Hacia el sur



Roxas–Boracay, 3 de abril

Recorrer la Tierra; oír, ver, mirar y llenarse el rostro de sol y viento.

El camino hacia el sur se hace placenteramente suave, de pequeños pueblos y campos llenos de palmeras. Estamos en el reino de las motos con sidecar; siete individuos he contado hace un momento sobre ella, más un respetable montón de bultos sobre la diminuta baca de esta especie mínima de carricoche.

Tiempo de campaña electoral en este país. Las candidatas también aumentan camino del sur, guapas candidatas por demás; quizás sean tradición en este país después de la irrupción de Cory Aquino en el gobierno, tras la expulsión de Marcos e Imelda del país (profligate, la califica el autor de mi guía a esta estrambótica mujer, Imelda Marcos. Lo miré en el diccionario electrónico. Disoluta, despilfarradora, dice. Qué triste ¿no? pasar a los papeles de la historia con esos adjetivos).

Hoy era el placer de viajar y seguir el declinar del sol, la suavidad atemperada de la tarde cayendo despacio mientras la furgoneta hacia su trabajo de rodar carretera adelante. Viajando, a veces no hay nada específico que ver, sólo mirar fuera lo que va pasando tras la ventanilla, campos de agua, paisaje verde, arrozales, puentes caídos, muchos, probablemente producto de un desastre puntual en la isla. La chiquillada corre que se las pela cuando nos aproximamos al siguiente puente caído; asaltan la furgoneta con sus productos; algo hay que comprar: me tomo un nestea, mastico unas cortezas (que aquí llaman chicharros). Va pasando la tarde.
Fue tanto correr hoy que la inercia de la velocidad me metió, caída ya la tarde en un barco rumbo a Boracay. El inglés parece estar desapareciendo según me alejo camino del sur. La última furgoneta me dejó en el puerto de Roxas, una pequeña población al sureste de la isla de Mindoro. Anochecía y allá a lo lejos veía un barco; finalmente comprendo, sólo hay dos servicios, uno dentro de una hora y el siguiente a las diez de la noche. ¿El rumbo? No sé donde... pero con tal de que no sea hacia el norte, cualquier destino puede ser bueno. Sin embargo el nombre me suena lejanamente: Boracay, un puntito en el mapa al norte de la isla de Panay. Abro la guía, un Torremolinos filipino, playas paradisiacas llenas de palmeras; un kilómetro de ancho por nueve de largo. El barco, vacío hasta hace un momento, se ha ido llenando hasta los topes. Después del placentero viaje por la isla de Mindoro desde Calapan, esperaba un remoto puerto vacío; pues sí, gran fiasco, la multitud apareció por arte de birlibirloque sin comerlo ni beberlo. Gente ansiosa de playa y de diversión: llegaré a Boracay en pleno puente de Semana Santa.
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Era placentero, instalado confortablemente con mesa y sillón, pasar el tiempo escribiendo o leyendo bajo una buena luz. Los altavoces largan una música suave. Un chollo de pasaje el de hoy, aunque no haya parado desde las nueve de la mañana que salí del hotel.
Y subieron la música a un nivel excesivamente alto para mis oídos, incluso con los tapones de cera, y entonces me salí a la cubierta de proa; y estaba abarrotada de gente, y había luna llena, casi, y la luz caía desperdigada balanceándose entre las olas, y era enormemente agradable y hermoso, y además había una agradable brisa; y la gente hablaba discretamente bajo respetando el sueño de los durmientes que sembraban el suelo húmedo por el relente marino. Rato de grato bienestar para ir acabando el día. Concomitancia de situaciones, como siempre; ahora era nuestro navegar por el río Níger camino de Tombuctú; allí un cuarto de luna posado su lado convexo sobre las dunas que se alzaban más allá de una larga hilera de acacias. El mismo runrún, la misma paz nocturna.

Sentado como un niño frente a una cabalgata, era mirar el mar bañado por la luz plateada, las sombras de los pasajeros perfiladas sobre el cielo enlunado.



Pero, ay, no era Boracay donde desembarcamos, sino en el oscuro puerto de Caticlan, que alumbraban la oscuridad de la noche con bombillas de cuarenta vatios. La una de la mañana. Como era de esperar quedé a merced del motero de turno, que me condujo por calles de tierra sin ningún tipo de alumbrado hasta un extraño callejón en donde después de insistir un rato apareció asomado a la ventana un individuo que tuvo un largo parlamento con el motero-taxista. Con toda seguridad, como así sucedió, el objeto de su parlamento era a cuento iba a ascender el despellejamiento a que me iba a someter, y en cómo se iban a repartir los beneficios de este despistado viajero nocturno. Tras cinco o diez minutos llegaron a un acuerdo, el dueño del establecimiento dio la llave al motero y cerró la ventana. Yo seguí a éste. Un cuartucho con una tabla a modo de cama, un espejo, con el que haría a la mañana siguiente unas bellas fotografías, y un rudimentario cuarto de baño con acceso a dos habitaciones; un cubo de agua sustituía a la cisterna. A la una de la mañana tampoco iba a ponerme exigente como un señorito. Pagué por aquello el mismo precio que en una habitación de un hotel de Manila. Estaba demasiado cansado para discutir con el motero. Le desee las buenas noches y cerré la puerta. Un colchón de tres centímetros y una tabla, justo el tipo de cama que a mí me gusta. Dormí como un bendito.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta leerte y que algunas de tus expresiones despierten imágenes encadenadas, gestos a los que las asocio. Se con qué cara estás pensando que has dormido como un bendito. Por cierto, quiero una foto de esa moto con sidecar con siete personas encima. Besos
Lucía