El ejército en la calle

Colombo-Kandy, 4 de junio

“Avalokitesshavara, the most important of the bodhisattvas, leads us to realize that everything that has happend in our lives, whether directly or indirectly, is the result of our aspirations. We create our own reality.” El otro día, mientras volvíamos del aeropuerto dimos un repaso a ese tema tan latente hoy de los libros de técnicas de crecimiento personal; lo relacionábamos con las religiones orientales, con esas lecturas que tanto abundan en todo el mundo, sea de Osho, Khrisnamurti, Paolo Cohelo, y que indican una preocupación generalizada por el propio enriquecimiento. Expresábamos la paradoja de lo huérfanos que nos encontramos de conocimientos que vertebren una conducta capaz de ayudarnos a encontrar nuestro propio camino, el equilibrio, la paz interior, y lo lejos que nos encontramos en la práctica de atender al negocio personal con dedicación suficiente. Con la mañana ya avanzada nos habíamos acercado a un templo budista situado en el centro de un lago, un paraje que recordaba la película Primavera, verano, otoño, invierno. En el vestíbulo mirábamos una rueda de la vida que guardaba cierta semejanza con el El carro de heno, de El Bosco. Allí estaba en grandes caracteres la cita que encabeza este párrafo: los textos budistas nos enseñan a darnos cuenta de que lo que nos sucede en la vida, directa o indirectamente es el resultado de nuestras aspiraciones. Nosotros creamos nuestra propia realidad. Maravilloso descubrimiento el que nosotros a la corta o a larga seamos los creadores de nuestra propia realidad. Ello aclara muchas cosas, pone en nuestras manos el timón de nuestra vida. Parecidos pensamientos pueden leerse en los autores citados más arriba. Es un conocimiento milenario que con frecuencia olvidamos: yo creo mi propia realidad; las circunstancias no pueden ser más que un accidente en mi camino; mis condicionamientos un reto; el determinismo sólo existe en nuestro cerebro.

Paseamos más tarde por otro bello monasterio; en el centro de su patio crecía un enorme ficus, esos árboles devoradores que llegan a tragarse ciudades enteras; inconmensurables; voraces; todo un reino de vida que sirve de hogar y sustento a innumerables plantas tropicales; comadreo vecinal, simbiosis; por sus nervaturas suben los túneles de las termitas que se elevan así por el tronco fuera de la vista de los pájaros. A sus pies medita un buda que escucha impasible el agua de una fontana cercana en donde nadan carpas de colores. Un elefante con cara de aburrido espanta moscas con el rabo; una fila de feligreses hacen cola frente a un monje que ata a sus muñecas un cordino de algodón blanco; el sonido cantarín del agua me recuerda el claustro de alguna iglesia románica del Pirineo. Hace mucho calor; cuando atravesamos el patio de losas de mármol para alcanzar nuestra sandalias, las plantas de nuestros pies chillan; hago aspavientos y un grupo de mujeres de sari blanco ríen de la situación. A veces el suelo quema y hay que pasar corriendo para no quemarse.

Es el caso de esta ciudad, caliente también por el olor a pólvora. No es agradable pasear por una ciudad tomada literalmente por la policía y el ejército. Fort, la parte antigua de la ciudad, que limita con el mar y se encuentra relativamente separada del resto por un par de canales y una gran laguna, alberga el Trade Comercial Centre, los hoteles de mayor categoría, los edificios oficiales más notables. Las bocacalles, cerradas todas al público, a excepción de la vía principal, aparecen defendidas con sacos de tierra en cuyo borde superior descansan los fusiles. No se puede ir cinco minutos en una rischaws sin que algún control policial nos obligue a detenernos para mostrarles los pasaportes. De todo ello queda constancia notarial en unos grandes libros, en donde cada vez un oficial escribe los datos de los viandantes. La mayoría de estos soldados no sobrepasan los veintiún años; la mayoría adoptan posturas arrogantes, miran a los transeúntes desde su status de autoridad; si bien en algún momento no son capaces de sostener la pose y por su rostro se escapa la mirada tímida, el gesto amable que subyace bajo el uniforme. Los perros guardianes también parecen tener su alma de niño. Junto a las calles acordonadas rompen las olas y el agua se eleve una decena de metros sobre la acera. Atardece. Nos acercamos por un paseo solitario hacia la rompiente, pero es inútil, la barrera de rifles, el miedo, ha levantado la parafernalia de sus trincheras alrededor del dinero y de los órganos de decisión y poder.

De momento había desistido de hacer fotografías para no levantar las ganas depredadoras de alguno de estos jovencitos que surcan las calles con aspecto aburrido y mirada de estar pensando en su novia; van cargados con su fusil y llegado el momento pueden tomarse muy en serio su trabajo; les han dado un puesto de responsabilidad y ésta les asume de la convicción de su función; otros sobreactúan, necesitan contonearse frente a sus superiores y hacer notar su celo en la tarea encomendada; como sucedió ayer, que paseaba por la calle con la cámara colgando, pero notoriamente en estado de inactividad, cuando uno de estos soldaditos, viéndome, tuvo necesidad de hacerse notar y se tomó el trabajo de cruzar la calle para interesarse por las fotografías que podría haber estado haciendo del edificio en cuya puerta él hacía guardia. No pude evitar de sonreír sardónico ante una película que ya conocía de dos años atrás, un día viajando entre Senegal y Malí en que un policía algo lelo, con ganas de hacerse con una cámara fotográfica, pretendió que yo había estado fotografiando su cabaña de adobe y tejado de paja, oficialmente un puesto de aduanas. En aquella ocasión me sorprendió y enfadó tanto que prácticamente me tiré al cuello del policía, cuando éste de manera inesperada dio un tirón y arrancó la cámara de mis manos. Fue necesaria la presencia de un letrado (alguien capaz de leer) para que me perdonaran la vida y me dejaran partir después de aleccionarme y devolverme la cámara. Por demás el espectáculo se había hecho público y veinte o treinta pasajeros se habían interesado por la suerte del viajero y su cámara, lo que debió de forzar la “conmiseración” del oficial de policía. Lo de ayer tenía más pinta de sobreactuación, de ganar puntos ante la superioridad. Me hicieron pasar al interior de las dependencias militares y allí tuve que hacerles un pase de mis últimas fotografías. Cuando se cansaron de ver retratos, budas, paisajes callejeros, se interesaron por otro juguete, ahora era el teléfono; estuvieron buscando durante dos o tres minutos el agujerito de hacer fotografías, pero casualmente mi teléfono carecía del él.

Las noticias que me mandan de casa vía email no son nada alagüeñas. Anteayer mismo las fuerzas del ejercito han estado bombardeando posiciones del separatistas Movimiento para liberación del Ealan Tamil (MLET); en el este de la isla y, en la noche del pasado viernes, la policía descubrió un camión cargado con más de una tonelada de explosivo C4 en un punto de control a ochenta kilómetros al norte de la capital Colombo. Desde el comienzo de los enfrentamientos, al menos setenta mil civiles y militares perdieron la vida. Sólo en 2006 se registraron más de cuatro mil víctimas, pese a la vigencia de una tregua pactada hace cinco años.

Caminando hacia el sur por un paseo marítimo solitario tomado por los militares, vamos poco a poco encontrándonos con los paseantes dominicales. A ellos tampoco les gusta la soldadesca y según ésta va desapareciendo van apareciendo los viandantes y los enamorados. Junto al crepúsculo que empieza a dorarse con los colores propios de la fiesta vespertina, se despliega una curiosísima fila de paraguas, bajo los cuales las parejas, ocultas a las miradas de los transeúntes, se besan y hacen manitas; poco más o menos como en nuestro país en los años setenta, que había que besarse entonces lejos del alcance de los grises, no fuera a ser que te detuvieran por escándalo público. Los enamorados, todos cubiertos con sus respectivos paraguas, ocupan, en fila india, como no podía ser de otro modo en este país, uno de los escalones del paseo. Son muchos y eso les hace más atrevidos.

El mar rompe frente a nosotros perlando de espuma y lluvia el paseo. Se sienta junto a nosotros un hombre parlanchín de tez morena y ojos inquietos. Un superviviente el último tsunami de la zona; el mar se llevó a su esposa, a su hermana y a su madre; es pescador, también el mar se llevó su barca y destruyó su hogar. No, no tiene aspecto conmiserativo; charlamos, nos retratamos juntos; coloca su brazo junto al mío y esboza una amplia sonrisa; saco la cámara nuevamente, fotografío esos dos brazos, el del viajero y el del superviviente del tsunami. Su mirada es franca; aquí la vida tiene otra consistencia, la precariedad, la incertidumbre de si mañana habrá algo que echarse a la boca, viste el rostro de cierta nobleza de la que carecemos los que vivimos bajo el palio de la santa hermandad (Sabina, dixit) de los asegurados a todo riesgo.

Tras el mar que rompe aparatoso, se desarrolla ahora el espectáculo para el cual hemos venido aquí a sentarnos, junto a los enamorados. Todo se hace ámbar y fuego. Le pido a Margarita que pose de perfil frente al señor del fuego; luego saco el zoom y recojo esas perlas doradas que el sol deposita sobre el escenario; le acompaña un barco mercante, las nubes lucen su traje de final de tarde. Es hora de recogerse. Pararemos una moto richaws que nos dejará en las concurridas calles de Fort Railway Station, cenaremos en un restaurante cercano y subiremos en seguida a descansar tras este intenso día de peregrinación. Mañana tomaremos temprano el tren a Kandy.

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