Para sustos que no quede

Colombo, 31 de mayo

Sucedió que las cosas se precipitaron. Bajé de las montañas apaciblemente, como quien iba a demorar en el camino a Singapur un par de días entre las páginas de un libro y otro, pero después no pude evitar seguir la cuesta debajo de los acontecimientos, que me dejaron, sin comerlo ni beberlo, inesperadamente en las calles de Colombo al día siguiente. Hoy, faltando a mi costumbre de irme por los Cerros de Úbeda con consideraciones “marginales”, voy a contar algunas cosas del viaje, eso que acaso debería hacer el viajero con más frecuencia y que no hace porque tiene cierta disposición a la divagación. En inglés wander, deambular, vagar, divagar (she let her mind wonder, dejó vagar la imaginación), que es uno de los más extraordinarios deportes que el viajero conoce; horas de no hacer otra cosa; (y tendré que introducir un paréntesis y decir mientras tanto como el Tenorio:

Cuán gritan esos malditos,
y que mal rayo me parta
si en terminando esta carta
no pagan caros sus gritos,

porque me place la habitación en que voy a recibir a la princesa viajera que llega mañana procedente del sur de Madrid, pero, amigo, tiene un ruido matinal que asusta, coches, megafonía, gentío, mercado; de todo hay; y quizás es que he olvidado que India y las “Lágrimas de la India” (ese parece el antiguo significado de Sri Lanka) son los reinos del bullicio... y de los olores suaves y penetrantes, también; India es el reino de muchas cosas, además de la tierra de los hombres y mujeres de piel oscura, del perfume a sándalo, del penetrante olor de las ofrendas florales. Continúo:), pero también wonder (preguntarse, pensar, maravillarse), que añade, como se ve, matices peculiares a wander; algo que gusta hacer a Louisa, la protagonista de Hard Times, la novela de Dickens que leo en este instante. El padrastro es un hombre práctico y la alecciona para no salirse de los encadenamientos de rígidas propuestas objetivas, pero a ella, como a mí, le gusta mirar las llamas de la chimenea o a través de la ventanilla del tren y dejar divagar la mente que a su vez la llevará a pensar, a preguntarse, a maravillarse. What do you see in it (el fuego)?, le pregunta Tom, Not a circus? Y ella contesta: “I don’t see anything in it, Tom, particularly. But since I have been looking at it, I have been wondering about you and me, grown up.” Y decía yo que hoy, faltando a mi costumbre de irme por los Cerros de Úbeda... Como se ve no hay manera. Aunque quizás explicar las acepciones de divagar no sea divagar. Vuelvo pues al relato.
Así que llego a Jerantut, al sur de la selva de Taman Negara y decido que no paso por Kuala Lumpur y adelanto mi llegada a Singapur, donde quiero ver unos grabados de Picasso. Me bajo del autobús y me voy a buscar un cajero para hacer provisión de fondos. Necesito unos veinte euros, meto mi tarjeta y tecleo 100000 (ya saben que en algunos países, como aquellas viejas liras italianas, el dinero tiene muchos ceros); pues bien a la máquina se le suben los colores y me dice que nanais. Será que los dos ceros que yo veo como decimales, porque van con una comita, no sirven... pruebo varias veces. Al final me medio enfado y entro en el banco a preguntar, y me mandan a otro cajero, y yo no tengo ganas de buscar otro cajero y convenzo a la señorita para que me eche una mano. Le repito la cantidad que quiero, y hace lo mismo que el cajero, pone los ojos de plato, no entiende. Justo, justo en ese instante caigo en que no estoy en Indonesia, sino en Malasia, es decir, los cien mil que yo podía haber tecleado en Indonesia eran, eso, veinte euros; mientras que los cien mil aquí son algo más de dos mil euros. Sorry, sorry, que ya caí del guindo, lo siento, me vuelvo confuso hacia la señorita, It was a mistake, sorry.
Una hora después tomo el tren de Singapur. Mientras pasan kilómetros y kilómetros de palmerales, repaso mi itinerario para este tiempo por venir, fantaseo con seguir vagabundeando en otoño por Africa, con volver en Navidad por casa, con pasar el invierno en la Patagonia y volverme a encontrar con Victoria en alguna parte de América; y estando en esto me entran ganas de comprobar las fechas de mis vuelos; el inmediato para dentro de dos días, segundo día de junio. Así que abro el portátil y miro el correo de confirmación de la compañía aérea: vuelo tal y tal, a la hora esta y la otra... del dos de julio, julio, julio. Tío, estás memo, has quedado con tu amiga el dos de junio y has sacado un billete para el dos de julio. Sí, soy el despistado errante. Paso el viaje dándole vuelta al asunto. Allí, hacia mitad de mayo, cuando compré los billetes, ya estaban algunos vuelos llenos... y no hay otro medio para ir Colombo; tendría que dar la vuelta a medio mundo, pasar por la antigua Birmania con su dictadura militar a cuesta; no, no y no.
Cuando camino del hotel, cojo un taxi en Singapur no puedo reprimir decirle al conductor: you are whit a crazy man, sir. Me miró divertido. Le conté lo que me había sucedido. Y el tío se reía a carcajadas; no te jode. Cuando me despedí de él me miró con una ancha sonrisa: No se preocupe, seguro que encuentra manera de llegar junto a su amiga. Subí a zancadas las escaleras del hotel y me fui derecho a un ordenador: eran las doce de la noche. Mi búsqueda para un vuelo con Colombo para el día dos de junio, arroja una cantidad de cercana a los tres mil dólares de Singapur, unos mil quinientos euros, un billete por el que yo había pagado doscientos. Imposible, con ese precio se me acaba el dinero antes de llegar a África, tengo que dar por terminado mi viaje a principios de verano; tecleo para el tres y el cuatro de junio, todavía más caro; para pasado mañana, lo mismo; mañana, día treinta y uno: ¡eureka!, en el monitor del ordenador aparece que hay tres plazas para el vuelo de mañana por el precio que originalmente había pagado. Todo un manojo de nervios, compruebo varias veces la fecha, la hora, las dos treinta, que sea p.m. y no a.m., porque entonces tendría que salir corriendo en ese mismo momento para el aeropuerto. Todo está bien, ahora que no me rechace la tarjeta de crédito, que no salga ninguna pijada; recordaba esas oraciones a la virgen que los campesinos hacían en nuestras tierras pidiendo lluvia para sus campos: igualito. Y todo sale a pedir de boca.
Y justo cuando estaba terminando, un cartelito me avisa de que mi amiga Marisa anda por ahí preguntando si estoy. Es como una aparición sus buenas noches allí tras esta aventura de los billetes. Charlamos un poco, pero el horizonte se llena de nubes, y la tormenta suena entre bastidores. Con la tormenta bramando todavía en mis oídos, me voy a la cama. Va a ser difícil dormirme, lo presiento. Son las dos de la mañana; dentro de diez horas debo estar en el aeropuerto y antes de ello tengo que comprar un portátil de segunda mano que había visto en mi anterior estancia allí; pero como mañana abren a las once, voy a tener escasamente media hora para ello. Mi sistema nervioso necesitaría una larguísima sesión de yoga para serenarse. Cuando he apagado la luz, suena el teléfono, un número que me resulta conocido, pero que no estoy seguro, aunque imagino de quien. Corto y sigo las convenciones, el modo de devolver mi saludo con las tierras de Espapa, marco el número de donde he recibido la llamada, dejo que pite y cuelgo. El teléfono seguirá sonando varias veces todavía. Estoy muy cansado. Tendría que hacer el esfuerzo de dormir un poco. Desconecto el teléfono.
La habitación parece una celda, pequeña, blanca, sin ventanas. El ventilador ronronea a la máxima velocidad largando aire sobre mi colada. Ir ligero de equipaje significa lavar alguna ropa casi a diario. El ventilador es un buen secador nocturno. Y andaba ya en trances de caer definitivamente dormido, cuando date, maullidos que te crió en la habitación de al lado; dichosos maullidos, que yo hoy no los quería, pero que me despertaron a las cuatro de la mañana al otro lado del tabique de cartón piedra. Vamos, que de dormir nada. Que no, que yo no quería maullidos hoy, que no, que estaba muy cansado para aprovecharlos, y que la vecina que dale ayyyy, auuuu, agggg, ufffff; Dios, qué sofoco, qué calores, y mira que haya gente que no le gusten estas cosas. Como algunas, que el otro día un amigo me contaba de una amiga que decía que de fluidos nada, todo muy aséptico, ducha antes, ducha después y hacerlo como Dios manda; alguien que no había leído los poemas de poeta cubano Nicolás Guillén, esos versos que hablan de: ay, de aquellos labios de mujer que nunca bajaron allá a probar el fruto prohibido... y que yo le decía a mi amigo, que pobre, que qué despistada estaba su compañera/amiga, y le ponía el ejemplo de Santa Teresa que levitaba, creo yo, con eso de que en la otra vida debía de encontrarse con un helado de fresa y chocolate entre los labios; porque enamorada estaba, sin lugar a dudas, lo único que pasaba era que sus neurotransmisores habían confundido la ascesis del onanimo solitario con la ascesis junto al amado de carne y hueso.
Así son las cosas, esto que pierde una parte de la humanidad con eso de hacerle ascos a los fluidos y a las conexiones neurales que se establecen entre la lengua, los labios y el arma del delito. Vamos, que en definitiva tanto Clinton como la becaria aquella sabían lo que hacían cuando salían a pasear por Whasington en el coche oficial, cuando mientras el Presidente ponía cara de estar levitando (parecido a Santa Teresa), la becaria bajaba entre sus piernas a buscar con su boca el fruto prohibido. Sí, la becaria aquella que después le armó el cirio después de haberse dado el gusto con el señor presidente de los Estados Unidos de América (que allí puritanos son, pero, como se ve, no todos). Por favor, por favor, anda, le digo a mi amigo, que le digas a tu amiga que las cosas no son así, que se pierde el exquisito manjar de la cueva oscura, su mata de pelo, el prominente personajillo que asoma, se levanta y se pone derecho velando armas como don Quijote a la espera de los acontecimientos.
Bueno, menos mal que la cosa fue rápida, y mientras yo daba cuenta de estos hechos, la fiesta fue terminando. Al final hubo un ag ag ag, un ummmm y, plas se hizo el silencio. Sí, como me sucedió a mí una vez, que le decía yo a mi amigo, que fue tan ufff uffff la cosa, que me quedé sopa encima. ¡Vaya cuadro! Menos mal que mi aquella otra amiga de entonces fue comprensiva.
Sí, al final pude dormir un par de horas. El día siguiente sería otro día no exento, una vez más de sustos. Pero eso mañana.

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