¿Qué es una buena película?


Cochin, 16 de junio

La barcaza surca la superficie acerada del agua; apenas se inmuta ésta por el paso monótono y mastodóntico, pesado, de esta antigualla que hace el trayecto entre Alleppey y Kottayan cargado con gente de color y ojos profundos. El barco podía pertenecer a los tiempos de Asoka, el gran emperador hindú del siglo III a.C.; los canales, aunque salpicados de viviendas aisladas aquí y allá y afianzadas sus orillas por paramentos de piedra que protegen de las inundaciones los campos vecinos, no muestran otra pertenencia al presente que un tendido eléctrico que veo cruzar de tanto en tanto entre las palmeras. Si acallaramos el motor y lo sustituyéramos por remos, bien podríamos imaginar que las huestes de Alejandro Magno andan por el norte haciendo su campaña exploratoria del continente, o que acaso los portugueses se afanaban en Panaji, la antigua Goa, por establecer una fuente de suministros de especias, o los franceses en Pondicherri buscaban el modo de incrementar sus beneficios más allá de sus fronteras. El tiempo apenas cuenta en esta superficie calma rodeada por el reflejo de las palmeras contra la luz de un cielo de tonalidades azulinas y grises color perla. A veces el agua se llena de plantas flotantes y ésta aparece como un enorme prado en donde asoman la cabeza unas flores malvas no especialmente bellas. Sí, esa es la sensación, navegar por el medio de un prado rodeado por la silueta oscura de las elegantes palmeras. Lo demás es runrún de motores y recolectar con la cámara las luces y las sombras que desfilan delante de mis ojos.
¿Qué es una buena película?, dice ella, cuando empiezo a defender alguna de mis preferencias cinematográficas; y me mira por encima de las gafas, y ya, como he empezado a conocerla, me veo por donde vienen los tiros, y la miro en silencio, un silencio que dice: ¿me estás tomando el pelo?, ¿o acaso me quieres poner a prueba? Y es que me tengo que andar con cuidado, porque no está sola en contra mía, que también anda su hijo Javi por ahí con la escopeta cargada a la defensa de su madre (sí, que ahora soy señor, que me va a llamar así hasta que a su madre no deje de llamarla mi amiga con nombre de flor; yo, que nunca me sentí ni señor ni cosa similar; por Dios, señor, que me suena a individuo cejijunto y de corbata, un colgajo que sólo llegué a usar un par de veces bajo la presión de la pena capital cuando era chupatintas de un banco). El caso es que casi me veo obligado a buscar argumentos; y puestos, ya en materia de relativismo, habría que decir, quizás, que sobre gustos no hay nada escrito; pero también, como en todo refranero que se precie, donde un refrán expresa una verdad, hay otro que expresa su contrario; y en este caso, podríamos decir que hay gustos que matan. Vaya, que nos enzarzamos con las palabras, y si ella defiende a Los piratas del Caribe yo me monto el número de mis entusiasmos cinematográficos, poco cine pero de calidad: Herzog, Kurosawa, Lee, Angelopulus, Bermang, Buñuel (no todo). Y esta mujer ya empieza a meterme en un cajón (con lo que me jode que me metan en un cajón). Sí señora, que puestos a jugar prefiero otro juego más interesante que el parchis. Y me da la impresión que se mosquea, pero es que se me ha tirado al cuello de una manera tan descarada con eso de vamos a ver, ¿qué se una buena película?, que siento la tentación de darle cuerda a mi entusiasmo y no parar; lo cual hago, lo que provoca un largo monólogo por mi parte, al cabo del cual hasta las palmeras que levantan sus flequillos oscuros un poco más allá del runrún de la barcaza abren la boca para decirme que me estoy pasando, porque sin venir apenas a cuento largo el cincuenta por ciento de mi repertorio, de todo un poco, música, pintura, literatura, cine... ¿cómo comparar a mis gurúes culturales, las robustas emociones (jeje) que me proporcionan mis gustos (jeje) con todo ese batiburrillo comercial, con los efectos especiales, con... Y es que no hay quien me pare cuando me pongo plasta; soy capaz de soltar un rollo de cuarenta minutos alabando al salvaje Ursu Uzala, al Visconti de Muerte en Venecia, a cualquiera de esas músicas que alabadas con un poco de habilidad forman en el interlocutor, según sea su sagacidad, la idea de que uno o es melómano o un listillo de tres cuartos (o acaso un cultureta, como le llama Rosa a Guille Guillosocaradeoso, hace tiempo). Vamos, que después de todo mi amiga (¿estás por ahí, Javi?) se queda tan callada que no sé si se ha tragado mi rollo y me considera un poco más después de mi verborrea (lo que demostraría menos inteligencia por su parte de la que yo creo que tiene), o si por el contrario me mira condescendiente como si fuera un romántico estrafalario que se emborrachara con su propio entusiasmo.
Los canales se estrechan y nuestra barcaza vuelve a ser una embarcación deslizándose suavemente por un prado de plantas flotantes sobre cuya superficie vuelan numerosas aves acuáticas.
Ahora el agua me entra por el cogote, cae a regueritos en mi cabeza desde la abertura que dejan los remaches del techo. A mi izquierda, un dispositivo en forma de persiana plegable, evita parcialmente el paso de la lluvia que en este momento golpea sobre la chapa del autobús formando una escandelara; sólo parcialmente porque por ese lado el agua se cuela sin que podamos hacer nada por evitar que nuestros macutos se empapen. Nuestro viaje continua. En este país, y más en la época del monzón, la lluvia parece ser un elemento con el que se tiene una buena convivencia. Veo a otros viajeros bajo la lluvia que inevitablemente se cuela por todos los sitios, y me admira que ni se inmuten. Allí donde fueres haz lo que vieres. Así que paciencia. Junto a mi asiento un criajo me mira con sus ojos negros negros; le debe de extrañar mi piel blanca blanca. Le hago un guiño, pero no sigue el juego. Apenas hay espacio para ningún otro pasajero, pero el interior del autobús es como un globo elástico, admite todo lo que le echen. Sube un señor gordo y me planta encima una voluminosa cartera; nos sonreímos mutuamente. El día de fin de año último, cuando terminamos la San Silvestre, el metro en Vallecas era algo parecido a esto; a muchos les entraba la vena de señoritos y protestaban porque otros corredores forcejeaban en las puertas del metro para encontrar un espacio dentro del vagón; no somos animales, protestaban. Claro que no somos animales, pero tampoco era cosa de perder la hora de las uvas esperando al metro. Aunque el autobús vaya hasta los topes, aquí siempre hay espacio para una docena más.
Y con dos macutos en brazos, como si fueran dos bebés a los que hubiera que proteger de la lluvia para que no se resfriasen, no se me ocurre otra cosa que pensar en aquello: ¿cómo coño se distingue una buena película de una mala? No, pese a todo, sigo pensando que mi amiga estaba tratando de tomarme el pelo.

No hay comentarios: