Hacia Borneo

Zamboanga (Filipinas), 8 de abril

Mañana embarco rumbo a Sandakan, en Borneo, Malasia. Sandakan, ¿una transposición de Sandokán? No parece que Emilio Salgari, al igual que Julio Verne, hayan necesitado viajar mucho para llenar cientos de páginas con las aventuras de sus héroes míticos; pero no por ello es menor el mérito, al hecho de haber proporcionado una apasionada lectura hay que añadir la gracia aventar expectativas y deseos de aventuras sin cuento. Hace años, en casa, me regalaron uno de

Sol y luna

aquellos legendarios volúmenes de Salgari que yo me bebía cada verano hasta llegar a agotar todos los ejemplares de aquella colección en la biblioteca. Recuerdo aquellos meses de lectura como los más intensos de mi infancia; vivía entonces en la cercanía de la Casa de Campo y era fácil que mi madre con siete u ocho años me dejara vagabundear el día entero por los pinares y encinares del Cerro de los Locos. Mi equipaje para el día era un bocadillo y la consabida novela de Salgari. Con mucha frecuencia la novela quedaba terminada en el día. Era una pasión irrefrenable. De ahí arranca lo que será ya para toda la vida una necesidad a veces devoradora de leer. Y probablemente muchas cosas más, porque junto a la lectura de aquel héroe, Sandokán, a la que acompañaba por lo general las aventuras semanales del Capitán Trueno y del Jabato, siempre mucho más atractivas para mí que, por ejemplo, que Supermán, o Roberto Alcázar y Pedrín; junto a todo esto, mis padres tuvieron la feliz idea por entonces de organizar largos meses de vacaciones en las riberas del río Alberche, ofreciéndosenos así la oportunidad de vivir como los sioux en plena naturaleza.

Ninguno de mis hermanos heredó nada de aquella pasión; yo parecía, sin embargo, vivir en otro mundo, pendiente de los piratas, de idílicas islas del Pacífico, de los indígenas devoradores de hombres, de los parajes marinos. Fue una etapa dichosa. Quizás mi fervor por Joseph Conrad, a quien descubrí a través de Borges, tenga también sus raíces en Salgari. La vida empezó tempranamente a ofrecerme manjares, que, quién lo iba a decir, cincuenta años más tarde sigue proporcionándome razonables ratos de placer.

Un día hablaba con una amiga psicoanalista y en mitad de una fogosa conversación en la que yo hice la afirmación de que la curiosidad era innata, me cortó sin más para decirme que no, que la curiosidad no era innata. No tuvimos ocasión para discutir el asunto, que me parece uno de los aspectos de la vida sin el cual probablemente todavía andaríamos con los monos en los árboles, pero es probable que un cultivo temprano de la curiosidad tenga mucho que ver en el desarrollo posterior de la vida de los individuos. Fabricar arcos, flechas, patines, cometas, explorar los alrededores eran actos que nacían de una impetuosa curiosidad y de unas ganas de vivir que raramente pueden experimentar los niños de hoy día. Cuando en la escuela he tenido que enseñar a mis alumnos a hacer cometas, me costó Dios y ayuda conseguir que las terminaran; apenas eran capaces de hacer nudos simples; la escuela intenta suplir la pobremente la educación de la calle y del campo con actividades de psicomotricidad y similares, pero es un pobre remedo. Yo no recuerdo que me enseñaran estas cosas; se aprendían, sin más, de la misma manera que hoy aprenden también otros juegos, siempre claro, más civilizados y acordes con los tiempos que les ha tocado vivir (pobres... que les tienen que llevar a la escuela de la mano, incluso cuando han cumplido ya una década de vida sobre este planeta).

Así que agradecido estoy a mis padres y a las circunstancias de mi infancia que me permitieron tempranamente hacer de esta vida un mundo moderadamente marcado por la aventura. Por ello, de la misma manera que detesto la influencia nefasta de los córvidos de todo tipo que quisieron hacer de este mundo un convento, y de sus habitantes un rebaño de ovejas (ya hablaba de ello en mi post anterior), es justo que rindamos homenaje a todos aquellos hombres y mujeres que con su escritura fueron capaces de estimular en nuestras mentes infantiles una feroz curiosidad y un deseo casi inagotable de gastar muchos años de la vida en aventurarnos (curiosa palabra que encaja perfectamente en el contexto y que me viene ahora como investida de un amplio y atractivo significado), aventurarnos, decía, a lo largo y ancho del planeta.

Olvidé a Salgari en casa pero me traje sin embargo a Stevenson, En los mares del Sur, un bello libro que me regalaron nuestros amigos Eduardo y Adriana, pocos días antes de partir hacia estas islas del Pacífico. Da gusto que a uno le hagan regalos tan acertados. Eduardo dibujó a un viajero con mochila y bastón en la primera página, y escribió al lado “¡Alberto, amigo, buen viaje y hasta la vuelta!” Gracias, amigos, un saludo a los dos, un recuerdo afectuoso desde aquí, ahora que voy ya camino de esos lugares que sembraron mi infancia de expectativas y deseos de conocer mundo: Borneo, Sumatra, Java, Tasmania, Nueva Guinea... nombres e islas memorables que como los libros de todo color y condición, tuvieron la capacidad de despertar en mí un estilo de vida y un modo de entender la existencia con los que hoy me congratulo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué envidia me das!. Lo mejor que hay en la vida (...¿una de las mejores cosas...?) es viajar. No soy tan valiente como tú y como no suelo encontrar con quien hacerlo, me quedo en mi pueblo :)

Disfruta y sigue contándonos tus viajes.

Un abrazo,

Lucía (amiga de Raquel)