Chinos y malayos

Gunung Mulu National Park, 21 de abril


Su voz era suave, embaucadora, te envolvía con su sonrisa fácil y presta a poner tu interés en volver a visitar su establecimiento. Me acordé del hotelero mientras las hélices comenzaban a girar frente a mi ventanilla. Vivía repantingado tras el estrecho mostrador que ocupaba parte del pasillo de acceso a las habitaciones. Veo en estos hoteles con frecuencia empleados sentados contemplando desganados la televisión durante todo el día o consumiendo su tiempo mirando a las musarañas, igual que si el tiempo fuese una infinita playa donde vagar perezosamente. Y lo pienso mientras, tumbado en la cama miro las negras telarañas sobre las que se posó ya el polvo de generaciones, todo no excesivamente sucio, pero lo suficiente como para que uno se pregunte por qué en estos lugares no se quitarán algo del aburrimiento agarrando una escoba y dando un repaso a todo este desbarajuste de hotel, desgastado, viejo, sus sábanas transparentes por el uso, su suelo perdido el color, indiferente, haciéndose decrépito como si se tratara de un ser vivo envejecido y triste.

La música cercana atravesaba el ventanillo de mi habitación. La comunidad china de Miri había ocupado uno de los bulevares cercanos y envolvía con su música el aire tibio de la noche. Chiringuitos, unas hileras de sillas, un estrado y una megafonía a disposición de la concurrencia, un karaoke en toda regla que atronaba por las calles y penetraba por las ventanas de los alrededores haciendo difícil conciliar el sueño. Había salido de un restaurante árabe y, venia ya pensando en la frugalidad de los seguidores de Alá en este viernes noche tan silencioso, a diferencia de las animadas calles de las ciudades de Filipinas, cuando empecé a oír la música. Me acerqué a la fiesta atraído por unos ritmos que me eran familiares de años atrás, la música del Yunan, al sur de China. Cada comunidad tiene sus hábitos, y esta noche este trozo de la ciudad pertenecía a los chinos. Música, fritangas, artesanías varias, pero ni pizca de alcohol; la comunidad mahometana imponía sus hábitos a la china. Una mujer ataviada con un kimono de seda rojo bordado de arabescos dorados vino a sentarse en el mismo poyete desde el que yo contemplaba el espectáculo. Esperaba su turno para salir al escenario. Mi vecino, siguiendo un hábito muy propio de los ciudadanos de ojos rasgados, metía la cabeza en mis anotaciones intentando descifrar su contenido; incluso llegué a tener tres cabezas a la vez sobre mi cuaderno. Abandoné la fiesta para irme a la cama. Mi larga caminata a la búsqueda de fotografías, esas que incluí en el post anterior, Luces y sombras de Miri, me habían dejado lo suficientemente cansado como para dormir de un tirón, pese a la megafonía y al ruido ensordecedor del aire acondicionado al otro lado de la calle.

Había interrumpido mi lectura de un entierro pomotuano que narra Stevenson, para mirar por la ventanilla esa estera de pequeños y apretados repollos que se extendían hasta el horizonte bajo las alas del avión, y que era el bosque ininterrumpido e infinito. La muerte había dado un golpecito en la espalda a un anciano durante una fiesta a la que el autor le había invitado, y el hecho sirvió a Stevenson para escribir unas bellísimas páginas que mis pensamientos asociaron con la recurrente reflexión sobre la muerte y la vejez. Dos viejos que se hacían compañía desde década atrás y que ahora, “como criaturas sin edad, igual que antorchas apagadas”, esperaban la muerte sentados a la puerta de su choza. Y él que se muere y deja sola a una vieja muy vieja por haber malgastado sus últimos restos de vida en una fiesta. Y ella, tras el entierro, durmiendo sobre la tumba una semana entera. Antes el oficiante había recitado dos plegarias y había recogido un puñado de coral que dejó caer respetuosamente sobre el féretro. “Polvo sobre polvo; el de la vieja que había de venir más tarde, estaba sentado allí todavía aglomerado (como por milagro) y tenía la trágica apariencia de una mujer de aspecto simiesco”.

Los misterios de la muerte sobrevolaban así el espacio aéreo del parque nacional de Mulu. Aparecieron altas colinas cubiertas de nubes y momentos después el avión tomaba tierra.

Y ahora, el principio de la tarde, después de un sofocante calor que hacía chorrear mi cuerpo de sudor, de golpe, el cielo se llenó de relámpagos y comenzó a diluviar; lluvia torrencial atronando sobre las palmeras y el bosque. Placer del instante, las nubes cubrieron las colinas y la selva se llenó de la música cantarina del agua. El bosque impenetrable que hace un rato veía desde el aire es atravesado ahora por la avalancha sonora del agua. Contemplo el espectáculo desde un porche de una casa de madera, mi hotel para estos días, una gran sala con una veintena de camas. A mi alrededor sólo está el bosque, el río y un par de caminos que llevan a las cuevas de Clearwater y The Winds. Por encima de esta última se eleva el sendero que sube a la cumbre del Gunung Mulu, la montaña más alta de la zona. Confío en que la agresividad de los mosquitos no sea excesiva, porque, pese al repelente, rondan en las cercanías de mi cuerpo, enormes y negros, con el mismo ruido zumbón que un bimotor de principios de siglo.

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