Soledad

Miri, Sarawak-Malasia, 19 de abril

Y el marinero solitario toda la noche
navega, deslumbrado, entre los astros
(Emerson)

El día es gris, triste; llovizna. Cruzo el río Sungai Baram, que más adelante he de remontar camino de las montañas de Gunung Mulu, un lejano lugar del interior. Quizás en esta ocasión no tengo el ánimo para tanta soledad. Y es que a veces la soledad puede llegar a pesarme, aunque de hecho la cosa dure poco. Uno se siente excesivamente lejos del mundo, arrinconado en su concha de cristal desde donde se asoma al día que siente allí en la inmensa distancia, separado como en aquella película de Buñuel por el invisible muro del extrañamiento. El cielo de plomo envuelve el bosque tropical en ceniza húmeda, pesada. Desapareció el gris perla, la luminosidad glauca de las colinas; hoy es día de chirimiri, de otoño lluvioso, de quedarse en casa a comer torreznos y pasar el día junto a la chimenea. Pero en su lugar debo moverme por el país, decidir un destino para estos días. Noto que mi proyecto inmediato flaquea, que quizás sería mejor seguir hacia el sur. El Sur, Borges, tantos relatos que apuntan con esta palabra hacia tierras cálidas y suaves. El sur es hoy una metáfora de gente amable y paisajes llenos de sol por cuya superficie cabalgan nubes blancas con cara de domingo por la tarde, festivas, indudablemente contentas.

Miri, la ciudad a donde me dirijo, a town petrole, dice la guía, ciudad-hormigón. ¿Y si dadas las circunstancias busco un lugar amable, sí, en este mar del Sur de China y me quedo unos días a contemplar las olas? Anoche tuve ese deseo. Había terminado inevitablemente en un hotel de muchas estrellas y tanto lujo se me hacía excesivo; y salí pues de noche a dar una vuelta. Resultó que cerca estaba el mar, una enorme playa que era lamida suavemente por las olas de ribete blanco. Paseé hasta tarde en la oscuridad de la playa bajo un cielo estrellado en donde Orión, a diferencia de en nuestras latitudes, yacía tumbado con el carcaj reposando sobre el horizonte del cielo.

“No se ven más que estrellas y olas”

(Horacio, Odas). Después diluvia durante medio día y me refugio en un cíber a esperar a que escampe. Y subo a mi habitación y cuando voy a salir me hacen una propuesta, que acepto para no demorar la experiencia, y que me deja un cierto sabor acre en la boca. Luego deambulo; continuo lejos del mundo; ahora más todavía. Finalmente consigo un vuelo para el sábado, me sale bastante más barato que el viaje fluvial; para acceder por el río necesitaría compañeros de viaje con que abaratar costos, pero no los tengo. Mientras hago la reserva me voy a leer un blog al que accedo regularmente y que poco a poco se está empezando a llenar de ideas e impresiones: http://brujulavic.blogspot.com/ . Curiosamente hoy aparezco yo en él, sentado en la selva venezolana, junto a la cascada de El Sapo, en Canaima; acompaña a la fotografía un poema de García Montero (¡qué brillante es este hombre a veces!); curiosamente, sí, el post se titula Soledad, el mismo título bajo el cual yo había empezado a escribir estas líneas; los versos son un retrato de la situación en la que me encuentro hoy.

Quizás en esta ocasión deba ser más breve, y decir que esa fotografía tan oscura que aparece más arriba es la de una playa nocturna en donde Orión presidía el cielo con sus dos perros, y donde el suave clap clap de las olas me sirvió anoche de compañía. Deambular, sí, en el silencio oscuro de la playa, sentir la profunda quietud que hay a veces en el interior de las cosas, de la arena, del cielo, del profundo mar, dentro de uno mismo; ocupado acaso en la contemplación que nace de la ausencia de un otro al lado. Ni siquiera hablar con el hombre que va conmigo, que citaba el otro día; hoy sólo es la admirada perplejidad de estar vivo, solo. Un oficio a veces difícil que es necesario ejercer. Y porque siento, además, que es algo común a todos los mortales, aunque vivamos sumergidos en mitad del gentío, aunque tengamos muchos amigos, amantes, hijos, cónyuge. La soledad también hay que vivirla, forma parte del juego, uno se vive a medias si no tiene la oportunidad de encontrarse ese trozo de sí mismo que necesita mirarse en el espejo de su aislamiento.

Poco antes de terminar estas líneas he paseado por la ciudad de Meri. Era agradable la hora; había desaparecido el gentío y la calle estaba apaciblemente solitaria. El joven que me llevó ayer al hotel, esa hospitalidad que a veces brota en estos países como una flor (los tres hoteles estaban llenos y él se ocupó de llamar a uno que debía de distar cinco o diez kilómetros, hacerme la reserva y llevarme en su coche), hablaba orgulloso de la mesura de las costumbres del país, de la cordialidad. Y también de su determinación sin equívocos. Ya había visto yo en grandes letras rojas la advertencia nada más pisar el país (Brunei) advirtiendo a los viajeros de que la ley del lugar condenaba a pena de muerte a aquellos que traficaban con drogas en este territorio. Mi día termina aquí, junto estos conceptos que el camino me trajo como restos abandonados en una playa por las olas: pena de muerte, hospitalidad, soledad. Material más que suficiente con que alimentar mis reflexiones antes de dormirme. Buenas noches.

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