Ligero de equipaje

Kuching - Johor Barhu , 30 de abril

El libro llevaba meses esperando sobre la mesa de mi cabaña. Era un regalo. Lo metí en mi mochila de viaje. Esta tarde llegó el momento de abrirlo. Ética para náufragos, es su título.


Hoy pesé mi macuto en el check-in del aeropuerto; nueve kilos, cuatro menos que en el anterior aeropuerto hace un par de semanas. Mis libros se van quedando por el camino, uno lo fue en Sagada, en el norte de Luzón, El silencio de las cosas, de Francis Ponge; otro hoy mismo en el hotel de Kuching; La trilogia de Nueva York, de Paul Auster quedó para servir a la biblioteca de un establecimiento hotelero; el resto lo empaqueté, un tocho de antropología sobre las islas del Pacífico y el libro de Stevenson, y está camino de casa. Mi equipaje se hace más ligero. Parece que nueve kilos es todo lo que necesito para moverme por el mundo. Ligero de equipaje. Me satisface esta levedad, que ni mucho menos es insoportable como reza el título de la novela de Kundera, sino todo lo contrario; leve ha de hacerse el ser, ligero como su aura para que algún día nuestra ser sutil pueda caminar sobre las aguas como Jesús sobre el Tiberiades.


Así que deseable levedad del ser y consecuente necesidad de ligereza del equipaje. Algo así viene a decir José Antonio Marina en Ética para náufragos, el libro que comienzo mientras espero mi vuelo a Johor Bahru, la vecina ciudad malaya que hace la competencia con sus vuelos baratos a los operadores de Singapur. “Navegar es una victoria de la voluntad sobre el determinismo”, dice Marina, y plantea ya de entrada los puntos cardinales de su trabajo: resolver: cómo mantenerse a flote, cómo construir una embarcación y gobernarla, y por último cómo dirigirse a puerto. Y mientras empieza ya citando a Séneca, a Hegel, a Nietzsche; así que preveo que el trabajo requiere sólidos barcos, complejos conocimientos y el empleo de algún sofisticado GPS. Ojalá no lo sea así. Lo deseo de veras; porque no sé por qué pero hay libros que uno espera de ellos que sean como un largo e interesante viaje, títulos que sugerentes como productos arropados en envoltorios de diseño llaman nuestra atención y provocan una segregación gástrica muy pauloviana que dispone para degustar el manjar de la lectura que se aproxima. No obstante lo que preveo en la lectura que se me aproxima es un equipaje algo más pesado de lo que mi ánimo actual experimenta como necesidad de levedad, en la que puestos a flotar puede no ser necesario ni barcos, ni brújulas, ni GPS. Hoy hubiera preferido prescindir de embarcación, nada, desnudos como la mar, que dice el poeta, como agua dentro del agua.


El avión se eleva; bajo las alas desaparece en seguida la línea iluminada de la costa. Esta mañana me llegó un correo: ¡atención a los vuelos baratos! Nadie piensa que su avión se vaya a caer... pero cuanto menos se paga por el pasaje más fácilmente se ve uno sorprendido por esta incómoda sensación de inseguridad que se produce en los momentos que preceden o siguen al despegue.



García Márquez: ¿Y ahora qué carajo sigue? El otro día recibí un correo aludiendo a estas anotaciones mías de viaje que decía algo que no sólo me agrada sino que ponía en el candelero un hecho importante; decía parecerle estar leyendo a alguien que más que escribir sobre un viaje sobre a islas del Pacífico, lo que más bien hace es mostrar su propio viaje interior; y algo de eso debe ser cierto, porque a lo que se ve este blog habla mucho más sobre el discurrir de mi ánimo y pensamiento que sobre los azares del viaje. Si este avión quisiera ser metáfora de la vida, fuera todo negro betún, una neutra nada en donde por no haber no hay ni estrellas, todo boca de lobo, habría que pensar que en el fondo, en algún remoto rincón de las circunvoluciones cerebrales de este aparato, algo hay que le empuja a volar en una dirección y no en otra; algo más que un instinto de supervivencia, como sería el caso de las aves migratorias. Sobre ese algo trata parte de mi escritura. La cuestión es si el instinto sin más, un instinto cultivado, denso de experiencias, lleno el rostro de sol, con los pies curtidos por los muchos caminos recorridos, puede servir como instrumento fiable de navegación. Cuenta Marina que García Márquez, cuando hubo escrito las tres primeras líneas de Cien años de soledad (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”), dejó el boli a un lado, se quedó mirando a las musarañas y se dijo: ¿Y ahora qué carajo sigue? ¿Por dónde tengo que seguir volando?, diría el avión de Air Asia, la cigüeña despistada que perdió contacto con la brújula interna, yo mismo que trato de hacer de la vida lo mejor que puedo?


Tras los treinta kilómetros entre el aeropuerto y la ciudad, me bajo del autobús y unas calles más allá, doblo una esquina y... ¡huele a India! ¿Quién dice que algunos países no tienen un olor característico, como las personas, como cualquier animal. Esta noche estoy en una calle de Varanasi junto al Ganges, las especias, un pequeño mercado de flores... por encima de una tapia, con el fondo de la sombra de un rascacielos, apuntan los pináculos de las deidades del panteón hindú. Mi cerebro, además de maullido colecciona también otras cosas, es evidente; tiene su rincón para los olores, para los rostros de ojos oscuros, para los colores que pueblan las calles del mundo; ese es mi viaje, no colecciono monumentos ni datos estadísticos ni una larga lista de ciudades; los vistosos y chillones vestidos de las mujeres de St. Louis en Senegal compiten con los saris de las mujeres que pasean por la playa a la caída de la tarde en Puri, al sur de Calcuta; los grandes y multicolores turbantes de los shirks recuerdan el atavío de los tuaregs. Tengo suerte, creí que iba a tener que vivaquear en el aeropuerto y me encuentro por el contrario con una suite grande como mi casa de quince euros en medio de un barrio efervescente de rostros oscuros, colores y mixturas que me recuerdan otros viajes a la India. Ceno en un restaurante hindú; la una de la mañana. Inexplicablemente los hábitos han cambiado, en Sandakan hace días no se veía un alma en la calle a las nueve de la noche, en Miri sólo el viernes por la tarde unos pocos chinos se congregaban en torno a un karaoke en una calle que contrastaba con frugalidad del vecindario musulmán; aquí es la India la que impone sus hábitos. ¿Quién se va a la cama con este ambiente?


Un niño indio de ojos sanguinolentos (¿qué años tendrá? ¿doce, trece, veinte, treinta...?) pretende venderme algo, desiste; se sienta en una mesa cercana y pide algo de comer. Muestra una seriedad que asusta; se zampa todo; se levanta y cuando pasa a mi lado se para, mira mi escritura, le miro, le sale una sonrisa inteligente e interrogadora; señala con los ojos mi cuaderno. Asiento amistosamente con la cabeza. Confieso no entender esta animación de madrugada. Casi las dos de la mañana y toda la ciudad parece estar en la calle; el tráfico es caótico, unos niños juegan con una pelota en una calle lateral, los restaurantes están llenos, la música se mezclan con el ruido de los motores.


No me creo un náufrago, pero aun así pienso que voy a leer con gusto de libro de Marina; todo lo que ayude a alumbrar la oscuridad del camino sirve. A mi novia una vez le regalé una linterna y unas botas; botas para caminar y linterna para alumbrar el camino, pero después, en una de esas regañinas en las que uno devuelve todo los trastos que le vinculan a su amante, me dio de narices con todos los regalos. Ahora anda por ahí descalza y a oscuras intentando abrirse camino. Mal asunto, le he dicho yo muchas veces, pero... A falta de botas y linterna, le hago desde aquí la sugerencia de este libro de Marina. Que me cuente como le va con la lectura que yo desde aquí prometo también seguir dándole a la olla con el asunto de la vida y sus concomitantes.

1 comentario:

vuelos dijo...

Un buen blog de vuelos baratos http://devuelosbaratos.es