Los horrores del viaje

Kota Kinabalu, 14 de abril

Zarapastrosos, llenos de polvo y caminos, pasa una pareja de dos jóvenes mochileres, él y ella, agarrados de la mano. No tienen prisa, van a cualquier parte, Nueva Guinea, Java, las islas Salomón, Sumatra, acaso la sombra del primer árbol que encuentren; casi da lo mismo. Cuando uno está enamorado lo otro da lo mismo, ya pueden caer chuzos de punta. Me gusta, disfruto de la secuencia tanto como de esta mañana de tibia temperatura entre las montañas de Kinabalu.

Hoy no sabía exactamente a donde dirigir mis pasos; terminé haciéndome a la idea de pasar un día en la playa de una pequeña isla frente a KK (Kota Kinabalú oficialmente). Lo único que me apremia es lavar la ropa y ver en que queda un comienzo de relato que no termina de hacerse a la mar, circunspecto él de los resultados, después de tanta idas y venidas. El interior de Borneo no es muy accesible, o requiere costosos acercamiento navengando río arriba o hay que tomar el avión. Pese a tener todo el tiempo del mundo no termino de hacerme a la idea de pasar largas temporadas en el interior de la selva; quizás me impone, y me impone más yendo solo, quizás soy más señorito viajero de lo que suponía y necesito tener cerca del aire acondicionado o ese aparato ya casi imprescindible con el Google en sus tripas, y que me pone en contacto con mi gente. Quizás, acaso; esto último no deja de ser agradable, además; hoy, por ejemplo, me llegó un correo de Ignacio con una fotografía tomado días atrás de su ascensión con esquís a la cumbre del Aneto (agradecido, Ignacio, y que te sigas acordando del viajero; y si vienen fotos, mejor). Por cierto, una curiosidad, ayer estaba en un intrincado valle de las montañas de Kinabalu, una selva donde apenas llega la luz debido a la exuberante vegetación, cuando de pronto me sonó el teléfono; curioso que en la Pedriza no tengas cobertura y aquí , en lo más profundo de este manto vegetal rodeado de montes y paredes escarpadas, puedas recibir una llamada desde el otro lado del mundo. Fueron sólo unos pitidos, los convenidos: cuando alcanzo el teléfono, cuelgo y llamó yo a mi vez; entonces al otro lado suena y me cuelgan. Ese es el convenio con la otra parte del mundo cuando queremos decirnos ¡hola! (y es que tengo que vigilar el presupuesto, y éste no da para mantener conversaciones vía móvil).

Ahora espero sentado junto a la cuneta la llegada de mi autobús. Autobuses, ferries, trenes, taxis, aviones, ricksaws... tanto da, un modus vivendi que llevado con calma puede satisfacer muchas curiosidades y ponernos en comunicación con el ancho mundo. Wandering en inglés; deambular, vagar; Unamuno utilizaba una palabra más fea: flanear, caminar sin rumbo fijo, entrenerse con lo que sucede frente al sendero. Y mientras el día pasa leer algún buen libro, sacar la cámara, hacer una foto, pegar la hebra con el vecino.

Pero ¡ay! me quedaba todavía la película; lo había olvidado. Las películas de matones, de machos, de perseguidores y perseguidos, de sangre, de puñetazos, de ruidos tremendos que son capaces de traspasar sin más mis tapones de cera. En todo el mundo funciona igual (aunque en Occidente ya vamos aprendiendo y de vez en cuando te regalen unos auriculares). Es la peste de la modernidad viajera, no dejar en paz al pasajero ni un solo minuto, llenar con bombas, disparos y cañonazos los oídos y la vista del sufrido viajero mientras el autobús hace kilómetros y kilómetros. Dios, qué castigo. Y ya que hacen la guerra al tabaco en todo el mundo, ¿cómo no se lo harán a esta intromisión en el universo del usuario del transporte público? ¿Cuándo desaparecerá esta peste? Una de las cosas más encantadoras de los viajes es precisamente cómo los pensamientos asociados a los paisajes, a las circunstancias cambiantes, a los modos de vida diferente, a la lluvia, al calor del desierto, a los cientos de vueltas y revueltas de los caminos y carreteras; como el pensamiento, decía, y las sensaciones brotan como dentro de un jardín encantado; viajar estimula muchos de nuestros sentidos, desarrolla una cierta capacidad de comunión con los lugares que atravesamos. Pero ¿cómo quieren ustedes que esto suceda si durante todo el viaje el autobús parece una caja de resonancia de golpes, disparos, cañonazos? La verdad es que me joden la vida con estas películas. Y me pongo los tapones de cera, y trato de no mirar, pero es que el televisor lo tengo encima de mis narices. En algún momento logré improvisar una pantalla, pero na. En la película de hoy morían trescientas o cuatrocientas personas; si contara los muertos que he tenido que tragarme desde que salí de Madrid lo mismo superaba los de la última guerra mundial. Ah, y no termina ahí la cosa, sino que, además, repiten las películas; entre el Golfo Pérsico y Manila pasaron la misma película que horas antes habían visto en el primer tramo del vuelo. Para volverse loco.

Los horrores de los antiguos viajeros eran los animales salvajes, los caníbales, los cocodrilos, todas las trampas de la selva, aunque a aquellos últimos los vi en la selva de Bolivia apaciblemente dormidos a la vera del camino por donde transitaba el autobús, enormes y adormilados como adolescentes de la ESO poco aplicados ; el horror del viajero de nuestros días son las películas, malas y horribles películas de aviones y autobuses (casi siempre, claro).

Pero no pasa nada, porque llego a Kota Kinabalu y en el hotel encuentro una recepcionista encantadora, y bajo a comer y los chinos son superambles y corteses, y la comida buenísima. Y luego llega la tarde, la extremada calidez de la tarde, amable y suave, con el sol poniéndose más allá de la sombra de las islas que pueblan la bahía. Todo invita entonces a la plácida contemplación del mar. Niente d'afare, me siento con una tranquilidad y una carencia de proyectos que no he tenido durante todo el viaje. Quizás ha llegado el momento de parar un poco. Hoy es el final de una tarde de verano asomada al Cantábrico. Viejos tiempos aquellos de viajar por el norte de España, de asomarse a los crepúsculos, de recibir la caricia del mar posada sobre la piel como un beso.

Kota Kinabalu, capital de la región autónoma de Sabah, ofrece por primera vez en el viaje atractivos mezclados que invitan a decir: aquí me quedo un tiempo. La contemporanización de culturas diferentes como la china, la árabe, la malaya y la occidental es capaz de crear aquí un ambiente sugerentemente armonioso, al que se unen otras gracias importantes como es la bonanza del mar, las islas, los pesqueros transitando a la caída del sol, una agradable brisa, en fin, un atardecer de nubes bermejas y un cielo añil que invitan a ralentizar definitivamente el viaje y a hacer una larga pausa. También las selvas humanas, esta mezcla de razas y culturas diferentes, tienen hoy un especial atractivo multicolor.

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