Niebla

Taman Negara, 29 de mayo

La niebla bajó hoy casi hasta los límites del río, una masa blanca y lechosa que pesa ingrávida entre las copas de los árboles un poco más allá de la rápida corriente del río, marrón, densamente discurriendo entre las orillas. Unas nieblas llaman a otras. Los días de niebla son como el paisaje que debió de alumbrar el nacimiento del mundo, espesa consistencia de lo indeterminado, de lo aún no nacido, paisaje lunático por donde discurre la mañana a la espera de lo que sucederá. O acaso no, acaso sólo duerme el monte; el bosque se sumió en un sueño profundo y le cuesta despertar, abrir los párpados, hacerse a esta nueva realidad como consecuencia de la rotación de la Tierra; y entonces se cierra sobre sí mismo, aprieta sus párpados, se da la vuelta para el otro lado e intenta dormir de nuevo; oculta la selva a los indiscretos, disminuye la intensidad de las luces, litiga con el sol para que éste no intente abrirse paso en el enmarañamiento gris de la mañana.

Sí, y unas nieblas llaman a otras. Miro absorto el bosque desde mi ventana, entretenido en pensamientos que me llevan de aquí a allá del tiempo. Acaso el pasado otoño, en los hayedos del Pirineo o en la Laguna Negra, cuando marché a recolectar los colores de la época con mi cesta de hacer fotos. Unos recogían setas entonces, otros, como yo, sólo buscaban un poco de conversación con el bosque, llevarse a casa una buena provisión de belleza con la que adornar el invierno que se aproximaba.
Niebla, cierta sensación de principio de los tiempos, cuando sólo existía la voluntad de vivir y el frío era intenso y las inclemencias del tiempo obligaban a permanecer en la cueva junto al fuego siempre encendido. Días de sentarse sobre una piedra a contemplar las llamas, la vida; las lenguas de fuego, que diría mi amiga, como único testimonio de la existencia; épocas oscuras en que del hombre habría de mirar fijamente en el interior de las llamas durante horas para intentar arrancar al espíritu del fuego la razón de todo aquello: la cueva, la existencia, los animales, la grisura aterciopelada que perlaba el campo allí mismo, más allá de la hornacina de piedra en donde este hombre calentaba su mirada y sus manos. Absorto acaso, perplejo porque aún en su retina los árboles, el río, el otro, sus propias manos que veía ahí frente a las llamas, no habían terminado de adquirir significado; la vida de las personas recrean la historia de este hombre junto al fuego. Cuando el niño nace la indiferenciación se abre a sus sentidos con imágenes que todavía no tienen significado; habrá de pasar tiempo, habrá de ver dos objetos vivos que se mueven frente a él interrogadores, amorosos; vivir la cercanía de los pezones de la madre, sentir reiterativamente el tacto de una mano para que poco a poco se vaya añadiendo sentido a lo que tiene delante. Frente a la niebla uno siente el pálpito de algo primigenio que debe parecerse a esta sensación del hombre de la cueva que mira al fuego en un día de lluvia. Remontar la corriente de la historia de la humanidad para encontrarse con un ancestro que mira al fuego.
Día de niebla, de olivos allá por los alrededores de mi casa como sombras de fantasmas arrumbadas en los sótanos de un museo, viejos cuadros que pocas veces ven la luz; tristemente melancólicos, detenidos en su camino a la espera de que en algún momento el sol termine de abrirse camino en la masa porosa y liviana del cielo. Hoy, día de niebla en alguna parte del sureste asiático. Sólo unas pocas voces que llegan de lejos, algún motor fueraborda remontando el río, el canto de un pájaro buscando compañero a quien arrimarse; anhelo buscando anhelo; una motocicleta que pasa lejana.
Día de niebla. De cuando la montaña -ah, las montañas dormitando fuera del tiempo-, de cuando la montaña es toda melancolía, cadencias nacidas de las manos de Chopin en los altos de Valdemosa, música de Grieg surgida de la profundidad invernal de los fiordos noruegos, sonidos de lejanos ríos inventados por Sibelius para su patria de cuerdas y metales. Abrirse paso en la niebla y caminar durante horas siguiendo las trazas de un camino que cruza el Olimpo, el Pirineo Francés, la selva. Me pregunto: ¿Dará la vida para hacer algún día una cabaña en el bosque desde la que contemplar por las ventanas los hilachos entre las ramas, la azulina claridad allá junto al lago; para mirar la vida como dentro de una música en donde la naturaleza cante suavemente, polifónica, entrañable... sí, como aquel breve fragmento que despierta de una voz cristalina en alguna parte del Magnificat de Bach como delgado hilo de esperanza incontenible, de anhelo, de armonía con la creación entera?

Día de niebla. De cuando era niño y creía en Dios y no había más espacio entre mis pensamientos que unas pocas oraciones que de hinojos elevaba a una virgen de escayola vestida de saya blanca y azul. Niebla aquella que se pierde en el tiempo y que hoy paseo mirando desde la ventana de una casita verde frente al bosque de Taman Negara. Niebla: padre, madre, amante, esposa, hijos, mundo, naturaleza, anhelo, esperanza, canción de cuna, recogimiento, oración matinal. Niebla no más.

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