Innato, adquirido o cosecha propia

Colombo, 3 de junio

Mi amigo dice que el sentimiento de exclusividad es innato y que por tanto nada se puede hacer contra él; hace no mucho hablando acaloradamente con una amiga que es psicoanalista se me escapó hablar de la curiosidad como algo innato en el hombre, lo que hizo que bajáramos de los árboles y exploráramos nuestro entorno; ella me paró diciendo que no, que la curiosidad no era innata; hoy me desperté bajo el chorro del ventilador acompañado, era agradable encontrarme con un cuerpo al lado después de este largo vagar solitario por las riberas del Pacífico, Margarita dormía plácidamente envuelta en el ruido ensordecedor de este amanecer urbano; la necesidad de ternura también debe de ser una necesidad innata; cuando dos personas construyen durante más de un lustro una intimidad, una convivencia, el cerebro límbico gota a gota va fijando sobre su estructura fisiológica un fuerte sentimiento de pertenencia que se traduce como si la otra persona de alguna manera hubiera pasado a formar parte de nuestro organismo; uno no se puede arrancar un brazo porque forma parte de sí mismo, de la misma manera que no puede arrancarse de uno un hijo, o acaso un amante, que el tiempo asoció, mezcló, hizo intimidad con el propio sentir, el propio organismo.
La lista de realidades sería interminable. Hace muchos años leí un enorme tocho de Luis Cencillo, que llevaba ese título, Tratado de las realidades, aquello debía de ocupar más de un millar de páginas de gran formato. Tratar de hablar sucintamente de estas cosas sería casi una frivolidad; la cantidad de material de reflexión que nos proporciona la vida a diario es tal como para volverse locos si quisiéramos dar salida a todo ello intentando poner orden no sólo ya en los asuntos aisladamente sino en la interrelación de las innumerables variables que sus mutuas dependencias suscitan. Sin embargo entre quedarse mudo e intentar aclararse un poco en lo que sucede en nuestro organismo, mejor atenerse a lo segundo.
Como uno no es filósofo ni tiene excesiva capacidad para el análisis pormenorizado, como le sucede al señor Marina, se ve limitado frecuentemente a utilizar otros criterios de acercamiento a la realidad que responden más bien a las intuiciones y a esa vara de medir y de concluir asuntos que dice que es válido aquello que funciona, y no válido aquello que no. No hace falta ser sabio para ir encontrando los caminos de la propia verdad, sólo basta interrogar a nuestro organismo, esa lumbrera que trabaja desde nuestro interior a veces lejano a nuestros propios razonamientos, y que llegado el caso nos sorprende con un arranque de ternura, con un afecto, con un sentimiento del que nuestro yo consciente no tenía conocimiento hasta ese instante. El cuerpo sabe mucho más que nosotros mismos. Quizás por ello no haya que estudiar tanto ni devorar desde los presocráticos hasta Heindeger, aunque algo ayude su lectura, sino que sea buena idea recurrir a atenuar el parloteo en que nuestra mente de continuo se ve empleada –un rato de yoga, meditación zen, la contemplación del ir y venir de las olas, el subir y bajar de las llama de una hoguera-, hacer silenciar la siempre inquieta disposición de nuestro cerebro para estar continuamente en movimiento, pasando interminablemente de un tema al otro, para en el silencio poder escucharnos a nosotros mismos; como decía ayer el personaje femenino de Dickens que no veía nada especial en el fuego, pero mirándolo ella veía crecerse. El método funciona, y curiosamente mediante él se llega con frecuencia a parecidas conclusiones de esos sesudos pensadores que emplean su tiempo en desentrañar la realidad.
Un día uno se ve sorprendido por un pulso acelerado sobre la carótida, el corazón ha empezado a batir con fuerza desacostumbrada; otro nos encontramos con los ojos húmedos; otro ve frustrada su estratagema para liberarse de un afecto que ha calado muy hondo en su organismo; otro nos entran unas ganas locas de hacer un viaje, escalar una montaña, correr un maratón. Nuestra curiosidad nos lleva tras un cuerpo nuevo, nos hace llegar a las profundidades de una cueva en donde el silencio y el ruido cavernoso del agua deslizándose bajo las estalactitas persigue al hombre primigenio que habitó en el interior de la tierra. Decimos, esto es innato, aquello lo aprendimos, lo otro se fijó a fuego en nuestro sentir, con de más allá ya nacimos puesto; hablamos de la conciencia como si hubiera una codificación interna previa a toda existencia que fuera parte consustancial de nosotros mismos; hablamos de nuestro ser interior como si nos debiéramos a una oscura realidad nuestra que también puede concebirse como realidad con raíces en un pasado previo a nuestro nacimiento (algo en lo que no creo pero contemplan todas estas religiones del sureste asiático). Margarita hablaba ayer de un yo que trasciende la vida, aprendizajes que hicimos en otras vidas y que mediante técnicas especiales de regresión podemos reencontrar en nuestro presente de hoy.
Abrirse paso en uno mismo para aprender a discernir, saber si el amor que tuviste es una inútil dependencia cuyo final hay que forzar, conocer de las fuerzas que estimulan nuestra curiosidad, de las posibilidades de nuestro organismo, de las trampas que el hecho social nos tiende para ceñir nuestro comportamiento a las necesidades del grupo; saber si eso de la exclusividad es una realidad o es nuestra incapacidad la que habla intentando crear lazos de dependencia-sumisión en los que guarecerse de las inclemencias del tiempo, un seguro de vida con el que echarse a dormir una vez sosegada nuestra inquietud, nuestro miedo a la soledad. Conocer qué es amar y no confundirlo con los grilletes de un contrato notarial o divino (¿estás ahí, mi amiga desconocida? Esas palabras que te leí: lo que Dios ató no puede desatarlo el hombre... que yo creo que son más de lo mismo, cómo las religiones y la sociedad organizan su mundo, y nos lo inoculan después hasta hacernos creer que está en la naturaleza humana esto y lo otro, de la misma manera que está en la naturaleza humana obedecer ciegamente al poder, a los popes, a los dioses que ellos inventaron a veces con oscuras razones. ¿Quién tiene la razón aquí en Sri Lanka los cingaleses o los tamiles? Los cingaleses tienen el poder, son más y mejor armados, y eso da pie para reconocerles como los señores de este país, pese a los cientos de años que los tamiles llevan ocupando estas tierras. En España hay mucha gente que piensa que los vascos son habitantes del del infierno, tienen rabo y llevan un tricornio en la mano como Neptuno; la cultura política centralista hizo estragos en nuestra tierra. El íntimo convencimiento que tantos tienen sobre una tan manifiesta mentira se basa no más que en un goteo ideólogico inoculado por intereses mezquinos y mentes extraviadas. Un paréntesis más, qué le vamos a hacer. Ah, y por supuesto, mis respetos, no obstante, para creencias que no son similares a las mías).
En realidad todo forma parte de lo mismo, tratar de aprender.

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