Al sur del golfo de Bengala

Colombo, 2 de mayo

Decía Marguerite Dura, que para saber qué es lo que uno va a escribir, la única manera de averiguarlo es ponerse a escribir, ver qué va saliendo. Esto que hago yo esta mañana recién amanecido en Colombo bajo los auspicios de un ruido que hace de todo punto imposible dormir. Veamos qué sale en esta mañana de espera antes de que me de una ducha y coja el autobús para ir a esperar a mi amiga.
Hoy, aunque ya sin muchas ganas me veo obligado a dar continuidad a mi post de ayer que se quedó a la espera de conciliar el sueño tras un agitado movimiento de cuerpos en la habitación contigua. Pero mientras, pienso en mi amiga, imagino a su hijo Javi despidiéndola en el aeropuerto. Hemingway decía del tiempo que era el río en donde él pescaba; y a mí se me ocurre esta mañana que mi blog no deja de ser una buena caña de pescar con la que de vez en cuando recupero alguna pieza del ciberespacio. De momento, colgando del hilo de mi caña ya está la prueba de la eficacia de las palabras (las suyas y las mías, claro, esa poderosa herramienta que nos hizo crecer y desarrollarnos como seres pensantes); ellas han servido para encontrarnos entre los bytes; mi amiga con nombre de flor vuela en este instante camino de Colombo. Y hablando de peces y de ríos, también está mi amiga desconocida, y que me mira algo inquisitiva desde los buenos aires de su tierra (creo, que el Google aunque es sabio a veces se equivoca), deseando poder seguir leyéndome aquí. También está (estaba quise decir) mi ex, Marisa, que, celosa ella, usa el ciberespacio para aporrearme; en él anda investigando los ires y venires de mi caña de pescar abajo y arriba del río.
En fin, a lo que iba. La verdad es que lo de ayer no fue nada gracioso. Llegaba con media hora de retraso al aeropuerto; había una numerosa cola para el check-in y apenas faltaban tres cuartos de hora para la salida del avión. A los quince minutos me llega mi turno; me toman el número localizador; en el ordenador de la compañía aérea no aparece mi reserva; el tío me devuelve el pasaporte y mi papel y se queda tan campante, sigue a sus asunto. Le tengo que despertar. Que me vaya a reclamar a la compañía a la que compré el vuelo, me dice, así, sin más, en alguna oficina de Singapur. Por fin consigo que hable con Emirates Airlines, a través de cuya empresa compré el vuelo en Internet; pero me larga el teléfono y hay un condenado ruido que apenas me deja oír y la tía que me atiende habla muy deprisa y apenas me entero de nada. Terminan indicándome que suba al piso superior a cierto despacho. El tío de Emirates (hoy son todos tíos y tías) pretende decir que llegué tarde, pero mi reserva está allí; ya sólo quedan diez minutos para la salida del avión. Se arregla al fin lo del billete, pero ahora en el mostrador me piden otro billete, el del avión de salida de Sri Lanka; para entrar en este país previamente tengo que haber comprado un vuelo de salida. No tengo ese billete, pero compré un billete electrónico entre Bombay y Johannesburgo: no les sirve, que vaya a contratar un billete ahora mismo (????), y lo dice tan creída ella, cinco minutos antes de que salga mi vuelo. Al final a alguien se le ocurre la radiante idea de hacerme firmar un papel por el que eximo de toda responsabilidad a la compañía aérea ante las autoridades de inmigración del país en donde aterrizaré; de manera que si hay problemas y me tienen que deportar, mandarme camino de vuelta o similar, yo cargo con los gastos. ¿Qué voy a hacer?: firmar; no me importa, lo que sea, ni leo el papel, lo que quiero es no perder el avión. Así que ahora la gran carrera por los pasillos del aeropuerto; me consuela comprobar que no soy el único, un extranjero lleno de tatuajes y una familia completa empujando a un bebé en una silla de ruedas me preceden pies para qué os quiero.
Ahora está bellísimo el panorama, sobrevolamos el estrecho de Malacca, el de los piratas; poco más allá está la costa de Sumatra, la desembocadura de un gran río, probablemente aquel que remonté camino de Pekanburu. Es hermoso, me recuerda otro vuelo por encima de Groenlandia; era una luz similar, suavemente azulada; allí en vez de los ríos eran glaciares; desde el aire la luz difusa y azulina aplana el relieve, pero incluso así, después de los agobios y nervios del aeropuerto es agradable mirar por la ventanilla del avión. Ahora sería demasiado que los de inmigración me pusieran de patitas en otro avión, que no podría ser camino de la India para donde todavía no tengo visado.
Ojeo lo que escribí anoche, ¿un puñado de frivolidades?, acaso, pero no siempre está el horno para otra cosa y en estos casos más vale reír que llorar, o entretenerse con esas cosas que por mucho que queramos no dejan de encerrar una buena parte de nuestras íntimas inquietudes; caminar por la vida sin ellas sería como sacar a pasear al cuerpo sin la estructura ósea.
Cinco minutos después me bebo la primera cerveza desde hace dos meses; una turbulencia repentina casi da con ella en el suelo. Después de meses de viajes hay siempre un momento en que uno descubre que existe la cerveza; la cerveza o algo similar. Hace años, después de cinco meses de vagabundear por Asia, camino de Dubai me puse los cascos que me dieron en el avión y la sorpresa fue toparme con la sinfonía Júpiter de Mozart; fue un momento de indescriptible encuentro con mis raíces después de abandonar los países de los arrozales. Esa sensación de que cuando vivimos la vida diaria en casa no somos conscientes de lo que tenemos, la cantidad de cultura que los milenios han acumulado dentro y fuera de nosotros; e indudablemente la cerveza esta mañana era el mejor signo de cultura que yo tenía a mano.
Cosas éstas que ayudaban a mi organismo a irse relajando. Lo peor de estos incidentes es que a veces le dejan a uno disminuido, que ya venía yo tocado del ala desde ayer cuando en el tren descubrí que el billete que había comprado entre Singapur y Colombo no era para la fecha correcta.
Sumatra ya no es un mito, las tierras vírgenes que costeaban los piratas ahora es un paisaje surcado por los meandros achocolatados de sus grandes ríos, tocado por altos cumulonimbos que juegan en la altura a adornar la línea de la costa al norte de la isla; la costa en que en el año 2004 un tsunami dejó doscientos mil muertos, principalmente niños y gente que no tenía posibilidades de huir de la enormidad de aquella catástrofe.
Ahora ya es el océano Índico, al sur del golfo de Bengala, azul intenso por abajo y blanco ceniza por arriba. Mi viaje sigue el itinerario del sol; no estaría mal que terminara dando la vuelta al mundo en el sentido de las agujas del reloj. Fantaseo; ayer mandé unas líneas a una amiga proponiéndole un viaje otoñal por Centro África, un modo de seguir adelante; esta vez en compañía, que me temo que lo voy a necesitar, pero mi amiga no es una mujer valiente, cree en la predestinación como los feligreses del Medioevo, y en consecuencia ni pensar en dejar su pueblo; ella seguirá cuidando animales, lo poco que le permita hacer su predestinación, y yo viajando.
Sí, me voy recuperando; ya creo que a mitad del vuelo seré capaz de haber vuelto a la normalidad.
¡Dios!, ¡qué bello es este mundo! Abrir los ojos y verlo, observarlo. Desaparecieron los tonos suaves como de día de calina invernal; ahora las nubes cabalgan pachonas, altísimas, llenas de protuberancias, perezosas, sobre el azul profundo del océano. Nuestro avión ocupa la línea superior por donde ellas asoman la cabeza. Abajo parece que no hubiera nada, profundidad azulada. Si fuéramos unos proscritos de esta tierra, podríamos seguir volando indefinidamente de la mano de Piero de la Francesca en este cielo de renacimiento italiano.
Avistamos la sinuosa línea de la costa. El Ramayana sitúa parte de su acción en esta isla. Rama, un legendario príncipe hindú, a pesar de ser el heredero legal, acepta el destierro durante doce años. Mientras se encuentra en el exilio, su esposa, Sita, es secuestrada por Ravana, el malvado rey de Lanka, algunas veces identificado como Ceylon, ahora Sri Lanka. Rama acude a su rescate con la ayuda del el Rey Mono, que le provee de un ejército de primates que, con tierra, rocas y los árboles de inmensos bosques construyen un puente entre el continente indio y Sri Lanka. Rama cruza el puente, mata a Ravana y rescata a su esposa.
Parezco estar acostumbrado a estas cosas y, sin embargo, soy como los niños cuando me subo a un avión. Al final del vuelo era esa alta meseta que atravesábamos sobre las tierras del legendario raptor: montañas verdes que se derramaban por valles y valles buscando la llanura, las quebradas y angosturas del terreno; nubes blancas que se rascaban los pies contra las cumbres arboladas de los montes; la línea sinuosa de la costa, donde una salvaje deforestación ha dejado una ancha franja desnuda (estos países perdieron tras los años de la Segunda Guerra Mundial la mitad de sus recursos forestales). Mundo verde y húmedo sobre el que no tardará en caer el monzón hinchando los ríos y empapando como una esponja la tierra cada tarde. Parecía una tierra amable con sus campos de labor discurriendo entre los grandes bosques como los brazos de un inmenso delta. Delta de aguas verdes en donde las islas y las lomas se alimentaban de las sombras de las palmeras. Y ya mismo Colombo a nuestros pies.
En inmigración nada de nada, su autoridad, una simpática jovencita de piños prominentes sonreía amablemente al otro lado del control de pasaportes. Bienvenido a Sri Lanka.
Me voy corriendo al aeropuerto a esperar a mi amiga con nombre de flor.

1 comentario:

kira dijo...

son bonitas vuestras imagenes del mundo pues para ello un viaje durro habeis hecho pero para que siga asi cuidar de el mundo debeis