Nubes


Pekambaru, 5 de mayo


Había unas hermosas nubes, río arriba, sobre el horizonte.

El paisaje de las nubes. Por sí solas constituyen sobre el cauce del rio un universo completo. Altas, enormes, teñidas de azul primero, grises medios después, negro carbón más tarde, cuando precedidas por un fuerte viento empezaron a descargar su torrentera. Fue como entrar desde la luz, sobre cuyos cumulonimbos más altos se pintaban un breve arco iris, en un túnel que poco a poco adquiría profunda oscuridad.

Fue anteayer en una exposición de pintores del Sureste Asiático, que leía algunas palabras de Affandi, que decía que la flor de loto tiene infinitos aspectos; cada vez que cambia la luz la flor es diferente. Los infinitos aspectos de un paisaje, como eran las nubes de hoy.

Habíamos terminado de cruzar el estrecho de Malaca, sin que hubiéramos avistado a los piratas (esas reliquias vivientes que parece que pueblan todavía estas tierras y a las que deberíamos prestar nuestro apoyo para evitar su extinción, de la misma manera que preservamos a los orangutanes y rinocerontes? ¿Por qué no salvar a los piratas? ¿La profesión de usted?: pirata. Todos los turista esperando a los piratas tan pronto como se pierde de vista la tierra. Un espectáculo mucho mejor que avistar ballenas. Piratas con su parche negro, su garfio, su calavera...), habíamos terminado de cruzar el estrecho cuando el horizonte empezó a poblarse de un paisaje propio de los viajes aéreos cuando las nubes se amontonan en un intrincado laberinto de campos nevados y vaporosas cordilleras. Y todo poco a poco fue a más; el agua se hizo blanca, después cambió a un espeso verde oliva; la línea del horizonte se transformó en un bastión negro sobre el que se levantaba el largo telón de lluvia que se aproximaba, y poco a poco en una transición de franjas de grises en cuya base se abría un hueco que atravesaba la oscura columna del aguacero, fue apareciendo la abstracción de un cuadro bello y simple al que sólo faltaba colocar el marco, una ancha banda como un velo negro ondeando, un enorme telón cayendo sobre el proscenio del río; y bajo él como un acorde puro y simple de un arpa que siguiera a la barabunta de los metales y la percusión, el gris perla que caía como una delgada muselina sobre el horizonte.

Era imposible no descargar sobre ese inagotable y cambiante paisaje toda mi admiración de fotógrafo, como si apretar continuamente el disparador obedeciera a una necesidad compulsiva de expresar mi admiración por la belleza que se hacía y deshacía ante mis ojos como si en el trabajo de composición estuviera trabajando inspirados artistas que pusieran y quitaran masas de nubes a uno u otro lado, en función de la armonía que luces y sombras iban pintando sobre la aglomeración ocre del agua del río para después, en seguida, barrido todo inesperadamente por un viento huracanado convertir el río en boca de lobo azotado por rachas de agua y viento.

Y entonces me rescataron el piloto y su ayudante para que me guareciera de la lluvia en su cabina junto al timón. Se me acabó el espectáculo que hubiera preferido contemplar desde la techumbre de popa. Mientras hacía dentro nos retratos, fuera las nubes se revolvían, se agitaban y soltaban el agua sobre el río y la embarcación como si fuera grueso granizo.

Navegamos al final del día por un estrecho río de orillas inaccesibles cubiertas de manglares. La tormenta dejó una agradable temperatura y ahora el reflejo del atardecder sobre el río, la conversación con otros pasajeros, la brisa como una caricia acompañando la navegación, se convierten en esa buena razón que hay que encontrar en algún momento para seguir viajando en el futuro, para menear el culo y ponerse en camino una y otra vez. Y atravesamos un gran lago mientras las últimas luces del crepúsculo dan su beso bermellón de buenas noches al día.

Sólo me falta decir que este viejo armatoste en el que navegamos río arriba, tiene el color azul del cielo y el blanco de las nubes; barco de madera, añoso, que quizás tenga ya un siglo de navegación a sus espaldas, dos pisos, dos largas filas de camastros; el único servicio de transporte por el oeste hasta el centro de esta enorme isla. No existen carreteras. En realidad esto es una reducida calle en donde los vecinos comparten conversación, recreo y cama. Esta gente habla por los codos; y si no saben inglés da lo mismo, hablan y hablan, aunque les digas que no entiendes. Nos esperan catorce horas de navegación.

Las nubes, disueltas, formando grandes hilachos, pintan el agua de reflejos azules y grises plateados. Extraordinaria placidez la de la hora, extraordinario paisaje, magníficas las nubes de oriente que van cerrando así definitivamente el día.

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