Ideas y creencias

Kuala Lumpur – Taman Negara National Park, 25 de mayo

Mi trabajo de viajero ayer durante todo el día, fue patear el centro de Kuala Lumpur de un lado para otro: una frustrada vista a la National Art Gallery, que se encontraba cerrada por reforma, una visita al entorno de las Petronas Towers -los edificios más altos del mundo-, un paseo al final de la tarde por la siempre atractiva y colorista Chinatown (no, no parece faltar el Barrio Chino en ninguna gran ciudad de Oriente). Me había metido en un cíber y, cuando salí una hora después, me sorprendió el bullicio, la actividad, las luces; un gentío había tomado las calles produciendo una agradable sensación de fiesta; la impresión de que toda la población se había echado a la vía pública para disfrutar de la suavidad de la temperatura tras un día abrasador. De entre los farolillos y escaparates y anuncios iluminados, sobre los tejados, destacaban las líneas atrevidas de los rascacielos y la torre de la televisión. Aproveché para hacer una larga serie de tomas nocturnas. Sentado en un banco de piedra, junto a un jardín, volví a revivir la imagen de mis impresiones bajo las Petronas Towers. Viendo aquella inmensidad desde abajo, el pensamiento recurrente que me ocupaba era aquellas escenas escalofriantes de hombres y mujeres tirándose al vacío desde las Torres Gemelas de Nueva York, aquel famoso día once. De golpe, en un día corriente de tu vida tener que decidir de inmediato entre morir calcinado o hacer un vuelo mortal de cientos de metros. Un día cualquiera en que inesperadamente te encuentras delante esas dos únicas opciones. Esto se acabó. Ciao! Escalofriante; aunque debería no serlo, cientos de personas se mueren cada minuto, cientos nacen... y la vida continúa. Sin embargo... ¿No sirven esta clase de reflexiones para ajustar un poco más nuestras percepciones?

¿Y quien tiene razón, mi amigo, al que me refería en mi último post, y que aspiraba a una vida con perfiles de fiesta y al que, según decía, no aportaba absolutamente nada las contrariedades de la vida, o yo, que abogaba por lo contrario? ¿Cuáles son las evidencias sobre las que él y yo construimos nuestras intuiciones sobre lo que debe o no debe de ser la vida? Si la vida ha de consistir en pasárselo bien, en reír a pierna suelta, en alcanzar el Paraíso, o caso en.... etc., etc.?

Su evidencia y la mía tienen que habérselas con la realidad, con lo que en el fondo nos importa más, para poder afirmar la bondad o no del argumento. Construimos nuestras vidas sobre esto o lo otro. ¿Cómo sabremos que lo estamos haciendo medianamente bien, que no nos están vendiendo la moto, el Paraíso católico, el kharma hindú, el consumo como una herramienta útil pero a la vez una trampa que convierte la vida en un laborar sin límites? ¿No se presenta en “los momentos de la verdad” (fallecimientos, enfermedades, momentos críticos, días de iluminación personal, de gracia, algún tipo de evidencia en nosotros que nos habla no ya de las coplas de Jorge Manrique sino de la necesidad de valorar más adecuadamente en qué empleamos nuestras fuerzas, a qué santos encomendamos nuestros rezos? ¿Cuál es nuestra moral? ¿Cómo se forjaron nuestras creencias y nuestras convenciones más corrientes?
Nuestras “oraciones” se dirigen a dioses diferentes en función del área cultural en que hemos nacido; aunque la globalización vaya minimizando estas cosas es obvio que construimos una moral, una teología, un carrasposo chovinismo, una xenofobia, en función de la carga que nuestro organismo ha soportado desde la infancia (esa tan frecuente mala educación recibida, que decía un corresponsal el otro día). Un niño de preescolar que desayuna frente al televisor durante años, termina inoculando los mensajes que éste le dicta directa o subliminalmente; y de modo parecido sucede con toda esa enorme carga que después llamaremos creencias, moral, deberes, filosofía de la vida. La hija de mi amigo cumplió dieciocho años y no tiene especial interés por ningún trabajo o materia de estudio, lo que ella quiere es ganar mucho dinero, esa son sus palabras. ¿Qué trayecto ha hecho esa idea para llegar a donde está? Sería interesante seguirle la pista y comprobar de qué está hecho ese deseo. ¿Qué estímulos acumulados han hecho posible que una adolescente llegue a esas conclusiones, tan distintas por otra parte de la de otros jóvenes que aspiran, por ejemplo, a partirse el espinazo acaso en alguna lejana ONG?

Quien dice un área cultural dice una familia, un barrio... Sin embargo el proceso de concienciación, el ejercicio de contrastar realidades diferentes termina en muchos casos por abrirse paso de alguna manera, y la puesta a punto del sentido crítico nos puede colocar frente a las puertas de otros planteamientos. Pero se necesitan fuerzas, determinación, de alguna manera hay que litigar con los criterios establecidos, con las convenciones corrientes que el tiempo ha ido santificando como verdades asiomáticas, que sólo son una defensa contra esa fuerza latente en toda vida de encontrar nuevos caminos; las evidencias de entonces dan paso a otras evidencias; las evidencias se van sustituyendo unas a otras a lo largo de la historia y la vida. La evidencia de que el Sol da vueltas alrededor de la Tierra, la de que nacimos de la luminosa idea de un alfarero tras siete días de intenso trabajo, dieron lugar con el tiempo a otras evidencias.
La sociedad necesita atar fuerte su continuidad y defiende su terreno creando una moral, algo que se nos impone como si hubiéramos nacido con ello. Nuestra sociedad para seguir su ritmo de crecimiento necesita tener buenos consumidores; también necesita obedientes ciudadanos no muy dados a caer en la tentación de pensar por sí mismos; necesita, al menos, guardar las formas y determinar las áreas de poder e influencia (el dinero, quien manda, quien obedece, el alma, la supuesta supremacía del hombre sobre la mujer, etc.) enseñando a cada uno sus límites y sus obligaciones; y para ello no inventó nada mejor que hacer de cada uno de nosotros unos buenos ciudadanos que sean capaces de esperar, llegado el caso, a las cuatro de la mañana frente al semáforo en rojo, a que éste cambie a verde aunque no haya un alma en kilómetros a la redonda. Primero de todo obediencia, y después obediencia al destino para dar continuidad al proyecto; esas mozas de las que hablaba Unamuno en sus libros de viajes, que con el cántaro en la cabeza no les cabía otra cosa que el trayecto entre el pozo y la casa, porque las cosas venían dadas así.
Pero sin llegar a esos casos extremos, ¿en dónde está la diferencia entre mi amigo y yo para que nuestras actitudes ante la vida sean tan diferentes en lo que concierne al dolor, para que ambos vivamos la realidad de un modo tan diverso? Nuestro modo de pensar y sentir está mucho más marcado por nuestra experiencia y la manera intensa como la vivimos, que por nuestras consideraciones teóricas, que a veces son sólo una sombra de una realidad mucho más compleja que subyace por debajo de nuestras argumentaciones. Por nuestra experiencia y por el caso que la hacemos, porque, lo he dicho muchas veces, hay gente a quienes las experiencias no les aprovecha, siguen pensando un día sí y otro también que acumular pasta es el no va más de la vida (un ejemplo, claro); si por lo menos se la pudieran gastar en la otra vida, una especie de tarjeta de crédito de la que ir tirando sobre el montante acumulado en la primera vida, todavía todavía, pero así... maldita la gracia.

El que seamos objeto de necesidades cuya intensidad ignoramos, esa necesidad, acaso, de gozar del reconocimiento de los otros, la necesidad de formar parte de una comunidad, la de seguridad... mediatizan nuestra concepción de la realidad. Una persona débil e insegura debe construir un castillo a su alrededor para protegerse de los lobos reales o imaginarios; los nacionalismos, los amores patrióticos responden también a una necesidad de buscar guarecerse de la intemperie en compañía de los otros.
También mediatiza nuestra relación con la realidad la idea que tenemos de la felicidad, que no se sabe muy bien en qué consiste, y que nos obliga a tirar por la calle de en medio sin la certeza de que esa sea la ruta correcta, la verdadera felicidad que nuestro instinto pide; confundimos las risas, el “pasarlo bien” con algo que es de mayor calado; una situación en donde incluso podemos no reconocer el sello de esa felicidad que viene porque no tuvimos tiempo para sentir o escuchar.
¿Por qué no volcaremos toda nuestra energía en averiguar todo aquello que concierne precisamente a ese encontrarse bien dentro de la propia piel? Tantos trabajos, tantas ocupaciones y compromisos y nos cuesta encontrar ratos para eso, para tratar de ver por donde anda el camino.
Sí, claro, las contradicciones propias de la vida. Trabajamos ni se sabe, nos empeñamos hasta las cejas profesionalmente y junto a ello también queremos tener una vida afectiva intensa, vivir de cerca el crecimiento de los hijos, cultivar las amistades, salir de paseo a la Pedriza, a callejear, a oír música... ¿y qué más? Y como todo no puede ser quien tiene las de perder a la larga es el espacio no laboral. No es de extrañar que con tanto laborar muchas veces sólo queden ganas de derrumbarse en el sofá frente a cualquier cosa que estén pasando en la televisión. Por cierto que era curioso ver estos días atrás en el último hotel que me hospedé un nutrido grupo de jóvenes occidentales perdidos en la pantalla del salón común durante la mayor parte del día.
Para mí que tanta actividad -lo que significa carencia de tiempo libre- lo que hace es obligarnos a improvisar; no teniendo tiempo para pensar y reflexionar sobre tantas realidades, improvisamos de mala manera una filosofía de la vida de la misma manera que nos metemos en una hipoteca que se demorará hasta los años de jubilación en un apresurada determinación. Y después el uso y abuso de esa improvisación será el que marque a la larga nuestra relación con la realidad.
Taman Negara, a doscientos kilómetros al noreste de Kuala Lumpur, es mi próximo destino; uno de los más bellos rincones de esta parte de Asia: selvas, ríos, montañas, un paisaje apenas tocado por el hombre, celosamente guardado por los responsable de este país.
The flooting restaurant donde ceno, en las aguas ya del río que nos separa del Parque Nacional, sufre el impacto repentino de un numeroso grupo de hindúes y el suelo se balancea como para que el té que tengo sobre la mesa se vaya al suelo. Un agradable espacio al final de otro día de viaje. Hace calor, llueve, los sonidos de la selva comparten estridentes con el fragor del agua el ámbito de la noche.

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