El cabreo de mi amiga con nombre de flor

Thiruvananthapuram, 9 de junio


Nunca los vuelos fueron tan accidentados. En el anterior a éste, en Singapur, me faltó el canto un duro para quedarme en tierra, y en el de hoy, después de que el vuelo Colombo- Thiruvananthapuram fuera cancelado y que el pasaje, hindú en su mayoría, hiciera una sentada en el aeropuerto para pedir volar la misma noche, y tras un accidentado vuelo a Madrás, faltó nada para que nos quedáramos varados en el caótico aeropuerto de Chennai (Madrás) después de catorce horas de inesperados acontecimientos. Un trayecto aéreo inicial, en el que se emplea una hora y media, y que terminó por convertirse en un paseo en un sentido y en otro del espacio aéreo de los estados de Tamil Nadu y Kerala y un trajinar por oficinas y atravesar controles de la policía.



El problema de transporte de líquidos en el equipaje de mano y las prisas por un vuelo que perdíamos, provocó que una docena de latas de cerveza de un compañero ocasional de viaje fueran a parar al macuto de mi amiga con nombre de flor, terrible amiga a la que ya temía en la distancia y a la que estoy aprendiendo a conocer hasta el punto de poder bromear con este viaje, que yo le digo, de luna de miel inesperada. Y fue el caso (je) que lo que tenía que suceder sucedió; que nada más retirar el macuto de la cinta deslizadora del aeropuerto de destino ya ella notó el tufo que se desprendía de su enorme macuto y mi wife, ni corta ni perezosa montó en cólera (el macuto, enorme, exactamente el doble de peso que el mío; tanto que cuando miro mi esmirriada mochila al lado de la suya parezco un pobre viajero menesteroso junto a esta mujer de supermacuto a la espalda -toda una farmacia a la espalda... médico tenía que ser-, que a efectos de simplificación de comunicación con el entorno se ha convertido momentáneamente sin comerlo ni beberlo en mi wife). Qué pena me daba el pobre compañero de viaje, un hombre grueso de tez negra y aspecto bondadoso que corrió de una parte del aeropuerto a otra nerviosito como un flan porque si perdía el vuelo no podría asistir a la boda de su hija; pero que no muy ducho en esto de las nuevas normativas de los aeropuertos había llenado un voluminoso equipaje de mano con una grandiosa cantidad de cerveza que desbordaba todos los paquetes (¡tan escasa, tan cara en India!) a las que había unido dos flamante botellas de whisky con las que los aduaneros tendrían la oportunidad de emborracharse aquella noche. El hombre sudaba intensamente, habíamos corrido durante más de una hora como si participáramos un maratón, escaleras arriba, escaleras abajo, el sudor corriendo y empapando toda nuestra ropa y, justo, cuando ya estábamos a punto de abordar la puerta de embarque y cumplir así su sueño de llegar a tiempo a la boda de su hija, el líquido de los brindis, el vasito de whisky del final de la ceremonia, le desaparecía. Sólo se pudieron salvar las latas de cerveza que un apresurado empleado de SriLankan Airlines metió atropelladamente en el macuto de mi amiga con nombre de flor. Y allí, ahora, al final, ya en tierra en nuestro puerto de destino, con el cuerpo del delito entre las manos, el macuto chorreando ese líquido amarillo con aspecto de pis, mi amiga interpelaba al padre de la novia, que cabizbajo pero contento por llegar a tiempo a la boda, no sabía decir otra cosa que non problems, non problems. Y a ella que no le gusta ni el alcohol ni su olor, se le salían los ojos por debajo de las cejas. Uffff, terrible, arrugaba el entrecejo, se le subían los colores, tiraba con el carrito de la compra del aeropuerto derecha, empujada por el cabreo, a una velocidad como para dejar cojo a cualquiera que se le cruzara en el camino. Me tuve que separar unos metros porque pensaba que lo mismo me mordía. Pero no, la cosa no fue a más, que en seguida, nada más sacar algo de dinero en un cercano cajero, tuvimos allí la acostumbrada congregación de ofrecedores de alojamiento, transporte, ayuda, etc., que recibe a todo viajero en cualquier estación de tren o aeropuerto de la India. Y nosotros que teníamos que coger el autobús número 14 que nos llevaba a no sé donde, desde donde teníamos que ir a no sé qué calle, y... y a nuestro lado como un moscón el que nos perseguía había ido bajando poco a poco la cifra inicial de trescientas rupias para llevarnos al hotel directamente sin que le prestáramos atención, hasta cien, momento en que sí atendí para comprobar hasta donde era capaz de bajar el precio, aunque sin dar señales de ello, porque yo estaba dividido entre el ofrecedor de transporte y la rabieta de mi amiga, que ya empezaba a amainar y a hacer suave y relajado su rostro; lo cual era mucho de desear porque en esa situación un servidor no sabe en qué frecuencia vibrar. Cuando el precio bajó a setenta y cinco rupias consideré que no era cosa de hacer trabajar a aquel hombre mucho más, dado, además, el enorme calor que hacía y las molestias que nos íbamos a quitar de encima; así que aceptamos el trato. En seguida comprobamos que sólo era un intermediario a la caza de clientes. Como veríamos después todavía podríamos haber pagado menos de la mitad de aquella cantidad, por demás irrisoria, poco más de un euro para un recorrido de seis kilómetro y un largo itinerar por una ciudad colapsada por el tráfico. Pero bueno, el entretenimiento, el regateo, y luego el desfile de las siempre tan vivas calles de la India, hizo que la tormenta amainara en mi wife y volviera a su rostro la relajación y la serenidad de horas atrás.


Después fue tomar contacto con las calles de esta ciudad de nombre larguísimo y que las peripecias de los vuelos y las gestiones del los aeropuertos terminaron convirtiendo en familiar; fue buscar hotel en un amplio abanico de posibilidades, y en ello contemplar cómo un bello entorno, un patio acogedor al que daban las habitaciones asomadas desde sus tres alturas como a una plaza de toros, puede convertirse en un criadero de ratas y decidir incrementar un poco nuestro presupuesto y buscar alojo en un lugar más acorde con los gustos de mi amiga. Sí señor, hubo el primer encuentro soto voce, desacuerdo, mirada furtiva entre nosotros, forcejeo. Ella se adapta muy bien, pero aquello le pareció demasié. Uno tiene que disculpar su educación espartana, o acaso ciertos restos de prurito, el de querer vivir de cerca la realidad de los lugares por donde transita; y como uno no es precisamente de los que visitan hoteles de muchas estrellas, que para dormir bajo muchas estrellas prefiere dormir sobre el bendito suelo a la intemperie acunado por el ruido de las olas o el rumor de las hojas de los árboles; pues eso, que a veces apura demasiado y es lógico que se encuentre con que la compañía no es del mismo parecer. Siguiendo las inclinaciones de mi amiga voy a intentar cambiar de registro; después de todo el precio de la nueva habitación, unos nueve euros, en un hotel donde a la puerta te espera un señor con gorrita y botones dorados en la chaqueta que te dice un good morning muy servicial y amable, y después una larga y mullida alfombra te lleva hasta una amplia estancia donde no falta de nada y brilla el suelo como recién abrillantado para el gusto de mi amiga; después de todo, decía, no está mal. Ahora un enorme ventilador sobre la cama ronronea generoso encima de nuestras cabezas, un viento que agradecemos y fuera de cuyo radio es imposible no sudar a mares. Estamos en India. Estoy contento. Le pregunto a Margarita: ¿Oye, estás contenta?, y ella me dice: ¡soy feliz! I'am happy too!



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