La selva


Kinabalu National Park, 13 de abril


La primera impresión cuando uno se acerca a la selva, penetra una mañana temprano en el santuario de su masa biológica, es la de un cierto caos, como de quien entra en un mundo encantado en donde ha de transcurrir algún tiempo antes de que el viajero tome posesión de algunas referencias, se oriente, empiece a descubrir en el batiburrillo de los sonidos, en la exuberancia de las formas y los colores, en el juego de luces y sombras, una armonía, ciertas constantes, un denominador común, un grigri de fondo. Existe un esfuerzo por reducir los cantos de los pájaros a otros más familiares y cercanos a nuestras latitudes, un constante rasgueo lo tomamos por una chicharra, un canto poderoso y determinante en lo alto de un árbol por el un mirlo. Según transcurre la mañana, la notas, los colores, el conglomerado impenetrable de la vegetación, se van haciendo más y más familiares.

Era así esta mañana momentos después del alba. Una nube blanca había empezado a hincharse en el horizonte hasta convertirse en una inmensa mole que pareciera venir capitaneando el día que comenzaba. Yo pasaba bajo una palmera (tantas y tan distintas que no sabría nombrar), miré hacia atrás y no tuve más remedio que pararme a admirar aquella tripuda nube que la primera luz del día empezaba a vestir con los colores de la mañana. Naturalmente me paré, agradecí su presencia, saqué mi cámaracazamariposas, y la nube y las hojas de la palmera quedaron atrapadas en su red. Ahora ya forma parte de mi colección fotográfica. Ya puedo admirar cuanto quiera, ahora o en el futuro, este fragmento de mañana que pasó frente a mi retina inesperadamente cuando me internaba en la jungla del Kinabalu National Park.

La selva a esta hora era el guirigay ensordecedor de sus habitantes quitándose las legañas, haciendo gárgaras, dando los buenos días, o imitando las campanas de la iglesia de mi pueblo, algún bicho que bajo este cielo de Alá, había aprendido la cadencia de las campanas de otro lejano dios. Enormes árboles de más de treinta metros de altura, anchos y robustos como los pilares de una catedral, cubrían el bosque con el paraguas de sus ramas y hacían oscuro e impenetrable un sendero lleno de humedad enteramente alfombrado por un espeso manto de hojas. Sobre sus fuertes troncos se enroscaban enredaderas que necesitando de la luz del sol no tenían más remedio que trepar sobre la piel del gigante, para hacerse con su ración matinal de luz; pero no subían de cualquier manera, lo hacían con una elegancia exquisita; se enroscaban, llegaban a una oquedad, hacían un trazo oblicuo, volvían a la nervatura principal del árbol, y a continuación como una culebrilla empezaban a reptar con decisión por su giba. Los muchos habitantes del tronco tienen distintas razones para estar allí; hay bromelias que dejan el trabajo de sintetizar su alimento a su tutor, se zampan su savia directamente; una espesa capa de musgo que podría confundirse con una bufanda de un verdor intenso y luminoso, cubre la parte septentrional; sobre él anidan a su vez otras plantas de hojas lanceoladas y brillantes. Unas se alimentan de otras. Aunque también hay algún cabrón, como es el caso del matapalo, que cuando joven es apenas una ramita que desciende como una liana hasta el suelo, pero que con el tiempo va rodeando al árbol que le sustenta y en su crecimiento desmesurado llega a extrangularlo y dejarle sin vida. Después, con los años, el árbol que sustentaba todo aquel mundo, se pudre y desaparece; dentro del matapalo queda lo que podía ser una metáfora de la vida: nada; aparece por dentro la forma del árbol pero el árbol no existe.

Supervivir. con frecuencia unos a expensas de otros. ¿Verdad que en muchos aspectos no somos tan diferentes de las plantas?

Pero el caso es que yo no quería hablar de la selva, ni de nada parecido; sin embargo ya que estamos... De hecho cuando caminaba esta mañana, una larguísima caminata por cierto de casi un día en que no me tropecé con un alma viviente, en lo que pensaba era en otra clase de selva. Era una estrecha senda en las que faltaban todas las calamidades que Marlow se va encontrando en su acceso al corazón de las tinieblas (y que seguro que se inventó Joseph Conrad para mejor ambientar ese acceso al misterio mismo encarnado en el señor Kurz), pero sin embargo era oscura, lúgubre, hermosa; de vez en cuanto un arroyo cercano se unía al coro de los pájaros y los bichos sin nombre. La senda ascendía por una empinada ladera y la niebla cubría magnífica, sí, tan margnífica como en aquellas primeras secuencias de la película de Herzog, cuando Aguirre y sus compañeros bajan desde las alturas de los Andes hasta la selva impetrable. Y es que Herzog es la leche, ¿cómo coño filmó aquello? ¿cómo coño subió aquel barco? ¿cómo filmó aquella corriente salvaje? (sí, como una corriente salvaje, llámalo sueño, Henry Roth, un bello libro que descubrí hace mucho), ¿cómo fue capaz de fotografiar la selva como lo hizo? Porque la selva no se deja fotografiar, hay que ser muy bueno para poder hacerlo, todo está muy cerca, todo es magnífico, no hay manera de armonizar elementos, crear un fondo adecuado. Disparé decena de veces la cámara esta mañana, pero porque no tenía más remedaio, no veo nunca la manera de fotografiar estos paisajes. Algo que Herzog hace a cada momento y de manera brillante. Recoraba lejanamente mi última travesía del Pirineo francés, los hayedos al amanecer, los enanitos desperezándose en los arroyos, el ámbar de la primera luz sobre las cumbres apareciendo en algún resquicio de la arbolada, la inmensa soledad, el silencio roto por algún pájaro madrugador.

Los árboles de la selva se nutren de la luz, del suelo, del oxígeno, de... Decía que no quería hablar de la selva. Pues bien, llevaba ya caminadas más de tres horas, cuando empecé a sentir necesidad de darme un respiro y comerme unos sandwischs que me habían preparado en el restaurante de abajo; así que me senté. Sudaba como un pollo. Estaba verdaderamente cansado y terminé buscando el acomodo tumbado en el suelo. Cerre los ojos. Pasaron unos minutos, y fue entonces cuando por dentro de los párpados empecé a representarme otra selva... y comencé a echar cuentas con los dedos de la mano. ¿De qué se alimenta nuestra selva urbana, nuestros yoes?, ¿cómo se distribuye su masa biológica?, ¿cómo nuestra probada debilidad necesita del árbol amigo, de la luz de los otros?, ¿por qué la exclusividad es una enfermedad tan generalizada? Y abría los ojos y miraba aquella masa, las copas de los inmensos árboles oscilando débilmente en lo alto como moviendo dubitativamente la cabeza. Y entonces volvía a empezar, reanudaba mi camino en la otra selva, tú, yo, nosotros:

La primera impresión cuando uno se acerca a la selva, penetra una mañana temprano en el santuario de su masa biológica, es la de un cierto caos, como de quien entra en un mundo encantado en donde ha de transcurrir algún tiempo antes de que el viajero tome posesión de algunas referencias, se oriente, empiece a descubrir en el batiburrillo de los sonidos, en la exuberancia de las formas y los colores, en el juego de luces y sombras, una armonía, ciertas constantes, un denominador común, un grigri de fondo. Y entonces echaba cuentas: en su ascensión hacia la luz la planta trepadora, el matapalo, había gastado lo mejor de sus energías, había hecho la corte a su amigo el árbol, había embellecido su tronco con sus armoniosas curvas, con sus flores, con sus hojas brillantes; sin embargo, una vez consolidada su posición, desde su posesiónb, desde su dominio en exclusividad de su conquista había matado a su congénere. Lo quería todo para él, y con tanta fuerza que lo mató. Ahora estaba solo en medio de la selva. El otro día me llegó un correo; en algún lado decía: ¿por qué nos afanamos tanto tanto en ser reconocidos por el universo entero, en tener, en poseer? Cuando uno despierta una mañana y, antes de abrir los ojos, dedica un tiempo a hacer un recorrido por su vida, inmediata o no, lo primero que se le representa es también una cierta sensación de caos. Las plantas de esta otra selva no viven sólo del aire... echo cuentas, en definitiva como decía una amiga el pasado verano, siempre necesitamos a alguien que en el peor de los casos llegado el momento te acerque el gelocatil; una voz amiga, un amor, un poco de seguridad con que calmar el desasosiego, todo eso que necesitan los seres vivos para crecer y desarrollarse. Y sin embargo... Qué difícil la vida de la selva, qué contradictoria, con cuánta falta de inteligencia, cuando no de irresponsabilidad, solucionamos tantas veces nuestros problemas. Que no son las guerras ahora, ni los terrorista, ni cosa que dependa de los políticos o los frailes. Que echar balones fuera es un deporte universal.

Acaso podamos decir que la naturaleza del matapalo sea terminar con el árbol que le sustenta; en cuyo caso la ley de la supervivencia en los seres pensantes debería llevarnos a cuidar muy mucho de los peligros que encierra un "amor" excesivo. Y habría que recordar aquí aquellas palabras de un personaje de Sandor Marais, en La mujer justa, que afirmaban que su matrimonio lo había matado un exceso de amor. La mujer justa era evidentemente el matapalo que yo veía crecer frente a mí, y que efectivamente preludiaba para no dentro de mucho la desaparición del árbol que le había sustentado.

Y ahí, tumbado, con los ojos cerrados, continuaba escuchando los sonidos de la selva, recordando nombres y apellidos, intrincados laberintos de luces y sombras, de anhelos y desencuentros; esa otra selva en la que todos vivimos, y que a veces adquiere el mismísimo aspecto de caos que me producía a mí esta madrugada el bosque en mi larga marcha matinal.

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