Situaciones de bajo riesgo

Jogyakarta, 19 de mayo


Lo mejor que me pudo pasar aquella mañana fue el haberme encontrado con Silvia y Rafa, una pareja de madrileños, que están dando la vuelta al mundo en un furgoneta. Yo bajaba disfrutando del chirimiri bajo mi paraguas después de haber visitado los géisers y un lago verde turquesa en cuya orilla se levantaba un pequeño templo budista entre las rocas, cuando tropecé con los primeros españoles de mi viaje.
Tomaban apaciblemente un té bajo el toldillo de un chiringuito junto a la carretera. En unos pocos minutos empezamos a hablar como si nos conociéramos de toda la vida. Experiencias comunes, una filosofía de la vida muy parecida, y sobre todo, en ellos una disposición elogiable para ponerse el mundo por montera, lo cual me dio pie a mí para, tomando el rábano por las hojas, discutir con una amiga sobre algo que ella denominó situaciones de bajo riesgo. Pero eso un poco más adelante. Silvia y Rafa habían salido de Madrid hacía dos años y, después de atravesar Oriente Medio, Pakistán e India y Sri Lanka, había tomado tierra en Java tras de facturar su furgoneta en algún puerto al sur de Madrás (podéis ver su web en http://www.aunmaslejos.com ).

Ella hablaba el otro día de moverse, desde el punto de vista afectivo, dentro del margen de situaciones de bajo riesgo; el riesgo era enamorarse y sus correspondientes colegatos, el dolor y el desengaño. Algo propio de los que vamos cumpliendo años y queremos ser felices (algo así como querer estar bien dentro de la propia piel, vamos) pero... queremos arriesgar no mucho. El miedo al sufrimiento, a que se repitan las andadas nos mediatiza. Suprimimos los deseos y así acabamos con el dolor.

Un presupuesto diferente es aceptar el sufrimiento en pos de alto lo suficientemente atractivo como para que la cosa merezca la pena. Tanto si los hindúes de Johor Barhu atravesaban sus carnes por alcanzar el kharma como si lo hacían por ser reconocidos y apreciados en su comunidad, el móvil no dejaba de tener ciertas concomitancias, en un primer caso postergan el deseo para más allá de la muerte, y en el segundo caso atienden a la necesidad primaria de ser reconocido por los otros. La enseñanza es que en ambos casos existe un precio: el sufrimiento. Algo que parece universal, nadie da duros a peseta.

La búsqueda de una síntesis entre Oriente y Occidente es a veces poco menos que imposible; entre otras cosas porque querer suprimir un deseo es ya un deseo, y si no tienes deseo... etc. Por ello que quizás la diferencia real entre una y otra parte del mundo sea la calidad de los deseos que tomamos como referencia. Más materialistas nosotros, y más agarrados a las realidades tangibles, se nos escapa más fácilmente hablar de estas cosas en término de contabilidad donde el debe y el haber pueden ser ponderados en cada momento. De manera que acostumbrados a usar variables como si estuviéramos trabajando con ecuaciones, podemos llegar a creer que es posible llegar a la cumbre de una montaña de dificultad y obtener el placer resultante del esfuerzo de escalarla, tomando un telesilla o contratando un helicóptero.

Querríamos vivir los réditos del riesgo, la extrema pasión de enfrentarte a una bella escalada... pero sin el riesgo. Un problema difícil de resolver, así que naturalmente nos tenemos que conformar, raquítico yantar frente a una somera inversión; tibieza por tibieza, del mismo modo que existe pasión por pasión. La gran pena: la llegada de la tibieza, el miedo, el dejar reducida nuestra acción a las situaciones de bajo riesgo. No habrá ya, así, grandes trotadas por las calles de Madrid (ese maratón de la primavera), grandes pasiones; la rótula se oxida, el miedo al peligro nos vence, los años traen la mesura (iba a escribir la muerte, lo cual también es cierto... acaso un lapsus muy freudiano); acaso nos quedamos con la ternura... tampoco está mal.

¿Qué fueron siempre la búsqueda de situaciones de bajo riesgo sino una oscura búsqueda de la seguridad, una incapacidad para vivir con plenitud, una claudicación, un quedarse velando la vida junto al miedo? Este largo viaje de los arrozales, palmeras, colinas, el susto en el cuerpo de tanto en tanto como consecuencia de una arriesgada y loca conducción. La carretera no deja de ser un motivo de inquietud en este país en ningún momento, y menos ahora que la visibilidad es tan escasa; los continuos volantazos y frenazos del conductor convierten el viaje en una continua excitación; sensación de impotencia, un qué le vamos a hacer que incluye todas las posibilidades de sufrir un accidente en cualquier momento de este aguacero.

Tener que confesar que nos rendimos, que tiramos la toalla. Ahora las razones para levantarse por la mañana serán menores y más livianas.

Cuando yo les cuento a Silvia y Rafa mis experiencias de alta montaña, tengo que matizar mis palabras para referirme que gran parte de “eso” pertenece al pasado, que ahora todo es más light, que voy con pies de plomo, vamos, que me muevo en situaciones de bajo riesgo. Pero qué pena me da moverme en situaciones de bajo riesgo. Ellos se mueven de otra manera, le han echado arresto al asunto; les envidio porque bien que me gustaría hacer algo similar, vivir como gitano por el mundo, con un vehículo de cuatro ruedas que pueda detener junto a una playa, un paso de montaña, un bosque, un desierto. Sin embargo me abruma pensar en pinchazos sucesivos en carreteras en que durante cientos de kilómetros no hay otra cosa que calor y arena; en averías sin número.

¿Y de la vida afectiva? Pues lo mismo. Miedo a sufrir, a quedarse tirados en la carretera a cientos de kilómetros de la siguiente aldea, un nuevo desierto por medio. ¿Sufrir?: “No, gracias”. La última vez que vi escritas estas palabras eran de una persona que junto a la apariencia de seguridad y de tener el firme propósito de soslayar todos los obstáculos en los que había tropezado con anterioridad había pretendido protegerse con una coraza de hierro, y como consecuencia del calor y el aislamiento casi se había terminado muriendo de pena y tristeza.

Fuera diluvia. Los campesinos, tocados con sus sombreros mandarines de hoja de palma, trabajan metidos en los arrozales con el agua hasta la rodilla. El viaje continúa.

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