Estelas en la mar

Zamboanga-Sandakan, 9 de abril

Estelas en la mar.

Eso fue un rato después, después que los chiquillos hubieran recogido todas las monedas que el pasaje lanzaba al agua. Junto a los costados del barco bogaban de un lado a otro cuatro barcas equipadas con sus consabidos contrapesos de madera. Las poblaban criajos y mujeres de distinta edad que atraían a gritos la atención de los pasajeros invitándoles a lanzar una moneda. Cuando las monedas caían en el mar los críos saltaba al agua y buceaban profundamente hasta alcanzarlas. Alguno de ellos no tenía más de cinco o seis años. Las madres no dejaban de gritar. Una de ella con un crío desnudo a las espaldas colgado de su cuello, se lanza inesperadamente al agua a por una moneda que ha caído cerca, engancha al niño al filo de la borda y se sumerge enteramente vestida a la búsqueda de los cinco pesos, que yo imagino descendiendo algunas decenas de metros si las manos hábiles de la buceadora no son capaces de atraparlos a tiempo. Cuando el barco zarpó, todavía lo siguieron durante un rato, arrastrados por una cuerda que habían atado a una de las barandillas. Las monedas continuaban cayendo al agua desde lo alto del buque.

Estelas en la mar. Tras ella la forma disuelta en la distancia de Mindanao. Viejas tierras, viejas historias de conquistadores, visionarios, mercaderes, unos pocos pueblos arrasados por los tiempos cambiantes de la historia; por sus depredadores occidentales (a última hora también por Japón), por los frailes alienígenas que querían ganar el cielo con el alma de los indígenas: por el siempre incontenible deseo de poder y ganancia. No hay ciudad en Filipinas que no tenga su monumento al doctor José Rizal, el héroe nacional que fue asesinado por los españoles en 1898, cuando en estas tierras empezó a sonar la hora final del colonialismo.
Uno se hace extremadamente simple con el tiempo (sí, estúpido, necio, como salido de otro mundo); eso siento esta mañana de navegación tranquila rodeado por las voces y las risas de los pasajeros; algo más de quinientas literas ubicadas a lo largo y ancho del tercer y segundo piso del barco; una disposición que invita al comadreo entre los vecinos, al simple placer de mirar pasar las nubes o incluso a dedicar un tiempo a ponerse guapas las mujeres; y es que son coquetas las filipinas, y ellos que no les van muy a la zaga, que es muy frecuente verlas delante de los espejos, arreglándose un mechón, corrigiendo la caída del pelo, dando sombra a los ojos, aplicando un poco de carmín a los labios. El más agradable de los barcos que he tomado; no hay necesidad de aire acondicionado, la brisa del mar entra por proa y sale por popa refrescando al personal. Como siempre el ronroneo amigo, el pentagrama, que decía el otro día, en el que se cuelgan las notas de los acontecimientos de a bordo, suena como una nana en mis oídos. Simple, porque últimamente siempre me vienen parecidos razonamientos a la cabeza. Leía ayer En los mares del Sur, de Stevenson, un capítulo dedicado a la muerte en los indígenas de las islas Marquesas. Dice Stevenson que “por muy extraño que parezca, no trabajamos ni nos dominamos pensando en las recompensas de la otra vida, sino a causa de la mirada tímida que lanzamos sobre la existencia y la memoria de nuestros sucesores. Si nadie de la familia o de la raza estuviese llamado a sucedernos, dudo que nadie buscara el modo de ganar dinero o de practicar la virtud”. La falta de este incentivo en estos isleños, y por consiguiente la aceptación de su fin como nación, es lo que caracteriza a los nativos, dice Stevenson; un ejemplo muy particular de pueblos en donde enfermedades como la viruela u otras traídas por los europeos, puede terminar en unos pocos años con todos los habitantes de una isla. A grosso modo el razonamiento de este autor debe ser cierto, aunque no sea tanto una mirada tímida o la memoria de los sucesores la poderosa razón que mueve al hombre a vivir en un laberinto de pasiones incontroladas, al menos en nuestro mundo occidental. Y de ahí la estupidez y el simplismo al que hacía referencia al principio del párrafo. ¿Qué clase de estúpidas razones hace que el mundo se mueva en los sentidos que se mueve? Echemos una ojeada a ese tal Bush, por ejemplo, o a su padre; y ya que estamos al Espíritu Santo, al poder, al dinero, a la exclusividad con que la frailocracia de estas tierras querían apoderarse de las almas de estos lares. César, Napoleón, Alejandro Magno (¿quién le dijo aquello de “aparta, que me quitas la luz del sol”?, a toda la colección de Papas and mamas (infalibles ellos: ¿quién puede pedir más?); echemos una ojeada: Hitler, los israelitas ahora frente a los palestinos, la contraconcepción de la Iglesia, los puritanos norteamericanos... ¿Qué mueve al mundo? ¿No es pura estupidez tanta obsesión por el poder, por el dinero, por querer acercar las almas a ese insípido cielo que inventaron los católicos? Si toda esta gente, nosotros, fuéramos a alcanzar la edad de Matusalén quizás -y aun así...- algo de justificación podría tener esta diarrea continua de poder, de dinero, de expectativa al final de un hermoso cielo eternamente aburrido, pero... muriéndonos como nos morimos en unos pocos años... joder, ¿cómo podemos ser tan gilipollas como para organizar el mundo como lo nizamos? Los ojos de ido que le pone Herzog a Kinski en Aguirre o la cólera de Dios, loco él porque va a ser poderoso, los millones de muertos en la estepa rusa, los millones de muertos en los hornos crematorios, Magallanes, Legazpi, Hernán Cortés, los americanitos conquistando el mundo... Millones para qué, kilómetros de tierra para qué, no entienden la sabiduría de El Principito. El cuento aquel que contaba el amigo Eduardo del pa qué. Un pastor esta sentado a la sombra de una palmera mientras el ganado pace a su alrededor. Se acerca un americano cebado, de gran barriga y le sugiere que debe hacer más productivo su trabajo, más ganado, establos, fabricación de quesos, etc. Y la respuesta del pastor: ¿pa qué? Pues con lo que gane construye una fábrica, hace quesos, etc. Y el pastor: ¿pa qué? Pues... en fin, al final le sugiere montar un negocio internacional, convertirse en el hombre más rico y poderoso del mundo. Y el pastor: ¿pa qué? Pues hombre, contesta el otro, porque así ya puede dejar de trabajar y sentarse a la sombra de un árbol. Y el pastor: ¿Y qué estoy haciendo yo ahora, amigo?

Sí, pa qué.

Por eso me siento tantas veces estúpido. Estúpido por simple, por pensar que nos complicamos continuamente la vida dejando nuestro anhelo en alguna parte olvidado. Ni tenemos más estómago del que tenemos, ni más hormonas que las que anidan en nuestro cuerpo, ni más capacidad de asimilar placer o alegría que nuestro organismo admite. Hay un corto relato de Tolstoi en el que a un aldeano le proponen la propiedad de toda la tierra que pueda rodear caminando a lo largo del día; antes de la caída del sol el aldeano debe de haber cerrado el círculo de lo que será su próxima propiedad. Fue tan desmesurado el deseo de poseer del aldeano, que no le dio tiempo a llegar al punto de partida, murió por el camino. A una persona que conozco, por demás bastante infeliz y desorientado en la vida, hace unos meses le ofrecieron un trabajo en alguna parte de América Latina con un sueldo de veinte millones de pesetas al mes. La última vez que hablé con él por teléfono me daba pena, sólo tenía esta vida y la estaba desaprovechando de la manera más ridícula. He oído alguna vez que las causas de muchos de los males que aquejan a una parte importante de la sociedad viene de no follar bien (y podíamos añadir aquello de quien no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas), y es un aserto con el que en general estoy de acuerdo. Discutimos con frecuencia sobre un concepto tan escurridizo como el de felicidad; raramente nos ponemos de acuerdo. La felicidad no es materia que pueda comprarse ni con dinero, ni con muertos, ni vendiendo el alma a los conventos o a los frailes. Creo que es un arte sumamente sofisticado, al que la locura de los políticos, los hacedores de dinero, los “descubridores” y conquistadores de estas tierras, los grandes mercaderes apenas tienen acceso.
¿A qué tanto ruido y tanto empeño al margen de usted mismo, si se va a morir dentro de unos días? ¿A qué tanto desasosiego? ¿Y si pusiéramos un poco de cordura en la cosa de la vida de cada uno, si miráramos con un poco de perspectiva, si dedicáramos un poco más tiempo a follar bien y sin prisas? No era otra cosa aquel emblema de los años setenta de unas flores que alguien había sembrado sobre el casco de un soldado.


Magnífica, llena de luz, asoma por poniente la silueta de una isla; una gran montaña la corona, sola, espléndida en medio del mar. La naturaleza, su belleza, su esplendor, habla con frecuencia de la estupidez de los delirios de grandeza de los humanos; ella predica sencillez, estado de gozo de lo simple y sencillo. ¡Cuánto me hubiera gustado tener los cojones que echó aquel Julio Villar, que en barco de unos pocos metros de eslora fue capaz de dar solo la vuelta al mundo. Mar, agua, sol, luz, luna... un petrel de vez en cuando sobre el mástil de la vela.

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