El bosque pintor

Gunung Mulu National Park, 23 de abril


Había terminado de escribir esta mañana sobre la vida y la muerte, y la soledad del lugar -todos los viajeros andaban de excursión temprana por el parque- invitaba a no hacer nada bajo la sombra del porche que da a una explanada de hierba rodeada de grandes árboles, cuando se me ocurrió salir a estirar un poco las piernas. Era agradable pasear después de haberme dado un atracón de mil quinientas palabras entre el desayuno y el mediodía. No pretendía más que eso, estirar las piernas, pero me adentré por un caminillo y después de andar unos cientos de metros me topé con el guía del parque que nos había acompañado ayer en el recorrido por las cuevas; y charlando, tanto le mostré mi entusiasmo por el lugar, que me recomendó tomar una senda que partía más adelante a la izquierda.


A los pocos minutos aquello se convirtió en un rincón encantado, una senda estrecha cubierta de tablas que zigzagueaba por la jungla como quien no tiene prisas y rodeaba respetuosa y graciosamente los grandes y robustos árboles que se encontraba en su camino. Desde hace años, mi hijo Guille creo que no hay día que salga a la calle que no lleve encima su cámara fotográfica; se aficionó a ir recogiendo en su interior los graffitis que se encontraba por el camino y ahora no puede prescindir de ello; husmea por Lavapies y por Tirso de Molina los pasos de todos los graffiteros que se precien, y no sólo eso, que también resucita a los muertos. Cuando la eventualidad de una limpieza de fachadas por parte del ayuntamiento o la mala ralea de alguno hace desaparecer una de las pinturas, él, amorosamente, las repone con el sucedáneo de una de sus fotografías del original; las coloca en el lugar donde estuvo el desaparecido graffiti: “aquí vivió, yació, estuvo presente tal o cual pintura”, y cuenta los azares del trabajo; y nombra a los autores como si hablara de Goya, de Velázquez, o de Picasso aquí hay un Dr. Hofmann, un Nick Dragon, un Hombresgrises, etc. E incluso les sigue los pasos allende los mares, que hace poco estuvo en Ibiza y allí los dedos se le hacían huéspedes cada vez que encontraba el trazo reconocible de un graffitero de su bien ilustrada colección. Si queréis haceros una idea de la cosa, aquí tenéis la dirección: http://escritoenlapared.blogspot.com/

Pues bien, a mí también me da por cosas parecidas, aunque mi ámbito de movimiento sea bastante diferente al suyo. Yo colecciono colores, texturas, todo lo que me viene a los ojos y que, la espontaneidad del tiempo, la humedad, el calor, el frío, o simplemente la disposición de la naturaleza para crear arte, ha tenido la gracia de ir poniendo en mi camino. Y fue el caso esta mañana, en que mi inicial necesidad de estirar las piernas terminó convirtiéndose en una larga y fructífera excursión por el interior del parque. Ayer, cuando me adelantaba una pareja de holandeses mientras yo andaba encandilado fotografiando una preciosidad de líquenes que vivían sobre un pasamanos de madera, una gama de ocres y anaranjados, con bordes verdinegros imitando una sucesión de montañas desvaneciéndose en la luz oscura del crepúsculo; cuando estaba buscando el encuadre y les hice la observación apenas si se dieron por enterados, tenían mucha prisa como para entretenerse a ver las salas del museo de arte abstracto que yo les mostraba.

Y es que hoy el lugar era si cabe más encantador todavía; no iba a ningún lugar en particular y por tanto mi organismo parecía estar mucho más receptivo, mucho más atento a los matices, pese a que el sol atravesaba la masa del techo vegetal y desmerecía con su brusquedad la sedosa oscuridad con que la penumbra viste en ocasiones los rincones de la jungla. No tardé, sin embargo, en encontrarme, algo sorprendido, por el llamativo rojo fuego de las bayas, y más allá, uno tras otros los innumerables troncos de los árboles gigantes, sobre los que reptaban las sombras claras de unas enredaderas con el color de la nieve; otras, más oscuras, aparecían sepultadas en un tronco, que haciendo caso omiso de los anillos que le oprimían seguía engordando y enterrando a su vez en la masa de su madera la antigua enredadera que se había abrazado a él amorosamente y que éste engullía indiferente dentro de su cuerpo ocre. Luego fueron los distintos troncos, cada cual vestido con un color diferente, llena su madera de nervaturas y de entrantes y salientes que creaban a lo largo de él zonas de claroscuro donde crecían helechos y líquenes de tamaño y color diferente. Los gigantes, de grandes y largas piernas, extendidas a su alrededor para dar consistencia a tantas toneladas de vida, creaban con el perfil agudo y ondulado de su asiento sobre la tierra, bellas líneas llenas de luz que terminaban hundiéndose en el suelo encharcado y blando. Y los millares de troncos de menor tamaño, pero creciendo junto a congéneres que buscaban en su camino ascendente la misma luz, como quien se apoya el uno en el otro camino de la meta. Y la diversidad de sus colores, y el vestido generoso de todo tipo de líquenes vistiéndolos como para una fiesta; y los charcos color ámbar sobre cuya superficie simples hojas lanceoladas parecían señoritas de postín rodeadas por el dorado vinoso del agua.

El bosque, bello, enigmático, lleno de color y vida, no permanece inactivo; dedica una parte de su tiempo a la pintura. El bosque pinta todo lo que cae en sus manos, y lo hace pacientemente, sin prisas. Mirad, por ejemplo, este pasamanos de madera que aparece bajo estas líneas. ¿Qué os parece? ¿Quién puede ser el autor de esta maravilla, sino el bosque? La gente del parque construyó algunas sendas, instaló pasamanos, peldaños, pero el bosque lo veía cada mañana y se pasaba el día pensando que aquello no le gustaba, y así, un día, ni corto ni perezoso, cogió los pinceles, se arremangó y se puso a trabajar; y date, ahí está resultado, una balaustrada que bien merecería su espacio en alguna de las galerías del Metropolitan de Nueva York.

Por lo demás decir que las fotos, dada la pobreza de luz que alumbra este mundo encantado, son un débil remedo de la realidad que ofrecía hoy este museo cuya autoría corresponde al ancestral buen hacer de la naturaleza.

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