Orangutanes




Santakan (Malasia), 11 de abril

Naturalmente aquellas tierras, aquellas islas de las lecturas de la infancia ya no existen; en su lugar ha crecido la civilización, una vida menos difícil. También quedó atrás la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Hoy mi trabajo de viajero consiste en visitar el Sepilok Orangutan Rehabilitación Centre.

Y siguiendo con el tema de ayer...

Claro, que viendo esta mañana a los orangutanes jugar entre ellos y darse cachetes amistosos, sin otra cosa que hacer que comer, beber, defecar y, de vez en cuando, dedicarse a las tareas de la procreación y crianza, también se me ocurría que el paquete de la evolución y el desarrollo nos viene completo, no podemos coger unos aspectos y dejar otros; de manera que defenderse o querer apropiarse de las tierras de los vecinos requiere habilidades sin cuyo desarrollo no habrían sido posibles otros avances culturales. Sin la existencia del cristianismo no habríamos tenido la música del barroco, ni el esplendor de la pintura. Sin embargo cuando los maoríes, por ejemplo, dirimían sus diferencias en épocas anteriores a la colonización, los destrozos no podían ser muchos, mientras que en un tiempo posterior, con la llegada de las armas de fuego, que les vendían los occidentales a cambio de la madera de sándalo u otros productos nativos, los estragos entre ellos podían llegar a ser enormes. Por cierto que no me resisto a dejar de escribir aquí hasta qué punto podía llegar la “frivolidad” del espíritu de algunos occidentales de entonces. Cuenta Duglas L. Oliver, en Las islas del Pacífico, que los maoríes tenían la costumbre de conservar las cabezas humanas mediante minuciosos procesos de ahumado; y este producto se hacía mucho más valioso si el difunto había sido delicadamente tatuado. Los visitantes occidentales pagaban precios muy altos por esos especímenes amojamados. Bien, el grado de sofisticación llegó a un punto en que algunos caciques maoríes permitían a algunos visitantes elegir cabezas entre los vivos: estas estarían listas, tatuadas y curadas, para cuando los clientes regresaran.


En cierta manera nuestro avance como seres civilizados y creadores de cultura parece inseparable de todos los males que este grado de civilización ha producido, forma parte de la misma cosa. Habría sido una ingenuidad pensar que de las investigaciones de Einsteins se iba a hacer un uso exclusivamente pacífico. Parece que la rapacidad y el dominio sobre otros fuera una condición inherente al homo sapiens, una de las circunstancias que determina a la larga eso que llamamos civilización.

Ver a estos orangutanes en el santuario de Sepilok, alimentados ya por el hombre, sin necesidad de que tengan que hacer esfuerzos mayores para conseguir los alimentos, me lleva a recordar a los inuis del norte de Canadá, un pueblo de esquimales que se mantenía de la caza y la pesca y que tras la invasión de sus terrenos al norte del río Mackenzi, quedaron a expensas de la caridad del gobierno canadiense. Cuando visité la zona, una parte importante de la población sufría problemas de alcoholismo; subvencionados, mal adaptados y desprovistos de sus antiguas actividades, quedaban en manos o del consumo o de un dinero fácil que no tenían que ganar. Otro tanto sucedía con algunos grupos indígenas que visitamos en la cordillera de los Andes.

La hora de calor es agobiante. El sudor corre a pequeños regueros por los rostros de los visitantes mientras los orangutanes hacen cabriolas en las ramas de los árboles, se pegan, juegan, ponen divertidas caras de pantomima que nos hacen reír por la semejanza que guardan con nuestros propios gestos. Parecen acostumbrados a ser el centro de atención del lugar.

Quizás no sea posible hacer una vida medianamente interesante sin unos retos que superar, y entre ellos, como luciérnagas en la noche del bosque llamando nuestra atención, la posibilidad del dinero, del poder, del prestigio. Todo ello pone a trabajar la mente, activa nuestro ingenio, va haciendo poco a poco más sofisticada nuestra civilización; y de paso todo lo injusta que la falta de escrúpulos de los poderosos y sinvergüenzas pueda ser capaz.

No hay que olvidar que el mundo, por civilizado que sea no deja de ser una espesa selva en donde la ley de la fuerza y del interés mandan, aunque su mandato esté matizado por algunos milenios de cultura. Cuando hace años viajaba por Alaska, una de las cosas que más me llamaban la atención eran esos warnings a la vuelta de cada esquina especialmente dirigidos al cuidado y protección de los niños; un paternalismo tan abultado que realmente llamaba la atención y que en los parques nacionales parecía la enfermiza reiteración de un papanatas. Un mundo de contrastes. Algo así como los ingleses, tan amantes de sus perros y gatos, pero atajando la revolución de los cipayos con muertes brutales atándolos a las bocas de sus cañones para hacer de ellos un amasijo de carne tumefacta y dispersa por el campo de batalla.

Señales todas éstas de lo poco que valen unos seres humanos en relación a otros; aunque se haya inventado la religión para paliar algo estas diferencias e incluso para servirse de vez en cuando de ella a modo de tapadera de la mala conciencia.

Muchos de los visitantes a los que oigo reír, unos disfrazados de exploradores, otros pulcramente vestidos de ciudad en medio de la selva, son norteamericanos. Un grupo muy parecido al que observé hace ya tiempo en la ciudad sagrada de Benarés, en India, que habían comprado a un sacerdote para que les permitiera fotografiar una de las cremaciones a las orillas del Ganges; calzón corto, gorrito de visera y gafas de sol, toda una panda de turistas americanos cosiendo a fotos el cadáver en llamas, mientras la viuda cerraba los ojos, arrebujada en sus llanto. Se me ocurre que si al ciudadano medio que apoya la guerra de Irak se le ofreciera la posibilidad de un viaje turístico similar a éste a las calles de Bagdad (la posibilidad de ver las calles, los muertos, la miseria que llevan años provocando, desde una especie de pasarela donde no les salpicara ni la miseria ni el llanto de los huérfanos) con toda seguridad que la empresa turística sería altamente beneficiosa.

Un mundo un poco loco éste, sí. Un mundo de inevitable hipocresía, aunque todavía un mundo en el cabe acordarse de que todos los seres merecen la vida. Es el caso de estos simpáticos orangutanes que visito esta mañana. Me hubiera gustado completarla con otra más al norte, donde vive el probosties monkey, ese mono tan gracioso con aspecto de anciano de largas narices, pero me queda un poco lejos. Otra vez será.

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