Reflexiones sobre religión

Bangalore, 20 de junio

El tren hacía ayer el recorrido Cochin-Bangalore; fuera llovía torrencialmente, y acunado por el aguacero y por el runrún del tren, repasando las raíces históricas del hinduismo, me había encontrado con la referencia al Bhahavad Gita, un viejo libro al que terminó descomponiéndosele toda la encuadernación debido al uso que le había dado yo durante muchos años. Frente a este último texto, que utilicé con tanto aprovechamiento como lo hiciera años antes con el Nuevo Testamento en los tiempos en que profesaba la fe cristiana, predominaba en mí el malestar que me producía el espectáculo de semanas atrás en Johar Barhu, al norte de Singapur, cuando asistí a la celebración de un festival hindú; junto a ello mi ánimo trataba de abrirse camino en la liturgia que había contemplado ya en numerosos templos hindúes y en los que es fácil encontrarse con un panteón exótico y prolífico de dioses que tienen ya tres mil años de existencia. Mirando transcurrir el paisaje trataba de encontrar razones para tantos aspectos de las principales religiones que en sus fuentes no difieren en exceso entre ellas. El Bhagavad Gita, un fragmento del Mahabharata en donde Krisna aconseja a Arjuna antes de la batalla, en lo que recuerdo de mis lejanas lecturas, era un libro que inducía a la santidad, indicaba caminos, proponía comportamientos ejemplares; un texto que bien podría estar junto al Evangelio. Esta doctrina, o filosofía de la vida, si así se le quiere llamar, coincide igualmente con cierto espíritu que subyace en la lectura del Corán; y en sus páginas es fácil encontrar igualmente muchas de los fundamentos del budismo, que nace precisamente como reacción a las limitaciones impuestas por el hinduismo brahmánico.

¿Qué significa esto? Algunos datos más: Isis en el antiguo Egipto; Venus, Ceres, en Grecia; la virgen María en el Occidente católico; la diosa Kali de los hindúes; la Pachamama en la cultura incaica; ¿no son todas ellas la expresión de parecidas devociones? Un texto latino pone en boca de Isis estas palabras: “Tus plegarias me han conmovido; a mí, la madre de la naturaleza, la señora de los elementos, la fuente primera de los siglos, la más grande de las deidades, la reina de los manes; a mí, cuya única y omnipotente divinidad ha adorado bajo mil formas el universo. Diosas todas a quienes se rinde homenaje bajo mi verdadero nombre de diosa Isis” ¿Cómo se ha de interpretar estas coincidencias, estas devociones marianas tan parecidas a otras que surgieron a miles de kilómetros de distancia unas de otras pero con parecidas connotaciones?

La liturgia y los ritos terminan por sumir las esencia de las devociones y el espíritu de los iniciadores; transforman con frecuencia el espíritu primero de los fundadores en coloristas manifestaciones rituales que parecen ser, por otra parte, el único medio posible para que una masa con menor formación pueda sumarse a una práctica religiosa determinada. Así, la evolución de la liturgia, en una transformación en la que pierde constantemente el espíritu de los iniciadores, termina derivando a complicados ritos que cuanto menos resultan exóticos y extrañamente vinculados a épocas de subdesarrollo; algo que llama frecuentemente la atención de los viajeros que visitan los templos dedicados al prolífico panteón hindú. Cuando uno toma como referencia las manifestaciones religiosas actuales y tras ello intenta encontrar la esencia, las conexiones con ese espíritu primero de los iniciadores, en la mayoría de los casos es muy difícil encontrarlo; lo que tengan que ver las palabras de Buda con los ritos que uno ve, con la vinculación de la riqueza de sus templos, guarda la misma similitud que puede haber entre el espíritu, la sencillez del Jesús del Evangelio con la parafernalia y la ostentación vaticana. Lo que fue una búsqueda de las raíces, el resultado de un modo de entender una realidad superior, de recoger una cierta esencia que recorre como inconsciente colectivo el interior de toda la humanidad, es decir, lo esencial de sus textos sagrados, ya sean estos el Corán, la Biblia o los Vedas, termina haciéndose práctica litúrgica, esperpento a la larga de una mística acaso solo accesible a una pequeña minoría. En esencia, los sagrados corazones, las vírgenes dolorosas, toda la estatuaria del panteón hindú, y la tan abundante representación de Buda en templos como Borobudur (cuatrocientos budas en un solo recinto), lo que probablemente están colmando sea una necesidad en los adeptos de encontrar una realidad superior que suavice las tensiones internas, que dé expectativas más allá de la muerte, que nos proporcione un regazo materno en donde ser arrullados en los momentos de soledad. Con lo cual, de hecho, los devotos, tomando lo que tienen a mano en su entorno cultural inmediato, lo que hacen es intentar guarecer su propio espíritu de las inclemencias del tiempo, de la presión del miedo, de la inquietud que provoca el hecho de vivir. Y para ello lo mismo sirven una estatua de escayola de la virgen que la figura de Visnú el de los múltiples brazos, o la de Ganesh, ese dios con cuerpo humano y cabeza de elefante, hijo de Siva, que adquirió su cabeza de elefante después de que fuera decapitado inadvertidamente por su padre.

Los sufíes, los místicos cristianos, buscan con su olfato fino, en el espíritu y las raíces de las creencias, la fuerza para sus ascesis y realización personal; la masa de los creyentes, no pudiendo llegar a una asimilación más profunda de una doctrina, parecen deber conformarse con una simbología, que convierte a la estatua, al ídolo en objeto directo de su devoción, un confidente, un ser superior en quien aliviar las penas y depositar la esperanza de una vida mejor.

Los puntos comunes a todas las religiones, como una moral enquistada en la sociedad a lo largo de milenios, reciben, sin embargo su sustento de un espíritu que parece universal. Las propuestas que hace Jesús en el sermón de la montaña, puede recogerse de una manera u otra en otros textos sagrados. La bondad que sugiere continuamente el budismo, las enseñanzas del Bhagavad Gita suscitan parecidos comportamientos.

Espero no decir ningún disparate refiriéndome a lecturas lejanas; los arquetipos de Jung, por ejemplo, en el que la madre tiene una representación tan importante, dan respuestas a una aproximación al conocimiento de la realidad que no es ajena al culto de tantas diosas o vírgenes. Sucede como si a lo largo de la historia de la humanidad, el hombre con su bastón de ciego tratara de orientarse en la oscuridad dando nombre y significado a lo que las vibraciones de la punta de su bastón le transmiten. Que se corresponda o no con la realidad –eso que llamamos verdad-, que fácilmente es posible que no conozcamos nunca, es lo de menos –budista, cristiano, taoista o mahometano, puede ser indiferente a efectos prácticos-, lo que realmente importaría a niveles sociales sería la capacidad del ser humano, de manera similar a otros seres vivientes, de velar, desde ese inconsciente colectivo, mediante unas prácticas religiosas, una moral, por la supervivencia de la especie, por una parte, creando un entorno de convivencia y bondad, y por otra proporcionando mediante herramientas similares la posibilidad de una estabilidad personal en el que la muerte sea explicada y superada.

Para terminar, junto a estos hechos que apuntan a la mejora personal y social, a la comprensión de nuestra realidad, y a aligerar las tensiones en relación a la muerte, un dato significativo: la presencia en todas las librerías del mundo de los libros llamados de autoayuda o de crecimiento personal; ayer mismo paseando en Bangalore por la Mahatma Ghandi Road, un puesto en la calle en donde la mayoría de las publicaciones pertenecían a este ámbito. No existe puesto callejero de libros en el mundo donde uno no se encuentre con Paolo Cohelo, Osho, Bucay, y una larga lista de lecturas encaminada a mejorar nuestra higiene interior. Osho, barbudo y patriarcal, ocupaba un notable espacio en este olimpo callejero. Osho, el santón o gurú mundial, no sólo es profeta en su tierra sino que amenaza con formar parte relevante de la panoplia religiosa del país.

Los libros de autoayuda probablemente parten de una idea cercana a la de las religiones, la búsqueda de una fuerza subyacente a las personas y a las cosas, el hilo conductor que ayudará a vivir mejor y en cuya búsqueda acaso entra el seguimiento de nuestros propios pasos más allá del nacimiento.

Mi encuentro hace años con Osho fue el de quien se tropieza casualmente con algo que se ajusta cabalmente a una necesidad inmediata concreta que está en trance de resolver. Fue en una feria del libro de Madrid, un tiempo en que había empezado a tomarme el afán de correr con cierta regularidad, y un tiempo también en que mi ánimo estaba bajo mínimos con cierta frecuencia. Paré en una caseta y me encontré con un volumen que hablaba sobre las emociones, un tema que siempre me resultó sugestivo. Hojeando sus páginas di con algo relacionado con el hecho de correr; retrocedí un par de página y comencé a leer. Se trataba de una receta muy sencilla; Osho, situando a su lector ante un hipotético problema personal que le acosaba, le sugería la terapia de correr doce kilómetros, para ir a sentarse a continuación bajo la sombra de un gran árbol, bajo cuya copa debía de permanecer en estado de contemplación algún tiempo. Así de sencillo, las endorfinas, la energía del gran árbol, la meditación contribuyendo desde la síntesis al alivio de un dolor. Me pareció tan clarividente el consejo que no sólo compré el libro que hojeaba sino un par de ellos más del mismo autor. En realidad todo esto puede mirarse bajo la óptica de esa vieja teoría que inauguró Yhavé en el momento en que estaba empezando a crear el mundo, cuando hecha la luz, comprobando que aquello era bueno, decidió continuar su tarea creadora. Un buen tamiz ese el de lo que funciona: abundar en lo que funciona y evitar lo que la práctica diaria demuestra que no se ajusta a nuestras expectativas o no nos enriquece.

Para mí la religión católica no funciona, sume a una gran masa de América Latina (y otras partes del mundo) en la ignorancia y la superstición; tampoco funciona el hinduismo, que sustenta algo tan anacrónico e injusto como el sistema de castas, que creo, me parece, sospecho, alimenta un cierto estadio infantil de hombres y mujeres necesitados de dioses a los que aplacar o rendir sumisión; funciona el budismo cuando nos ayuda a acceder a lo mejor de nosotros mismos; e igualmente es muy positiva la eclosión de los libros de que hablaba más arriba, vengan de donde vengan, y que nos pueden ayudar a ser mejores.

Además, es bonito eso de querer ser mejor. Suena a receta de niño chico, pero no importa. Dedicar la vida a ser un poco mejor siempre es una garantía para uno mismo y para los que nos rodean.

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