Silencio


Bandung (Java, Indonesia), 14 de mayo

Me preguntaba hace un rato si uno de los índices que indican una buena relación no será la posibilidad de que haya largos y apreciados momentos de silencio entre dos personas. Una silenciosa y apacible compañía. Madrugué, hice una larga caminata, llegué con niebla a la boca del volcán, hice una espléndida excursión y al final, en medio de un paraje especialmente bonito, la niebla se fue y quedó la caldera humeante del volcán a mis pies.


Me reí/nos reímos un montón con unas chicas con las que compartí una de las furgonetas de regreso, y después de comer me fui al hotel. Quería ver las posibilidades fotográficas del edificio. Creo que mereció la pena. Después entré en mi habitación y me encontré con una luz que me gustaba. Un lavabo de loza iluminado levemente por el cono luz y en donde necesariamente faltaba un cuerpo. Pero sólo estaba el mío; una pena, habría necesitado un cuerpo diferente, cuerpos de hombres y mujeres con los que pintar diligentemente un trozo de tarde. La escasa luz imponía sus condiciones y en consecuencia quemaba la carne desnuda y ésta aparecía sin detalles. Hube de cerrar dos diafragmas; con eso ya era otra cosa, estábamos casi en el claroscuro de Ribera o Zurbarán. Habría sido un festín poder disponer de un repertorio de cuerpos en esta anacrónica y bella antigualla arquitectónica del hotel. Para mis tomas me tuve que conformar con el rincón del lavabo; ni siquiera la cama de dosel me servía porque sus dimensiones desbordaban la anchura del campo de mi cámara. Así que me ceñí a ese rincón. Y saqué decenas de tomas. Luego veré si alguna merece la pena que aparezca aquí, porque en realidad de lo que iba a hablar era del silencio; y lo que estaba contando era cómo llegué a esa idea del silencio. La sesión fotográfica fue interrumpida por el diluvio de la tarde, y la luz dio otro bajón; entonces las tomas las hice moviéndome, probé, algo salió; la inmovilidad del lavabo, de las paredes, del toallero, en donde los rastros de mi cuerpo cruzaban el fotograma dejando un rastro de luz, fue otro hallazgo. Pero era tal el diluvio cayendo sobre el patio al que daba mi ventana, tan ensordecedor, que decidí hacer un alto en la sesión fotográfica y prestar atención a la lluvia y a mí mismo dentro de la lluvia. Me tumbé en esta cama, cuyas dimensiones se acercaban a lo que mide la totalidad de mi cabaña, y escuché; un canalón vertía un grueso chorro de agua sobre el cemento del patio; recordé un otoño en la Lombardía donde llovía a mares durante días enteros y yo miraba atónito el diluvio desde mi habitación de estudiante. Era placentero oír y recordar; quizás en esto consista la felicidad, en ver y oír caer la lluvia. Me adormilé. Soñé. Me despertaba. Seguía lloviendo. Había un enorme silencio. Fue entonces fue cuando pensé lo que encabeza este párrafo. Estaba bien solo, pero hoy habría compartido con mucho gusto este silencio.

A veces noto que me entiendo mal con alguna persona; me siento en la necesidad de dar esta explicación o la otra sobre esto y lo demás allá; el silencio se abre paso de mala manera entre nosotros y entonces echamos mano de las palabras. Las palabras, con todos los respetos que merecen, a veces necesitan descansar; o eso, o son incapaces de decir lo que quisiéramos decir.

Ahora se hizo de noche, tanto que tuve que encender la luz. Cerré la ventana; parte de la magia se fue al carajo; el tubo fluorescente sobre el espejo del lavabo deja una luz excesivamente fría. Todo el encanto de hace un rato desapareció; la música barroca que entraba por la ventana dando a mi propio cuerpo y a la habitación la pátina de un cuadro viejo de barnices deteriorados ya no existe. Con ser el lugar el mismo ya no es el mismo. Siempre sucede así, creemos que las cosas son iguales, continúan siendo iguales, y en realidad han cambiado. Y es que las cosas tienen vida. Una hora antes este rincón era una fuente de emociones y recuerdos; ahora sólo es un compartimento de un viejo hospital. Esa terrible cosa que es querer explicar algo cuando hay tantas tantas que no admiten explicación. Llueve, el patito está contento. Sólo eso. Pero por qué nos empeñamos en desmenuzar lo indesmenuzable, cuando de sobra sabemos que no es posible, que las razones serán un pobre remedo, palabras que irán aumentando las dimensiones del laberinto, no más.

Una buena dosis de silencio entre nosotros es un buen dato. Paso meses enteros solo; hace tres o cuatro años un verano entero atravesando los Alpes; hace dos, cerca de cincuenta días que me llevó ir de un lado a otro del Pirineo; este mismo viaje que se acerca ya al segundo mes y que puede prolongarse quién sabe cuanto. Amo la soledad; tantos momentos que ésta me trae de bienestar, de emociones arrancadas a base de duros esfuerzos en ocasiones, arrancadas a las tormentas, a los bosques, al espectáculo como hoy que se abre inesperadamente en la niebla sobre las fauces de un volcán humeante; o simplemente, también esta tarde, que la lluvia, los recuerdos, y especialmente la luz me trajeron el regalo de algunas emociones. Pero como todas las monedas, la soledad también tiene dos caras; ya decía algo así el otro día citando a Gw., esa soledad que tanto era dicha como padecimiento; incluso tiene más caras, la soledad de la que me decía el otro día Victoria, la de del solitario que tiene la red debajo, y en el momento que lo desee puede abandonar sin más esa soledad. La soledad no tiene por qué ser un destierro.

Soledad, silencio, compañía. La magnífica vestimenta de hoy de las montañas que rodeaban los parajes que visité, el Tangkuban Perahu Area, fue la niebla campando en los altos de la selva, y que subía del fondo del cráter; el silencio que se hizo cuando me adentré en la niebla, lejos ya de los numerosos visitantes del mirador; y un buen rato de compañía con un grupo de adolescentes indonesios a los que les encantaba fotografiarse (mister: one photo!). No habían traído agua; les regalé mi botella de litro y medio, les dejé una bolsa con unos frutos llamados salat y después me despedí y volví a perderme en la niebla. Hablo de soledad y silencio, pero son una soledad y un silencio que no excluyen ni la cháchara ni la compañía; se trata simplemente de que cada uno pueda encontrar la dosis que su cuerpo necesita, y que no necesariamente es igual para todos. Quizás la búsqueda de ese equilibrio sea una buena manera de enriquecer la convivencia.

No hay comentarios: