Ecos de África

Allepey, 13 de junio

Hoy, mientras el muy largo amanecer se desleía en la semioscuridad de la habitación, venía poco a poco atravesando el tul del mosquietero, mis sensaciones campaban, lánguidas ellas, indecisas como el caballo de Orlando de Aristo, de aquí para allá antes de empezar a caminar con alguna determinación. Me llegaban los ritmos de la noche anterior, un buen puñado de hindúes, un catalán, cuatro o cinco extranjeros procedentes de distintas partes del mundo, nosotros, instrumentos de percusión, una guitarra, la voz templada de dos jóvenes de tez oscura, el baile, el olor a marihuana, una botella de Rioja que apareció en algún momento de la noche. El repertorio, entre música de Joaquín Rodrigo y un divertido tema, titulado India’s train que narraba las peculiaridades de un viaje en tren por la India -vendedores de café y té (chaé, chaé, coffee, coffee, chae chae) sorteando con su infernillo de brasas los pasillos de un abarrotado tren donde no había lugar para apoyar los pies: ¡coffe coffe coffe, chae chae!-; entre uno y otro temas tradicionales de Kerala, canciones de amor, un punteo en la guitarra que a mí me sonaba a ese conocido tema de José Larralde que habla de una anciana muy anciana de pechos secos y mirada profunda.
Tenía la certeza de estar viviendo varias vidas a la vez. El mosquitero, colgado del techo, desplegaba su bóveda circular de vestido de novia a nuestro alrededor protegiéndonos de la agresividad de los mosquitos. Fuera diluviaba. El monzón invadía decidido la mañana y la llenaba de música de tambores y maracas. El tejado de nuestro chalé de madera se convertía en caja de resonancia de otras lluvias, lejanas lluvias que quizás pertenecían ya a otras reencarnaciones. Pero como según la física quántica no hay ni pasado ni futuro, sino que todo sucede en el momento presente, el tiempo no existía y mis muchas vidas y mi tiempo eran todo uno. Pero también eran uno mi yo con los de los otros; y nuestros cuerpos en la penumbra eran a su vez parte de la misma cosa. Y mis manos y sus manos parte del mismo cuerpo.
Recordaba un amor que tuve (y no sé yo si se puede tener un amor y dejar de tenerlo, que en eso coincido algo con mi amiga desconocida, que el otro día decía que lo que Dios ha unido no lo puede desunir el hombre; sí, sustituyamos la palabra Dios por amor y el argumento encuentra su espacio); recordaba un amor que tuve, decía, y al que ayer mismo trataba de animar para que se escuchara a sí misma mejor que seguir el intento vano de intentar convencerse de esto o lo otro. Recordaba momentos de plenitud, de cuando uno atraviesa el fulgor de un estado de gracia y ve el mundo, el tiempo, la historia personal y universal como un brillante chispazo en un universo sin principio ni final, con un sentido cuyo único objeto es vivir y sentir que estás vivo.
Pensaba en mi admirado Michelle de Montaigne, y no sé por qué me sentía entrañablemente cercano a este hombre que dedicó una parte importante de su vida a poner por escrito lo que la realidad suscitaba en su curiosidad, una sabiduría que después de cinco siglos no sólo se mantiene en pie sino que conserva una vigencia plena sobre el modo de entender y vivir la vida. Sí, le pediré a Victoria que me traiga a Sudáfrica el segundo tomo de sus ensayos; así, mientras voy estudiando la historia del continente africano, podré volver a deleitarme en el callejeo de su prosa. Y nunca mejor dicho, vagar por la realidad de la mano de Montaigne es un auténtico placer de viajero curioso.
Estate feliz, decía ayer uno de los temas que cantaban los amigos hindúes, un tema africano que repetía interminablemente algo que sonaba como somebederendé samboa somebederendé samboasomebederendé samboa y que significaba eso: estate feliz. Y el ritmo de los bongos crecía, se hinchaba, se hacía frenético para volver a remansarse somebederendé samboa somebederendé samboa somebederendé samboa. Y me imaginaba en África en alguna noche del verano próximo, los poros abiertos, recogiendo la sabiduría primitiva de los hombres sentado bajo los árboles escuchando ritmos similares, unidos a los habitantes del continente negro por la noche, la música, el deseo de ser dichoso.
Había también en la mañana la certeza intuida de que iba a ser posible regresar al pasado, a cuando la vida no tenía otra preocupación que aquella de vivirse, tiempo de dedicación plena a los ritmos de la naturaleza; el ardiente erotismo de los bailes de la noche anterior, mi amiga, una brasileña, los amigos hindúes, yo mismo dados a la noche y al ritmo, abandonados a la música, revoloteaba en la mañana como una fresca brisa en medio de la cual uno descubriera que es posible ir más allá, vivir mejor la noche y el espacio entero de los días, que sólo era necesario saber escucharse; ese escucharse que recomendaba yo a Marisa, y que requiere romper moldes, dejar de creer que la “eterna verdad” que nos han transmitido y que sólo sirve para hacernos difícil la existencia; asumir que sólo es pertinente aquello que nuestro organismo descubre junto a los estados de gracia, esas evidencias que poco a poco vamos incorporando en nuestro viaje.
Y ahora intento retomar estas líneas que comencé esta mañana, y ya no es posible. Y es que al poco tiempo de levantarnos se acercó Juan, nuestro reciente amigo catalán, se sentó en el escalón del porche frente a nosotros y comenzamos una apasionada charla que duraría hasta casi el atardecer. El gozo de conversar. Coger la oportunidad al vuelo y no soltar prenda, conducir la conversación sin agotar los temas, disfrutar de las palabras y la experiencia del otro, descubrir que pese a todo no somos unos raros, que es posible vivir de otro modo, pensar de otro modo, sin tener que besar el culo al sistema ni poner cirios o velas a santos que no son de nuestra devoción.
Encontrar en tan poco espacio de tiempo que un viajero de aficiones solitarias y un poco rarito (jeje) puede convivir de golpe muy satisfactoriamente durante semanas las veinticuatro horas del día con una mujer a la que conoce desde hace un mes y medio por unos correos, y desde hace diez días personalmente, es un descubrimiento que merece la atención. No sólo nada se rompe ni se quiebra, sino todo lo contrario, la convivencia se convierte en un nuevo gozo, un nuevo descubrimiento, un nuevo manojo de posibilidades. Hace un rato hablábamos de los celos, ¿a qué necesidades atienden los celos?, ¿qué vírgenes y santos visitan aquellos que no son capaces de refrenar sus necesidades de exclusividad?, ¿qué concepto de la vida, del amor, del otro tienen?
Sí, señor, estamos descubriendo el mundo; el nuestro, no el que de manera tan incisiva y equivocada nos quieren vender. Y es maravilloso despertarse cada mañana y encontrar que el mundo no sólo no se derrumba, sino que le crecen flores, aparte de la consabida margarita; le crece la conciencia de las bondades que tienen el encuentro, la necesidad que tenemos unos de otros, el aprendizaje, esa ración de ternura que todos buscamos como sedientos entre las dunas del desierto.

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