Vida y muerte

Gunung Mulu National Park, 22 de abril

Recordaba a esos viejos de los que habla Stevenson, polvo sobre polvo, que citaba en mi última entrada. Nada que ver con este hermoso lugar en medio de la selva donde el grito de la vida es permanente noche y día, incesante; y porque la vida engendra la vida. Anoche, en un momento de descuido, el dormitorio común, veinte o treinta camas dispuestas en círculo en una estancia cubierta en dos de sus laterales por grandes ventanales, se llenó con cientos de avispas -un insecto similar- que revoloteaban incesantemente alrededor de los tubos fluorescentes y llenaban las blancas paredes del dormitorio; de continuo caían al suelo, donde como borrachas andaban dando requiebros hasta caer muertas. Fuera, zumbando también alrededor de la luz, había miles, un enjambre medio loco que caía también como gruesas gotas de lluvia desde el techo hasta quedar medio yertos en el suelo. Fue una trabajosa tarea la de ir matando todos aquellos especímenes a fin de poder dormir con tranquilidad suficiente, porque atolodrados como estaban caían interminablemente sobre nuestros cuerpos, sobre las sábanas blancas. Notar una avispa de aquellas recorrerte el cuerpo y sentir el escalofrío de enfermedades desconocidas sobre tu organismo era todo uno.

Desconozco las razones biológicas de esta eclosión atolondrada de vida que viene a perecer una noche cualquiera de la selva por miles en el reducido porche de una construcción de madera. La vida no tiene otra razón de ser que generar vida, locamente, sin interrupción, y cumplido su objetivo parece que no le quedara otra cosa que fenecer. Hay especies a las que la vida sólo les dura unas horas, mientras que otras demoran sobre la tierra algún centenar de años. El viejo de la fiesta de Stevenson podría haber durado un poco más si la curiosidad de una fiesta no hubiera adelantado su muerte; pero sólo un poco más.

Sólo un poco más. Es una buena cuestión. Aunque la vida sea dura, difícil, no son muchos los suicidas; todos queremos un poco más, pero, además, queremos un poco más en donde no falte la satisfacción de alguna curiosidad concreta, algo que convierta el día que comienza en una jornada apetecible; algo más atractivo que un simple matar el tiempo, o que haga de éste más que un simple estado de supervivencia.

No hace mucho, tras un par de visitas al cardiólogo, salí de la consulta con una nueva etiqueta que pendería sobre mi vida a partir de entonces como una premonición, un interrogante que me alerta de vez en cuando. Hipertrofia era el diagnóstico. Me fui en seguida al Google: La razón más corriente de los fallecimientos de procedencia cardiaca, decía la introducción del artículo de la web que visité. Uno querría no darle importancia al asunto, pero irremediablemente el asunto llama a tu puerta aunque no quieras; llama con cierta constancia. Estos días, por ejemplo, que me despierto con cierto dolor bajo el esternón, y que la web que visité ilustra como uno de los síntomas de la hipertrofia. Una hipertrofia que genera la hipertensión, que no es alta pero que por la noche sí le da por subir. Hace unos días, visitando el parque nacional de Kinabalú, tras medio día de caminar en la selva, llegué a una cancela que indicaba la subida propiamente dicha al pico más alto de la zona, 4101 metros, una ascensión sencilla a la que sólo hay que echarle resistencia. No pensé subir, porque soy reacio a ir en grupo y de la mano de los guías, que por demás exceden mi presupuesto, pero me asomé a leer las advertencias que habían colgado en los barrotes de la puerta de la cancela; los responsable del parque advertían allí de la no conveniencia de emprender la ascensión a personas con determinadas enfermedades; la primera de la lista: hipertensión.

La selva es una continua eclosión de vida y muerte; está presente a cada paso que damos, la exuberancia de su vegetación, la intrincada aglomeración de las plantas unas sobre otras reptando alrededor de enormes troncos que se pierden en un cielo siempre cubierto por una espesa capa de hojas, creciendo las flores en su madera de generosas dimensiones; surgiendo de cada palmo de tierra, sobrevolada por cientos de mariposas, doradas, verdiamarillas, delicadamente azuladas, blancas moteadas de suaves matices ocres; llena del interrumpido clamor de los animales que pueblan cada centímetro cuadrado de la jungla. Cada rincón, incluso las cuevas, cubierta la roca caliza por especímenes especializados que cuelgan de las primeras estalactitas, una culebra que reptaba por las paredes después de caminar unos cientos de metros en el interior de una de las grutas, y que logré fotografiar. Bajo ese manto de vida está la muerte; podemos decir que la vida crece con sus raíces inmersas en la muerte, como los corales, como las plantas que necesitan del calor de la descomposición de otros organismos vivos para animar su existencia.

Contemplar nuestras propias vidas desde una perspectiva cercana al comportamiento de la naturaleza debería ser un hecho de pura coherencia con nosotros mismos, con nuestro organismo como parte de ese otro todo que forma la masa biológica de nuestro planeta; sin embargo nuestra racionalidad, surgida y perfeccionada a través de milenios de evolución, aventa a su vez nuestra capacidad para especular sobre la realidad y, renuente a seguir el camino común a todas las especies, totalmente negada a perecer como cualquier otro ser vivo, se las ingenia para inventar cualquier cosa que la libre de la muerte.

Queremos un poco más. Algunos un poco más aquí, viendo la maravilla del mundo en que vivimos, la irisada frescura y armonía de una Naturaleza que se resiste también a morir a manos del hombre; otros, dada la evidencia del hecho de la muerte, pretenden no sólo un poco más, quieren vivir por toda la eternidad (ahí es na), y por si fuera poco lo quieren rodeados de amigos, camaradas, familia y placeres, circundados por una legión de ángeles que atiendan sus necesidades y les alivien del calor con el movimiento de sus alas blancas. Por desear que no quede. La vieja de Stevenson se fue a dormir sobre la tumba de su marido. Sólo quería morir morir, sin más adornos, como lo hacen todos los bichos vivos.

Sin embargo, los que no tenemos ese recurso de evasión, podemos llegar a tenerlo más duro si no nos espabilamos. Si no nos espabilamos querría decir si no aprendemos a morir cercanos a un estado de paz; un aprendizaje, me recordaba una lectura cercana, que debería ser el más importante de nuestra vida.

Leí hace meses un libro que me dejó una impronta notable encima, El hombre jazmín, de Unica Zurn, un relato autobiográfico escalofriante escrito en los ratos en que la lucidez de la esquizofrenia de la autora le permitía hacer recuento de los hechos de su vida. Unica Zurn dedica algunas páginas al plexo solar, un lugar entre el pecho y el abdomen donde yo localizo ahora mi dolencia, y que según algunas tradiciones orientales es el centro energético de la vida, en contraposición a otras que lo sitúan en el ombligo, el hara (de ahí también el vocablo harakiri que hace alusión a la muerte provocada en el hara, centro de la vida. Me disculpo por utilizar conceptos de los que sólo tengo ligera idea, y a los que me es imposible acceder desde este rincón de la selva en este instante). No sabría decir con exactitud qué lo es que dice Unica Zurn del plexo solar, pero sí reproducir su estado de ánimo, su descubrimiento, la sensación de haber encontrado el centro de su propia persona, un lugar donde se localizaba el dolor y la alegría de vivir. Extraña coincidencia que se me presenta a mí en esta mañana como una realidad, esa de sentir la fuente de la vida en el plexo solar, y que yo en el duermevela de esta madrugada, despertado con un agudo dolor en el pecho, podría identificar igualmente como el agujero por donde esta misma vida puede escaparse en un momento de descuido. No creo hacer un ejercicio de hipocondría. Quizás yo me pueda servir de esta imagen de la misma manera que aquel monje budista se servía de un vaso; cada noche, antes de dormirse, ponía su cuenco boca abajo, era la representación del final de su vida. A la mañana, cuando se despertaba, volvía a colocarlo en la posición correcta, agradeciendo así al cielo la luz y la dicha que durante ese día iba a recibir su cuerpo que prolongaba así su existencia unas horas más. Cada día la gracia de un reconocimiento por estar vivo.

Seria una buena manera de vivir. Con el cuerpo lleno de humildad enfrentarse a la realidad de nuestra fragilidad, de nuestra levedad. Como ayer mismo esas nubecillas de amarillo pálido revoloteando a mi alrededor, y recordando yo en esa agradable compañía, el entusiasmo de Nabokov, que dedicó su tiempo a escribir y coleccionar mariposas. Me gusta; la vida como un paseo en donde uno escribe y reflexiona sobre la existencia, y en donde ella y la muerte y esa nube de delicadas mariposa vuelan en este jardín encantado de la Naturaleza

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