Ventanas

Taman Najara National Park, 26 de mayo

Mi habitación tiene un gran ventanal que da efectivamente a la selva; y en la pared de la derecha una ventana más reducida que se asoma al río que nos separa del parque. Me desperté y no tardé en darme cuenta de que hoy iba a ser uno de esos días en que es necesario pararse del todo. ¡Cuánto echo de menos esos días, esas horas, en que, resistiendo la inercia de salir corriendo para ver mundo me quedo quieto, despatarrao sobre la cama contemplando el tránsito de las nubes! Ver el movimiento de las nubes, mirar lo que tenga la gracia de atravesar frente a mi esa mañana; pensamientos livianos, recuerdos como hortalizas brotando en la perezosa calina matinal de la hora; nada que hacer, mirar el balanceo de las elegantes ramas de las palmeras que crecen frente a mi ventana. Una ventana, no muy diferente a aquella junto a la que suelo despertarme en mi casa, siempre el campo tendido frente a ella, más allá de los árboles, la superficie dorada en esta época de la cebada, quizás balanceándose como las olas del mar con la brisa mañanera. Ventanas para ver y mirar, ventanas para contemplar la vida y los pájaros, un poco antes de venirme un petirrojo que venía cada mañana a darme los buenos días y a agradecerme el pienso que yo ponía en un platito para él; ventanas, una realidad y una metáfora; ese cuento de Tagore en donde un niño pasa sus días asomado a ella, esa por la que mira un viejo de muchos años las aguas del río que van a la mar, esa por la que desde el tren vemos transcurrir los arrozales o desfilar la tormenta de brillantes relámpagos; el otro día, desde el avión, la pequeñez del hombre allá abajo, hoy, lo grande de nuestro espacio vital, la maravillosa complejidad de un ser vivo pensante, el excelente panorama que esta complejidad pone frente a nuestras expectativas y nuestro gozo.

Pero también es una experiencia una habitación sin ventana, opresiva en un principio, pero incitadora después; ¿no era Castilla del Pino quien pasaba algunos fines de semana confinado en un sótano (al modo de Harry Landom en aquella película de los años veinte (ah, mi memoria...) donde éste, aislado con su libro, revive su sueño amoroso), el señor Del Pino dando forma a sus intuiciones, buscando el silencio amigo para encontrar en él alguna verdad entreverada en los estratos del pensamiento? En Kuala Lumpur pedí la primera habitación que quedara libre con ventana, pero después dejé pasar el asunto, descubrí que aquel paralepípedo de paredes blancas, austero como una celda de monasterio, favorecía mi capacidad de concentración; nada podía distraer mi atención, el ronroneo suave del aire acondicionado era la única presencia notoria en el entorno; lo que significa que mi propia película era con mucho el único sujeto de aquella estancia. Vivir la propia película tiene cierta semejanza con esas mañanas en que mi cuerpo se convierte en deliciosa y estimulante compañía, cuando aislados ambos nos dedicamos el uno al otro como dos amantes que no tuvieran prisas y demoraran interminablemente el uno junto al otro entrañablemente activos, amorosamente encontrados. Y viene al caso citar a Rof Carballo aunque sea trayéndole a contrapelo, porque le leí el otro día y hacía una observación interesante que conviene recordar (constantemente hay que recordarse las cosas uno... constantemente); la cita es de un libro titulado Violencia y Ternura. Dice en él que la prisa se opone a la ternura. No hay ternura apresurada. La ternura entrega el control del tiempo a la propia manifestación del sentimiento. Yo diría mejor que la ternura lo que hace es disolver el tiempo, pararlo, el tiempo no existe. Amaneció, ronronea el ventilador, se mueven las hojas de las palmeras, el cielo ahora es débilmente azul, la naturaleza se manifiesta, pero no hay tránsito, el instante es el mismo, el de hace un rato cuando imaginaba mis manos y mis labios ocupados en los rezos matinales, en algún paisaje de dunas temblorosas llenas de sueño.
Y sigo. Con o son ventanas, la demora, la desnudez del campo y la mía, el piar de los pájaros, el chirrido continuo de la selva. Parar, no moverse, aprovechar el instante, prolongarlo, sentarse en el centro de uno mismo y mirar. Intensamente. Mirar. Oír. El tiempo no existe. Cuando mi cuerpo sea asaltado por otra necesidad más imperiosa, desayunar por ejemplo, ya se alzará, buscará esa mezcla en polvo de tres en uno, café, leche y azúcar, lo verterá en un vaso con agua, lo agitará, sacará unas pastas y se las desayunará. Mientras tanto pura meditación zen, asomarme al hueco de la ventana, cruzarme de brazos, poner mi cuerpo en situación de recibir aquello que ha de venir; solo, sin ser forzado, con la misma aleatoriedad con que cruza de un extremo a otro de mi ventana unas nubes blancas.
Y mañana será otro día. Mañana habré de atenerme al dicho kurdo: “If waters stands motionless in a pool it grows stale and muddy, but when it moves and flows it becomes clear”. Tampoco es conveniente que se estanque el agua, el agua se hace clara con el movimiento; también eso es verdad. Por eso mañana tendré que mover el culo y ponerme en movimiento. Como en la música que decía ayer de Rubistein, sonido y silencio, pausas en el camino. Leí una vez que en Ram, la película de Akira Kurosawa, el elemento central de la banda sonora era el silencio. Todavía estoy esperando verla por segunda vez para conocer en qué consiste eso, porque no lo entiendo, aunque la idea me resulta muy sugerente: la quietud dentro del movimiento, el silencio dentro de la música, la luz que llega a uno en el interior de una habitación sin ventanas...

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