Rostros

Miri (Malasia), 19 de abril

La primera impresión matinal de hoy fue encontrarme mientras desayunaba en un restaurante junto al terminal del ferry de Labuan, con el rostro de una conocida, se trataba de una de las nativas de Tahití que aparece en el cuadro Area Area, de Gauguin. Me pareció un buen comienzo. Me hacen gracia estos encuentros fortuitos; en una ocasión me tropecé con mi cuñado Rafa en Usuhaia, en Tierra del Fuego; además, dio la casualidad de que estaba embebido viendo un partido de fútbol en una tasca, algo que hace habitualmente en Madrid; y para más abundancia, hace un par de años tropecé con una vecina de Griñón en las calles de Bankog. Más bien con sus dobles, claro. Quizás esas múltiples almas de las creencias de los polinesios no sólo se van por ahí de garbeo en los momentos del sueño, sino que además habitan otras latitudes y hablan otros idiomas. Podía ser cosa de ponerse a buscar a nuestro doble entre los seis mil quinientos millones de habitantes del planeta: una buena diversión.

Hay tantos rostros en los caminos de los viajes, tantos. Un placer en todo caso poco común, aunque en Madrid lo tengamos más fácil, como acertadamente afirmaba Marisa en el correo de hace unos días; que es cierto que Madrid se ha convertido en un paraíso multirracial. Hoy desde temprano fueron los rostros. Ya en el terminal del ferry había saludo a un compañero viaje de raza negra con el que había compartido el asiento en otro barco entre Kota Kinabalu y la isla de Labuan. Un hombre bello de dentadura impecable y sonrisa espléndida que se convertía junto a la mujer de Gauguin en la pareja de rostros que me acompañarían en mi travesía.

Poco después, ya acomodado en uno de estos barcos que cruzan el mar a gran velocidad, fue la presencia de un hindú lo que ocupó mi atención, un sirk de ojos profundos y oscuros, al que la barba entrecana y el turbante negro daban distinción y nobleza. Quizás en esta ocasión debería haber asociado este rostro con aquel personaje de Salgari, Sandokán; un cierto aspecto fiero de su semblante me lo recordaba.

Que seres indiferenciados con la consistencia de una ameba hayan invertido millones de años para rotular la belleza de los rostros con los que de continuo me cruzo (chinos, hindúes, malayos, polinesios, árabes...) da una idea de que la belleza y la complejidad no son asuntos a improvisar; y eso contando con que la belleza sea algo inherente a la cosa en sí (¿podríamos decir que es bello un mundo en el que no hubiera un ser pensante que pudiera expresarlo, que pudiera sentirlo como tal dentro de sí?), y no producto de nuestra propia capacidad para de nuestras percepciones substraer/proyectar armonías en nuestro entorno (de donde la belleza sería el resultado de una cierta síntesis en un punto donde nuestra percepción, nuestros hábitos, nuestra cultura personal se encuentra con una realidad externa susceptible de polarizar nuestra atención y empatía hasta el punto de producir una emoción estética). Un tema interesante en cualquier modo para desarrollar en otro momento. El de hoy son los rostros del camino, las complejas emociones que pueda deparar, su belleza, su fuerza, su anodino transcurrir frente a nosotros, también, a veces.


¿De dónde nacen las armonías y las emociones que la belleza suscita en nosotros? ¿Qué complejos mecanismos se asocian en cada situación para producir esa eclosión de emociones que conlleva nuestra relación con la belleza, algo en lo que participan todos nuestros sentidos en mayor o menor grado? ¿Qué hace que la armonía de unas curvas, unos ojos, una boca, un cuello, la disposición de unos elementos, sus asociaciones con el tacto, la vista, el oído, sean capaces de estimular partes tan íntimas y dispares de nuestro ser? La sexualidad, por ejemplo, tan ligada a tantas sensaciones estético sensuales diferentes; la simple percepción de un rostro hermoso, la impresión de un paseo por un hayedo, los distintos requiebros del agua junto a un acantilado?

¿Por qué este robusto cuello de un hindú que viaja en el asiento delantero del ferry me parece hermoso; su barba entrecana, su mirada, sus ojos profundos, por qué llaman tanto mi atención?; ¿o ese trío de chicas, charlando en el malecón, que fotografié hace días contra la luz del poniente? ¿O era acaso el color de sus camisetas, amarilla, verde, blanca, jugando sus tonos suaves con la media luz de la tarde buscando abrigo en la sombra? ¿O acaso se trataba de la informalidad, la alegre espontaneidad con que las veía departir salpicando su conversación con el rumor de sus risas?

¿Quién es capaz de saber con certeza por qué le gusta esto o lo otro?

Los rostros de las mujeres son una continua referencia para el viajero, un universo con el que se encuentra cada mañana cuando sale del hotel, y que en Malasia, un país abierto y moderno donde conviven hábitos y costumbres tan dispares, resulta aún más grato contemplar precisamente por la diversidad de los atuendos con que se asoman al mundo, así como por la espontaneidad con que la jovencitas, y no tan jovencitas, contentas y felices, no se cortan un pelo en lucir su precioso cuerpo.


Hay conocimientos, le decía el otro día a Raquel, que hablaba de la reciente grave enfermedad de su hermano, que exceden el ámbito de la razón, muchos, y que sin embargo tienen la capacidad de penetrar nuestro cuerpo, nuestra mente, por una especie de proceso osmótico para instalarse en nosotros como un bien adquirido de tiempo atrás, sin que lleguemos muy bien a saber cómo se ha producido el asentamiento en nuestro interior. Sucede con casi todos los conocimientos verdaderamente importantes; y hablamos del conocimiento que se deriva de situaciones difíciles en que nos pone la vida, del contacto con la muerte, del amor, de la solidaridad; y por supuesto de nuestra relación con la belleza.


Es curioso, recordaba hace un rato a un par de escritores viajeros, Thereau y Koplan, de los que he leído algún interesante libro, y trataba de recordar qué decían ellos en sus largos viajes alrededor del mundo sobre este tipo de cosas, y no he logrado recordar ninguna. Es como si los viajeros que escriben cada uno tuviera su particular universo que investigar. Decía hace unos días que en general los libros de viajes me aburren, no, por supuesto los del señor Stevenson, y es porque no siempre mis intereses coinciden con los de ellos. Cuando viajo hay muchas cosas que se me escapan, que no me interesan en exceso; no soy coleccionista de monumentos ni cosas parecidas, pero sin embargo es raro que el viaje no me lleve a reflexionar sobre lo que veo; mi atención, aparentemente anárquica, sin rumbo, esas palabras que aplicamos al hecho de caminar sin meta fija, sin cometido, algo así como liberarnos de obligaciones particulares para permitir a la atención que se pose allá donde más le parezca y dejarla errar sin rumbo deseándonos a nosotros mismos que en algún momento se produzca algo que nos induzca a coger los pinceles, el boli o el portátil y empezar a juntar palabras en torno a una idea, una experiencia, una emoción suscitada por alguna circunstancia del viaje. Fue así esta mañana, estas líneas empezaron a arrancar cuando por encima del respaldo del asiento delantero vi asomarse el fornido cuello de un hindú del Rajastan, cuando navegaba entre la isla de Labuan, en Malasia, y el pequeño estado de Brunei.


Hoy, cuando llegué a Bandar Seri Begawan, la capital de este país, del que quería salir en seguida porque es un país caro y excedía en mucho mi presupuesto habitual y porque tampoco tenía grandes cosas que ver, opté por la visita que más interesante me parecía, Kampung Ayer, la ciudad de agua si traduzco literalmente la guía. Tomé para la excursión un taxi-boat y dediqué un par de horas a navegar entre los palafitos. Aquí asomaba la cúpula de una mezquita, allí una fachada con la pátina del tiempo y de la humedad pegada a la fachada, en otro lado una buena toma donde las nubes, algodonosas y fotogénicas, animaban una fotografía de algún edificio interesante. Bien, cumplía mi trabajo de fotógrafo, cosas que hay que ver, como el mercado acuático en las cercanías de Bangkog. De todos modos hasta el momento no había encontrado nada más interesante que el propio rostro del barquero, que no puso ningún impedimento en ser fotografiado, un hombre de rostro atezado y lleno de sol que hacía su trabajo con dedicación y con el que antes de subir a su barca había regateado sin lograr que me bajara el precio por debajo de los quince dólares. Le dije que me iría andando; no insistió y me dejó caminar, pero no lo había hecho por espacio de más de doscientos metros cuando comprendí que hacía demasiado calor para caminar con el macuto en busca de la ciudad del agua, amén de que si se trataba de una ciudad acuática nada más errado que mirar desde la lejana orilla el poblado de palafitos. El taxista me dirigió una ancha sonrisa cuando me vio darme la vuelta; ambos reímos de buena gana. Too hot... yes. Navegamos de un lado para otro durante un rato, hasta que preguntó si no me importaba si íbamos a recoger a un grupo de niños a la escuela. Por supuesto me pareció de perlas. Y así fue como volví a encontrarme con el leitmotiv de la mañana, una nueva colección de rostros.


Junto a la escuela habían atracado un puñado de taxi-boat y los niños saltaban por turnos a las barcas. Departí un momento con la maestra mientras la barca se llenaba con los escolares. Volví a llenar mi cámara con los retratos de esta gente menuda. Las niñas de uniforme, con un velo blanco cubriéndoles la cabeza, los niños, de camisa también blanca y pantalones azules. Cuando la barca se hubo llenado partimos hacia los palafitos, el taxista los fue dejando aquí y allá. Al final salimos al canal central, y como se había quedado sin tabaco dio una voz bajo una casa y tres o cuatro más arriba, como desde la borda de un barco, asomó una señora que saludó amigablemente. Desapareció y en seguida vi cómo descendía, atado a una cuerda, un bote con una cajetilla de tabaco dentro; el taxista tomó el tabaco y depositó un billete de un dólar en el recipiente. La señora tiró de la cuerda y nos dedicó una franca sonrisa. Su rostro se perdió tras la estela del taxi. La mejor recolecta de mi recorrido por esta ciudad fueron los retratos del taxista y los escolares.

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