Deer Cave

Gunung Mulu National Park, 24 de abril


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Ultima tarde en el parque. Esta mañana diluviaba y me acogí a la gracia de un porche a escribir y a ver llover. Es difícil creer que se pueda encontrar tanta belleza junta como la que encuentro estos días. Esta mañana sin ir más lejos que decidí una larga caminata valle arriba hacia unas cuevas que se visitan después del mediodía; tramaba yo la posibilidad de visitarlas solo y efectivamente así fue.

Absolutamente nadie en uno de los lugares más hermosos que he conocido; no, no exagero. Allí habrían cabido juntas unas cuantas catedrales de las más grandes de Occidente y todavía habría quedado espacio para alguna de las mezquitas de Estambul; de la bóveda pendían cientos de estalactitas adornadas con el verdín de la humedad del ambiente, ese tramo en que el mundo de la cueva y la selva conviven e intercambian su fauna y flora. Un camino serpenteaba por la izquierda bajo una nervatura calcárea que se adentraba en la oscuridad hasta dar paso a una especie de inmenso recinto, grande como varios campos de fútbol sobre el que caían torrenteras de agua, breves cascadas de más de un centenar de metro que formaban una cortina luminosa en medio de la oscuridad creciente de la cueva. Por la base corría un arroyo de respetable caudal cubierto su ancho cauce de rocas que brillaban húmedas como una gran alfombra fosforescente. No había estado nunca solo en un lugar semejante. Impresionaba la soledad, el silencio solo interrumpido por el rumor del agua, las grandes chorreras de agua despeñándose desde las alturas, la creciente oscuridad a la que mi linterna apenas hacía cosquillas. Es inútil describir estas cosas con palabras, tampoco las fotografías sirven de mucho; me impresionaba enormemente este mundo abisal y oscuro que, aunque surcado por un estrecho camino, se iba haciendo poco a poco total oscuridad. Después de quince minutos volví a percibir poco a poco una débil claridad tintada de verde; la cueva se abría, directamente desde la bóveda, al cielo a través de una especie de brocal de pozo por donde se filtraba la luz del sol a través de las ramas de los árboles. Un poco más allá, tras un nuevo tramo de oscuridad y una breve subida, el camino se cortaba y surgía un despeñadero de un centenar de metros: estaba de nuevo en un enorme espacio abovedado de cuyo techo bajaban como un arco iris dos chorreras de agua a modo de cascadas. Al fondo, se abría la cueva al exterior; las estalactitas volvían a estar cubiertas de verdín y por algunas especie de enredadera que colgaban armoniosamente de la bóveda. El camino quedaba cortado. Estuve unos minutos allí, sin hacer nada, escuchando mi propia emoción excitada ante la grandiosidad del espectáculo.

Volvía a deshacer mi camino, esta vez más despacio, sin recurrir a mi linterna, pensando en qué sería vivir aquí en esta inmensa oscuridad, sólo interrumpida por el lejano rumor del agua; arrastrando mis pies en busca de un posible accidente, pero sin soltar la cuerda de la pasarela, mi único elemento de referencia en ese vacío que experimentaba con una enorme excitación encima. Experimentar el vacío, la oscuridad, el silencio, la soledad.

Media hora después, ya de vuelta hacia la cabecera del parque, me encontraba perdido en una ramificación del camino principal que había observado con curiosidad a la subida. Resultó otra caja de sorpresas, volvía a pensar que es difícil encontrarse tanta belleza en un lugar tan reducido. A pocos metros del camino principal me encontré con este ejemplar que aparece en la imagen de más abajo; no resistí la tentación de hacer unos pocos equilibrios para fotografiarme junto a él y mostrar así sus proporciones.

Terminé por agotar lo poco que me quedaba de batería en un rincón del río en donde fotografié un puñado de abigarrados troncos que crecían en compañía rodeados de infinidad de otras pequeñas plantas trepadoras que subían en busca de la luz agarradas a la madera de su amigo más robusto, que sacaba la cabeza al aire, más arriba, a unos cincuenta o sesenta metros del suelo. La cámara dejó de funcionar cuando estaba sacándole partido a una enorme hoja que me encontré en el suelo, un ejemplar, como tantos otros merecedor de las paredes de un museo moderno; una colección de colores cálidos divididos en surcos paralelos por las estrías de la hoja, que puesta a contraluz ofrecía un aspecto cercano a la imagen de más abajo.

Se acabó por hoy, con toda seguridad las imágenes que siguen serán más ilustrativa de este rincón del parque que mis palabras. Hasta otra.

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