Jenny, Affandi, Iman

Jogyakarta (Java, Indonesia), 20 de mayo


Ayer noche mi viaje habría sido perfecto si Jenny, la joven belga con la que había estado hablando toda la tarde, hubiera accedido a seguir nuestra larga conversación en mi habitación o en la suya, dos hoteles cercanos en las estrechas calles de Sosrowijayan Area, de Jogyakarta. Aquella mañana había llegado a esta ciudad con la intención de tomar otro autobús para escalar al día siguiente el Gunung Merapi, un conocido y activo volcán que se ha llevado por delante más de un centenar de personas durante este nuevo siglo; pero subí al autocar, que estaba aparcado al sol, y en media hora los pasajeros no habían pasado de seis -esos autobueses sin horarios que sólo arrancan cuando todas las plazas están cubiertas-, y hacía un calor del carajo; de modo que decidí que mejor me quedaba en Jogyakarta y me iba a ver la casa museo del pintor indonesio Affandi. A la vuelta, después de dejar plantado a mi taxista motero que se había empeñado en llevarme a ver una exposición de pintura adicional de “jóvenes artistas indonesios” y que resultó eso, pero, además, el lugar a donde de un modo u otro llevan a los viajeros y turistas para que compren, y que mientras yo miraba todo aquello incluido la superficie brillante de un vaso de té que me ofrecieron n
ada más llegar y que observé con recelo, él decidió que iba a llenar el depósito de gasolina, y como tardaba, pues eso, decidí también que no iba a quedarme allí toda la mañana a esperarlo, por lo que me fui. Siguió un callejeo por calles abarrotadas de fin de semana hecho como para pasarla en los hipers, en este caso la calle, mucho más entretenida y colorista que las grandes superficies comerciales de nuestro país; y cuando ya mi estómago hacía chiribitas resultó que tropecé con un cíber y me metí dentro. Cinco horas, cinco horas sentado en el suelo alfombrado frente a un monitor lleno de caras y de trabajos pendientes porque anteriormente la velocidad del sistema no me había dejado mandar más que unas cortas y tibias líneas a familia o amigos; tampoco me había permitido solucionar mis siguientes trayectos aéreos; una derivación de mi viaje por el Pacífico que ahora pasará por la península Malaca, recalará en Sri Lanka y subirá desde el cono sur de la India hasta Bombay para desde allí volar al encuentro de Victoria en Sudáfrica a principios del verano. Esta vez resistí estoicamente la lentitud del sistema y hasta chateé y logré colocar todas mis últimas fotos en el álbum de Indonesia, en el Google. Salí del cíber tan atorado que apenas me podía poner de pie. Vi un restaurante en el otro lado de la calle y crucé –casi siempre una odisea cruzar la calle en este país-; pedí comida como para resarcirme de varios días de ayuno y elegí una mesa en un lateral. Mientras fui al servicio el sitio a mi derecha había sido ocupado por una joven con aspecto de estar también muy viajada. Sonreí levemente al tomar asiento junto a mi plato de arroz rodeado por cuatro o cinco platitos que contenían diversos manjares (hoy manjares porque llevo día que perdí el apetito y no sé por qué esa tarde estaba dispuesto a comérmelo todo con ganas). Primer dilema –cosas del carácter de uno-: ¿intentar pegar la hebra o, por el contrario aislarme en mi recalcitrante yo, tan memamente orgulloso a veces de su propio aislamiento? Probé, ¿viajas sola?, pregunté. Hablamos hasta que se hizo imposible seguir adelante; cinco horas de conversación sobre lo divino y lo humano es tiempo suficiente como para perder la noción del tiempo; tanto como para que, llegando al final de nuestro encuentro, tener que preguntarle si era ella la que me había dicho que venía de Kenia y Sudáfrica, porque tenía la sensación de haber estado ese día con varias personas a la vez. Me admiraba yo de cómo a mi inglés, tan lento y tan parco habitualmente, le salían las palabras con una fluidez pocas veces vista. Maestra, viajera solitaria apasionada, escritora de un blog también viajero, estudiosa de las culturas que atravesaba... y además, guapetona y con una sonrisa encantadora. Rozando las once de la noche se lo dije, tienes una sonrisa preciosa; naturalmente sonrió y me dio las gracias. A estas alturas ya nos mirábamos de frente explorando otras cosas; hubo algún momento de silencio, pero lo superamos bien, nos mirábamos brevemente.

Nos despedimos en la puerta del hotel; quizás nos falto un poco de tiempo para dar un salto cualitativo. Qué le vamos a hacer. De madrugada, cuando me dirigía al bañó a cepillarme los dientes, observé risueño que lo que llevaba en las manos para tal menester era la crema de afeitar en lugar del dentífrico; algo muy propio, claro, de quien está en otro lado. ¿Y donde iba a estar yo sino prendado de la sonrisa de mi contertulia ocasional? Habíamos estado hablando horas sobre lo divino y lo humano, ¿por qué no íbamos a seguir expresándonos de otro modo? Para mí que lo tenemos tan marcado a fuego en nuestro cuerpo que apenas accedemos a una parte del viaje creemos ya haber encontrado el no va más de nuestras aspiraciones; siendo que, me parece, un auténtico viaje debía de contemplar el mayor número posible de experiencias y de encuentros, ¿o no sería eso viajar? Ir de un lado para otro, mirar, conocer mundo, tierras, cuerpos, gentes.

(...Que no, que no, que no hablamos de la misma cosa, que hagas el esfuerzo de ponerte en mi lugar, que un buen día del mes de marzo te empeñas en escribir un libro con el sucinto título de Primavera, y no sabes de qué puede tratar el libro, y te pasas unos días dándole vueltas al asunto hasta que decides que lo que tienes que hacer es poner al cuerpo en condiciones de recibir otros impulsos, los que sean, algo que estimule tu ser, tu hipófisis, tu creatividad, tus ganas de ensoñación. Y en eso estamos, experimentando con la realidad y haciendo lo que se puede.)

Affandi, el pintor cuyos trabajos fui a ver por la mañana, me pareció un hombre turbulento con una capacidad extraordinaria para reflejar su propio interior y los temas que debieron ser su obsesión a lo largo de su vida: él mismo tantas veces autorretratado, sus escenas lúgubres, la enfermedad de la madre, el dolor de vivir. Viendo la pintura de este hombre uno tiene la sensación de que su trabajo es un permanente viaje por los parajes interiores de sí mismo.

Al dueño del hotel donde me hospedo le sucede otro tanto; cada detalle, los muebles, las paredes, los cuadros y esculturas que ocupan el edificio hablan de un estilo de vida y de un modo de relacionarse con la realidad. Mi habitación es una obra de arte, dos grandes salmanquesas reptar por el techo, un delfín se enrosca en una especie de magstrom que ocupa el muro izquierdo junto a la cama. Frente a él cruza el muro un arabesco donde cuando volví de la calle esta mañana no resistí la tentación de volver a hacer algunas fotografías con el único modelo que tengo a mano. El hotelero artista se llama Imán; es un hombre de expresión adusta y poco hablador por el que me siento atraído; y es su capacidad de crear lo que me atrae; paseo la vista por los pasillos, por la sala común, por el recibidor y me produce placer mirar y estar en medio de estas cosas bellas que hizo este hombre. Crear y rodearse de belleza debería ser una de las consignas de la vida. Con ello no sólo contribuimos a nuestro propio placer, sino al placer de los demás.

Jenny me hablaba anoche de su dificultad última para sacar adelante su blog, estancado desde hacía un par de semanas por el excesivo movimiento del viaje. Y yo le decía, y me lo decía a mí mismo, que había que encontrar tiempo para compatibilizar los dos viajes, el exterior, que discurre por los parajes de la isla de Java, y el interior que crece o merma en frecuente relación con los estímulos que recibe de fuera y en relación a las propias inquietudes. Abandonar el segundo para llenar de visitas y actividades el primero es un mal negocio, porque el definitiva lo que realmente interesa es precisamente el segundo, ese viaje interior que, o queda en nosotros como un bien personal más, o bien se proyecta, además, en alguna forma de expresión, en materiales que por estar hechos con nuestras manos nos serán especialmente gratificantes si somos capaces de hacer algo que mirar con gusto al final del día.

En realidad la idea de viajar sería una buena metáfora de lo que cabe esperar de la vida; un viaje, por supuesto no organizado, en el que cabe ir incorporando todo aquello que nuestros sueños y deseos van alumbrando a lo largo del camino.

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