Las calles que no duermen

Kota Kinabalu, 15 de abril

Estirado en la cama, desnudo, intentando adaptar mi cuerpo a este calor tropical, se me fue un largo rato antes de dormirme. Entrada la madrugada de la calle subía el ruido ininterrumpido de las voces; restaurantes abiertos, transeúntes, automóviles, música de fondo de una ciudad que se niega a dormir; duermevela en todo caso, tener una parte del cuerpo siempre despierto, unas pocas arterias en que todavía se pueda tomar el pulso de los habitantes a través de los noctámbulos y de los insomnes. Cuando la población se hace urbanita poco a poco, en una parte de ésta, termina despertando la necesidad de habitar la noche. Los rincones de la noche, la negación del sueño, la inconsciente esperanza de encontrarse, acaso, una razón suficiente para prolongar el día frente a un café, una cerveza, una imprevista compañía, una emoción que no tuvo tiempo de despuntar en las largas horas de luz. Las emociones por ahí perdidas, como pepitas de oro en el cauce tumultuoso de la vida, esperando, pacientes, a que sepamos encontrar el camino, la circunstancia, la inspiración; esperando, esperando, siempre esperando. De nada sirve buscar; no se encuentra lo que se busca, sino lo que sale a nuestro encuentro en la gratuidad de nuestra relación con el mundo; en cualquier esquina puede asaltarnos la sorpresa, la inspiración. Mantener el pábilo de la vela encendido, no vaya a venir el Señor y nos pille dormidos. También el Evangelio atendía a estas cosas; también las historias que canta Joaquín Sabina saben casi siempre a noche y a velar armas en los patios y calles de las ciudades.

Pero yo no tenía armas que velar ni esperanza que pudiera alumbrar mi ser noctámbulo; como mucho era oídos y voyeur de la noche de una lejana calle de oriente. Estaba algo enfriado y el ventilador me ponía peor; lo apagué. Sudaba. Mi hipófisis estaba vacía. Tuve que levantarme a por el repelente y rociarme todo el cuerpo, un pringue untuoso y desagradable pero que me garantiza la lejanía de los mosquitos de toda condición. Casi un litro me traje, la malaria no es ninguna broma; tampoco es agradable llenarse el cuerpo de ronchones.

Las noches son siempre una posibilidad. Los deseos reprimidos que duermen letárgicamente dentro de nosotros asoman a veces la cabeza por el embozo de la sábana de la nocturnidad para darnos las buenas noches; parecen decir: ¿da usted su permiso? Y a veces la espera se hace largo, e incluso ominosa, y entonces no hay más remedio que sí, echarse a dormir, y así volver a nuestro cuerpo y a nuestra realidad, la de sangre y hueso que pretende como Dios ser única y omnisciente, cuando ni es única ni excesivamente sabia; porque ha de darse por descontado que no somos uno sino muchos (quizás venga de ahí esa manía obsesiva del dios uno y trino de la teología católica; quizás Picasso no hizo otra cosa que poner el ojo en la mirilla que daba a la realidad, de la misma manera que Platón se guiaba por las sombras de la cueva). Pero qué va, imposible dormir de un tirón esta noche, las voces de la calle suben hasta mi ventana como por el tiro de una chimenea y traspasan sin piedad mis tapones de cera. Me los quito intentando un ejercicio de discriminación de los sonidos, buscando quizás algún plañido que salga de una habitación cercana, alguna voz femenina ocupada en esta hora nocturna en un exquisito placer, en un amoroso encuentro que como canto de sirena despabile mi cuerpo adormecido, pero es inútil, sólo llegan a mis oídos sonidos en lenguas extrañas y lejanas.

Recuerdo otras calles insomnes del mundo, una calle peatonal junto a la plaza de Armas, en Lima, donde no había distinción entre la noche y el día, donde veía desde la ventana tomar al chico de la recepción el culo a la chica que hacía las habitaciones, y muertos de risa ambos buscarse un rincón donde acabar en jadeos y divertida juerga; o un hotel en San José en Costa Rica, cuyas habitaciones parecían un delicioso plañidero, una jaula de grillos desde el principio de la madrugada hasta el alba; o aquel otro en Ciudad de Méjico donde una hembra hacía temblar los tabiques de cartón piedra con sus sollozos de placer; mi amor, mi amor... Y uno se dormía y volvía a despertar en medio del fragor de la tormenta común que se desarrollaba en la vecindad. Puro vendabal, tempestad, truenos, diluvio, desgarro, al final el eco lejano del temporal disuelto en la distancia, besos, algún suspiro; o una lejana noche en Bilbao en que los caprichos de las circunstancias quisieron que durmiera en la calle junto a los vagabundos, y un hombre de largas barbas y ojos hermosos se empeñó dulcemente durante largo tiempo en que pasara la noche con él.

¡Qué necesitados estamos de una ración de extraordinario, de cosa diferente! De acuerdo, de acuerdo con todo lo que queramos, pero demos también la oportunidad a esa necesidad, por favor, no pretenda usted que viva todos los años de mi existencia sin esas breves posibilidades que están a la vuelta de cualquier esquina, la noche, un encuentro, un paisaje, la brisa de otro aire no exactamente igual al de todos los días. Alguno dirá: eso es querer estar al plato y a las tajás. Sí, ¿por qué no? A lo que se tercie. Cultivar como buen jardinero las emociones y las sensaciones, estar ojo avizor, perseguir los aromas que la noche puede ir dejando en su camino tanto si del hilo de Ariadna se trata a fin de salir de la cueva del Minotauro, como si el asunto es una larga hilera de garbanzos que han de llevarnos ante la puerta de alguna casita encantada donde las sirenas cantan por la noche entrañables canciones de amor. El buen Odiseo era un poco cabroncete, pero hay que reconocer que de la vida sabía bastante.

También la noche oscura, también, la del alma. Dichoso amante, San Juan de la Cruz recogido en su noche, noche preñada de anhelo, noche de encuentro del Amado con la Amada. Noche de montañas y estrellas, de oración. Dios no existe, pero no importa; Dios: acoge nuestro gozo, danos la paz; hondo en el alma como un puñal que hiende nuestron pecho en los momentos de exaltación obligándonos al exhabrupto de esa breve oración: ¡Oh, Dios!, de la misma manera que la hembra de Ciudad de Méjico gritaba entre un orgasmo y otro: ¡amor mío...! Una vez más: como una corriente salvaje (también un verso de Shakespeare). Y vivir la noche.

Creo que me quedé dormido en pleno éxtasis. Soñé un largo sueño que luego olvidé. Mi otro yo se desvaneció con las primera luces de la mañana, pero quedó sin embargo tintineando en mí esa senasación de ser uno y muchos que me vino precisamente de un sueño permanentemente interrumpido por los enanitos que habitaban la noche de Kota Kinabalu.

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