Mi prima la taxista

Yakarta, 10 de mayo

He tenido que litigar con tantos taxistas en este mes y medio que va de viaje que por fuerza en algún momento tenía que acordarme de mi prima Carmen, de profesión naturalmente taxista. Una prima marchosa que tengo, que un buen día, cuando el gremio del taxi era todavía exclusividad de los varones, decidió que a ella lo que le gustaba era parlotear con la gente y llevar a los pasajeros de una punta de Madrid a otra. Me acuerdo de ella de vez en cuando, uno de estos días atrás, por ejemplo, que llegué a una ciudad casi de madrugada y una taxista-motera me solucionó la dormida llevándome de un lado a otro de la ciudad, cinco o seis hoteles, hasta dar con algo que se adecuaba a mi presupuesto y expectativas. No hablaba inglés, pero esta mujer se habría entendido con un extraterrestre, y es que tenía una pinta de avispada, una mirada tan inteligente y decidida, que en otras condiciones seguro que no me habría importado hacerme a la idea de un romance. Una mujer madura de pelo suelto y mirada dura a la que vez servicial, que destacaba en un mundo de velos en donde quizás nuestra educación occidental se mueve como envarada por la distancia cultural.
¿Sabes lo que pasa, Carmen?, que algunos hombres todavía somos un poco paletos, y aun gustándonos las mujeres a rabiar miramos a esta parte secuestrada de la humanidad en países islámicos como si fueran tapú (con p, un concepto que desarrollaba Stevenson y del que hablaba aquí hace algunas semanas, y que no se corresponde con exactitud a nuestro tabú. Un tapú puede imponerse, decretarse, lo establece el que tiene poder para ello, y los otros tienen que respetarlo; no es como el tabú que vive enquistado en el cerebro, nos oprime, nos esclaviza desde dentro, incapacitándonos para ejercer nuestra libertad); en cualquier parte del mundo puedo acercarme a una mujer y pedirla permiso para hacerla una foto, pero nunca se me ocurrió pedírselo a una mujer cuyo rostro ovalado asomara por el borde de su atavío islámico, de su shador. Quizás aprendí a tener cuidado hace unos años cuando en un mercado del desierto argelino hice una foto a un grupo de mujeres y casi tuve que poner los pies en polvorosa porque me querían comer vivo. Si ya las mujeres imponen en principio cierta distancia a algunos hombres (y no voy a volver a hablar por supuesto de la timidez), con más razón se da cuando éstas miran a través de su cuerpo escamoteado a la curiosidad de los varones. Mirar a estas mujeres es como entrar en una mezquita o en un templo budista, hay que quitarse las sandalias y adoptar una actitud de conveniente seriedad y respeto. Allá donde fueres haz lo que vieres, dice el refrán; las mujeres ni mirarlas, como me decían los curas de niño en los Salesianos (¿te acuerdas, Carmen, cómo os aleccionaba yo de pequeño, a ti y a mi hermana, sobre la monjil moral que nos enseñaban entonces a golpe de misas y viacrucis?); ni mirarlas, no vayamos a caer en malas tentaciones. Y que luego pueden suceder, por demás, cosas muy curiosas, como las que ocurrían bajo el balcón de nuestro hotel en una concurrida plaza de Rawalpindi hace años. En dos semanas de viajar por el norte de Pakistán podríamos haber contado con los dedos de las manos las mujeres que vimos; quizás por ello, en aquella plaza y en las calles de Rawalpindi nos llamaba tanto la atención cruzarnos con tantos hombres que caminaba agarrados de la manos o se hacían suaves caricias en la vía pública.
De todos modos hay matices, siempre hay matices para todo. Y de la mima manera que en España en una visita que hicimos a las Hurdes en el año setenta y tantos, nos apedrearon cuando entramos en El Gasco (brutos de los tiempos de la Edad de la Piedra, como en la película de Buñuel conviviendo con la modernidad más avanzada), aquí puede suceder algo parecido; y de hecho hay no menos de medio siglo de diferencia entre los pueblecitos que rodean Pekanburu, la primera localidad de Sumatra que visité, y la moderna Yakarta, en una de cuyas terrazas escribo esta noche mientras oigo la misma música que podía escuchar en cualquier discoteca de Madrid. De hecho en cualquier país pueden convivir representantes del Neanthertal con individuos de una refinada cultura; cuanto mayor es el índice de analfabetismo más fácil es encontrarse con taxistas que te quieren cobrar tres o cuatro veces la tarifa establecida, más fácil es que las mujeres permanezcan alejadas de puestos de responsabilidad, más complicado acceder a ellas, más difícil admirar lo que está hecho para ser contemplado y admirado (¿o no?).
De todos modos por mucho que se avance, el mundo islámico nunca será una panacea para la mujer. Cuando despegábamos hace años en el aeropuerto de Teherán, observamos un hecho significativo que ilustra algo la situación, despegar y que desaparecieran muchos de los shadores y los velos fue todo uno. Abandonada la tierra de la prohibición las mujeres se convertían en mujeres. Un largo camino todavía por recorrer el que necesita una parte importante del mundo, especialmente en esta parte del planeta, para que la mujer adquiera un status de igualdad con el hombre, aunque el que lleven la cabeza cubierta no sea ni mucho menos señal de esa desigualdad; y es que el hueso es duro de roer con los precedentes que lo avalan desde antiguo, empezando por San Pablo y siguiendo por una joya que encontré estos días entre mis lecturas y que pertenece ni más ni menos que a Kant. Dice así: “La virtud de la mujer es una virtud bella. La del sexo masculino debe ser una virtud noble. Las mujeres evitarán el mal no por injusto, sino por feo.” Y concluye: “Me parece difícil que el bello sexo sea capaz de principios.” Hasta Stevenson estimaba que la esposa de un misionero de la Polinesia debía ser primero de todo un bello adorno para el representante de la misión.
En fin, Carmen, ya sabes, que espero, como te decía en mi última carta, que si algún día de esto aparcas el taxi y quieres darte una vuelta con un servidor por la isla de Java, estás invitada. Podremos cambiar aquel paseo pendiente por la sierra de Guadarrama del pasado año por la ascensión a alguno de los volcanes de la zona, uno de ellos todavía vivito y coleando, con la lava saliéndole por las fauces como a un dragón.
Hasta otra. Un beso.

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