Je suis bien, merçi

Sandakan-Kinabalu National Park, 12 de abril

Llueve. Ligera emoción. Ser uno entre tantos. Despertar, asearse, dar los buenos días al dueño del hotel. El taxi llega en diez segundos, me dice. Cuatro kilómetros al terminal de autobuses. Me deja en el autobús que me llevará a Kinabalu National Park. Uno se levanta, entra en relación con la gente, va, viene, se siente bien. Esto debería ser vivir, me digo esta mañana. Un señor grueso se sienta a mi lado, da los buenos días, intercambiamos algunas palabras. Al poco saca su rosario (esa especie de collar de cuentas que se ve en los países de influencia árabe).

Fuera dejó de llover, salió el sol. Suena una música suave. A veces la vida es muy amable, como un soplo de brisa un día de gran calor. Para eso deberían también existir los dioses, para conversar con ellos y decirles esto y lo otro, buenos amigos ellos con quienes compartir algunos ratos de soledad. Converso con el hombre que va conmigo, escribía Machado. Estoy contento, me quiero. Mira qué bonito se está poniendo el cielo. Como cuenta Unamuno que siendo él y su mujer tan mayores, tanto que buscar el calor de los pies de ella bajo las mantas en las noches de invierno escondía el secreto placer del encuentro con la prolongación de uno mismo en el otro. Yo y los otros; los otros la parte de mi yo donde descanso. El cuento aquel de Platón en que, separados de nosotros mismos en algún momento del comienzo de nuestra existencia, se hace manifiesto que pasamos al resto de la vida buscándonos.

Unamuno; también buen viajero él, temperamental, el hombre de carne y hueso que decía. Una vez hice un viaje de meses en su compañía; íbamos en un doscaballos mi amiga Raquel y yo; ella conducía y yo leía sobre su concepto agónico de la vida, la vida lucha. Yo tenía entonces veinte o veintiún años y aquello no me sonaba trágico ni mucho menos, todo lo contrario, hermosa lucha, tiempos en que ir quitándose de encima la férrea tutela de una religión condenada a convertirse en una triste tarde de circo y fuegos artificiales. Atravesé la península escandinava de su mano; llegamos al mundo ese en donde la noche no existe. Allí también leía a Stevenson, como ahora, una noche-día que no podía dormirme, y mientras el sol se acercaba al horizonte sin tocarlo, yo seguía las aventuras de Hawkins y los marineros cantando aquello de

Tres muertos van en el cofre del barco
...y una botella de ron

(¡ay!, Guille mis citas, como aquella de la aurora de los rosados cabellos, ¿recuerdas? ¿o eran dedos? En la de hoy algo no cuadra, pero no hay modo de buscarlo).

También viajaba entonces con un pequeño libro en rústica que contenía los versos que don Manuel escribiera en tierras de Soria; y otro libro verde, enorme, en papel biblia, que eran las obras completas de Tagore; sí, el mismísimo libro, casi legendario que tantas montañas y países visitó en mi compañía, y que terminó afanándome mi hijo Mario (luego en compensación Quique y Lucía me regalaron una vieja copia -meritoriamente antigua- en inglés que localizaron en una librería de Katmandú, aquel año que hacíamos un trekking por Nepal). En aquel libro aprendí, entre otras muchas cosas, algo importante para mi vida profesional. Tagore, que era un excelente pedagogo, y había creado la escuela de Santiniketan en Bengala, al norte de Calcuta, decía que a los niños hay que explicarles la complejidad de la vida; ¿quién dice que no entienden? No os preocupéis, ya llegará el día en que aquello germine y florezca. Yo tampoco entendía a Unamuno muchas veces, y sin embargo Unamuno estaba dentro de mí. Nuestra cultura occidental está en exceso investida por la presencia de la madre razón, carece en gran medida del perfume de la intuición, dioses, lares y penates, seres alados sutiles que nos hablan directamente al corazón, que eligen nuestros amores, nos dictan nuestros anhelos más íntimos, dirimen sobre cual ha de ser el camino de nuestras vidas, sin que la madre razón se entere apenas de qué va la vaina de esto que llamamos vivir.

Me dirijo al norte de la región autónoma de Sabat, en Borneo, un país tranquilo y amable en donde crecen las palmeras bajo el cielo de Alá. Hablando de algunas costumbres en los mares del Sur, critica Stevenson el hábito, común a los ignorantes, dice, de generalizar y juzgar a las razas en bloque. No demos pábulo a nuestra ignorancia cayendo en la tentación de las generalizaciones. Dios, qué castigo ese de querer meter a todos en el mismo saco, Al Qaeda, integristas, adoradores de Alá, la gente hospitalaria que puebla los países árabes... Imposible generalizar. Y es que con frecuencia nos falta el tiempo necesario para el matiz. Y entono el mea culpa para cuando hablo de los norteamericanos, por ejemplo, un porcentaje alto de los cuales no me caen bien porque terminan recordándome siempre las miserias que su rapacidad siembra continuamente el mundo; digamos que me refiero obviamente a... etc. Siempre me he encontrado muy a gusto en los países mahometanos, incluido Pakistán, que está lleno de randas y donde el integrismo era bastante feroz. También es cierto que en Malasia la mujer goza de un estatus igual al hombre, cosa que en Pakistán no sucedía; allí, en nuestras dos semanas viajando por el norte en el Karakoran, apenas pudimos ver unas pocas mujeres; y cuendo ello fue posible, lo era enfundadas en el shador o en una especie de saco de arpillera con un pequeño agujero a la altura de los ojos. Ya conté en otro lugar cómo estando acampados entre las dunas en el desierto argelino con nuestros hijos, aparecieron en el principio de la noche dos oscuras sombras dibujadas sobre el horizonte, que creímos bandidos y no eran más que los representantes de los tuaregs de un cercano oasis que, en bandeja de plata, venían a ofrecernos el té de la hospitalidad hasta nuestro improvisado campamento, a unos cientos de metros del palmeral. Cuando se marcharon dejaron media sandía destinada a aliviar la sed de la familia viajera. Mi hija, que de adolescente confundía Austria con Australia, una vez que hacíamos la ribera del Danubio en bicicleta, no se acordará del detalle de la sandía; se lo recuerdo, que fue por entonces que empezamos a llamarla Lucía cara sandía.

La hospitalidad de mi hotelero no ha sido menor en estos dos días que he pasado en Sandakan, un hombre de raza han que se esforzó lo que pudo por traducir a mi mal aprendido inglés todo lo que yo le fui preguntando, y que trataba a sus huéspedes como si fuera el cabeza de familia de la santa institución del hotel.

Las colinas, un paisaje ondulado y amable sembrado de penachos de palma en las picorotas decoran el paisaje bajo un inmenso cielo por donde boga una respetable flotilla de cumulonimbos. Y ya está, voy a dejar de escribir antes de que me dé el mareo con tanta curva. Efectivamente, today je suis bien, très bien. Vous aussi?

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