Nuestra casa flotante

Allepey, 12 de junio

Mi amiga se rio tanto anoche cuando le leía mi último post sobre su cabreo, que ello me anima a seguir metiéndome con ella; un deporte, ese el de meterme con la gente que quieres, y por supuesto mejor deporte aún meterse con uno mismo si se tercia. Que el humor no decaiga. De momento me cuida bien, nuestra casa flotante surca apaciblemente las aguas de los canales y mientras yo me dedico a la escritura ella va regalándome con trocitos de plátano frito en la punta del tenedor que nos han servido a bordo junto con el té. Viaje de privilegiados. Una casita de bambú flotante, una recoleta habitación con una cama de matrimonio y dos ventanucos al exterior, un baño, un recibidor con dos sillones en cuyo frente el timonel maniobra perezosamente; una mesita, en fin, también de bambú, donde descansa una bandeja con frutas y otra de té junto a mi cámara fotográfica lista para ponerse en acción dentro de un rato... todavía un rato, cuando el sol empiece a caer y las aguas se hagan de plata y fuego, cuando las orillas y la silueta de las palmeras y los pescadores se hagan negras, mates sobre un horizonte de miel y ámbar. La casa flotante partió hace una hora de las tranquilas aguas de un lago y ahora se adentra por estrechos canales en cuyas orillas aldeanos y pescadores atienden a sus tareas cotidianas. Tarde apacible de merecido descanso para los viajeros cuyas múltiples obligaciones a veces no dejan respiro; porque sí, que hay quien se cree que esto son una vacaciones de pleno ocio, y de eso nada, que con frecuencia se trata de un curro de no te menees. Estos últimos días, por ejemplo, litigio con la embajada, con la compañía aérea, con la policía, y ayer mismo, día de zoo (había que buscar una toma aquí o allá, quería un buen retrato de mono o similar que no pude cazar, aunque sí el de un buitre, por eso de que cada vez creo que nos parecemos más a los otros animales, la cara de aburrimiento de un león, la pereza de los grandes reptiles, caimanes y cocodrilos adormilados junto al agua); y después del zoo, recorrer las salas de la Art Galery, con un puñado de buenas pinturas costumbristas, cuadros que recordaban a Sorolla, a la época amable del primer Goya en las fiestas de Madrid; y volver al hotel sudando como pollos, y entonces ponerse al día, sacar el manual de historia, etc. Y para colmo de todo esto de hacer una crónica casi a diario.
Los colegiales vestidos con su camisa blanca y su corbata nos saludan a gritos desde la orilla, bye bye. La casa flotante ha abandonado la superficie agitada del lago y ahora se interna en un estrecho canal a una hora que debe de ser la de salida de la escuela. Animosos y simpáticos colegiales que después de las horas de clase encuentran su diversión en saludar a los viajeros.
Decía que iba a meterme con mi amiga, y es que era muy gracioso verla hacer piruetas para comer sin mancharse los dedos en una parte del país en donde todo el mundo come con la mejor herramientaa que disponemos para ello: las manos. Mezclar las salsas y las carnes con el arroz haciendo bolitas con los dedos era superior a sus fuerzas. Así hasta que alguien se llenó de compasión y le buscó una cuchara. Después estaba el chili, de picante nada, que el otro día pilló un buen trozo y lloraba como una magdalena, allá corriendo como un bombero a por la manga riega, y metérsela en la boca y dar saltitos de pollo para apagar el fuego del chili. Y como de picante nada tiene entonces que hacer una ardua labor de investigación por las masas de siete u ocho platitos que sirven junto al arroz, a la búsqueda de los trocitos de picante que andan escondidos como a traición para alcanzar la boca de mi amiga y reírse a discreción de sus saltitos de conejo cuando se mete uno en la boca inadvertidamente. Pero luego, la jodía, que es muy lista ella, ve un platito blanco con trocitos de arroz y va y me propone que me lo cambia por uno de yogur; y yo pongo cara de bobo y se lo cambio, con lo que me gusta el arroz con leche. Deferencias de caballero, aunque uno la verdad no tenga ni por asomo algo de tal cosa.
Estábamos en las tranquilas aguas de los canales. Un crucero que hace el servicio entre Kollam y Allepey no funciona más que en temporada alta, y como no nos íbamos a quedar con los dientes largos, decidimos alquilar una casa flotante Y ahora es el ronroneo de los motores, un viaje suficientemente placentero como para por fin sentarse a escribir, leer o conversar sin el apremio de algo por concluir. El timonel de vez en cuando me llama y me enseña algo, trata de explicarme una labor agrícola, pero me basta con la apacibilidad del agua. Espero de la luz del final de la tarde algo más interesante que fotografiar, la aparición de los contrastes, el nacimiento de la luz, esa que pone tan bonito el mundo cuando se despide de él camino de la noche. Trato de contestar una carta de Victoria, pero me voy como tantas veces por los cerros de Úbeda; hoy es rato apacible, como el agua calma de los canales que atravesamos: sustraerse a la presión que nos pide razones y conformidades; tampoco es necesario estarse diciendo continuamente lo bien que marcha todo (tan bien marcha, sí, señor, que la señora doctora después de pasarme los trocitos de plátano en la punta del tenedor, se empeña en coserme la camiseta; ¿dónde está la camiseta esa rota, dice; y como le digo que nanais, agarra y se va al camarote, y ahí está ella con aguja e hilo haciendo de Penélope diurna... seguro que si alguna de sus compis lee esto se ríen un montón). Sí, a veces la vida pasa sedosa y amable como una brisa en día de calor; un tiempo en que a uno le gustaría inventar un dios para darle las gracias.
Dedicarse a las sensaciones, a sondear en nuestro interior sin precisar dar forma a todo, sin necesitar meterlo en cajones. Dejar la tierra roturada y abierta para que la lluvia y el aire puedan penetrarla; puedan acariciarla, lamerla, tocarla.
En fin, más palmeras, más runrún, apacibilidad en medio de este a veces apresurado viaje; una manera de disfrutar más y mejor del conjunto del tiempo. Ya somos viento y reflejo de agua, energía sutil y liviana.

Nuestra tarde, hecha hoy de plata vieja y herrumbosos verdes que se mecen en el agua cenicienta, es visitada por el monzón que comienza, y en unos pocos minutos el cielo se cubre y se derrumba sobre nuestras cabezas; la techumbre de hoja de palma resiste malamente y deja pasar hilillos de agua que se suman a las ventoleras de rachas de lluvia que atraviesa la cubierta. Hemos anclado en mitad del lago y la embarcación gira sobre sí misma agitadamente. No más de media hora. Después vuelve la calma. Y nuestra conversación se convierte entonces en un placer tranquilo por donde desfila la vida, donde se remansan las ideas, donde llega el eco de las emociones compartidas. Realmente siento que me ha tocado la lotería, se lo digo, encontrar una buena amiga no es cosa de todos los días: gracias, doctora. Nuestras voces se confunden con el rumor de la brisa. Es medianoche y amanece antes de las seis de la mañana, esa hora también mágica que no podremos perder. Decidimos irnos a la cama. Nuestra habitación, con su bóveda de cañón y sus paredes de palma es acogedora, desde nuestra cama podemos ver el reflejo de las nubes sobre el agua. Buenas noches.

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