, a nosotros nos puede venir bien intentar hacer un poco de música para el consumo propio.

Quizás haya que buscar una síntesis entre una variedad que nos libre del mecanismo insípido de un movimiento sin contenido y un acercamiento a esa clase de unidad que Joseph Conrad gustar nombrar como el ser interior.

Quizás esa síntesis nos dicte en otro momento la necesidad de volver al tajo.

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