Ser masa

Taman Negara National Park, 27 de mayo

No madrugué mucho; me retuvo cierta mirada sorprendida que me observaba en el filo del alba; tuve que dar cuenta de ella por escrito y eso retrasó mi partida. La niebla se había esfumado y un sol libero como de invierno, se abría paso en la espesura del bosque. Sudaba, topé con un gran lagarto, pasé junto a enormes árboles que hincaban sus uñas en el suelo extendiendo sus grandes brazos alrededor como quien anhelante de vivir construye cimientos sólidos, largos como tentáculos de monstruos marinos de leyenda dispuesto a vivir durante cuatro siglos. La selva se hizo oscura, en algunos rincones un verde brillante adornaba las enormes hojas de una planta con la que siempre me tropiezo, casi un metro de verdor que compartían con pequeños helechos en una de las clapas que se abrían junto al río; el bosque se hizo silencioso y el sudor se dejaba correr por mi cuerpo como si estuviera caminando bajo la lluvia. Calor húmedo y pastoso que en un rato convertirá mi cuerpo y mi ropa en acre mixtura de olores profundos, olores hijos del esfuerzo y del tesón. También el placer de sudar, de mi respiración forzada, del bombeo del corazón que se adapta a las escarpadas pendientes de estas montañas cuyos habitantes, de grandes copas, de enorme cuerpo, de sólidas raíces parecen habitar las laderas desde el principio de los tiempos; lo dicen sus troncos herrumbosos, cárdenos a veces, profundamente tallados transversalmente con la gracia de las formas del oleaje y adornados todos ellos con extraños jeroglíficos, líneas ocres y delgadas de aspecto arbitrario que trepan su tronco como si fueran venas a punto de reventar. Esos caminos que hacen las terminas para subir y bajar por el tronco, sustraídas en sus túneles así a la mirada de los pájaros devoradores de insectos. De vez en cuando la pedagogía ambiental ha clavado en sus maderas un pequeño cartel amarillo que indica el nombre de un árbol, de una planta. Me rindo ante la exuberancia de la diversidad y las limitaciones de mi memoria. Soy incapaz de retener más allá de unos pocos nombres que olvidaré dentro de un rato. Para mí todos son matapalos, árboles de grandes y nervudos pies.

El camino, embarrado por la lluvia de la noche anterior, pide atención parea no dar con el trasero en el suelo; las raíces, sobresaliendo en la tierra, ofrecen peldaños para los pies; algunas lianas sirven de pasamanos en las pendientes; mas mariposas, como pétalos revueltos por una ventolera sin control, forman pequeños enjambres que cruzan el espacio del camino. Soledad y silencio, comunicación entre el alma del bosque y el viajero. Todavía un rato, sólo un rato.

Media hora después, sobre un montículo, me cruzo con un pequeño grupo; minutos más tarde con otro mayor; al cabo del rato una chorrera de gente mata, aniquila el silencio del bosque; lo reduce a cenizas; ya no hay selva, silencio, diálogo con el entorno,; el vidrio de la mañana cayó al suelo hecho añicos. La masa invadió la jungla.


Ser masa, desaparecer en el estómago de la ballena de Jonás y no volver a ver el mar, los elegantes peces, el brillo de sus escamas, el escarceo de sus juegos; ya sólo está el griterío de la masa, las risas de las adolescentes, las bromas de los niños. Ser masa, espíritu gregario, comunidad viajera en fin; de la mano, para no perderse. El camino, un largo trail que recorre el parque, esconocido por la diversidad de las aves que se observan en él. Usted cree que si yo fuera ave, pájaro, gavilán, iba a resistir este griterio: pies pa qué os quiero; toda la comunidad salvaje del lugar no ha tenido más remedio que salir espantada. Ser masa, Dios; ser llevado de aquí para allá del mundo, de las salas de los museos, tras un paraguas rojo o amarillo en la plaza de San Marcos de Venecia, en la Torre Eiffel; ser masa acribillando a la Gioconda a flashes (prohibidos) para dejar testimonio de la presencia. Ser masa es más económico, más seguro... la masa nunca puede perderse en la selva.


Pero la masa diluye, espanta a los gnomos del bosque, ahuyenta los matices y los colores delicados, las luces y las sombras, el remoto canto de un pájaro; el misterio que esconden como tesoro inapreciable sólo es para los amantes constantes, sin prisas, para los amantes de manos acariciadoras, de mirada curiosa que investiga los rincones, las pelambreras de la vegetación junto al camino; para los amantes constantes y respetuosos. Cultura de masas; la masa como un ente, un exotérico y ruidoso organismo que tanto puede aclamar un gol como seguir los dictados de un partido o congregación.

Ser masa, feligresía: horror; pidamos a la virgen que nos libre del espíritu gregario que habita en alguna parte de nuestra masa gris, que nos alivie de su presión, que nos permita contemplar, acaso en apacible compañía los rincones del planeta. Joder, si al menos fueran un poco más silenciosos, más comedidos.

Me di una carrera, sudé como y pollo, sobrepasé a un centenar de personas, subí una cuesta, bajé, crucé un arroyo; y así, poco a poco fui perdiendo el contacto con la masa cuyo punto de destino era un embarcadero que yo ya había dejado atrás. Estaba a salvo.

Caminar, caminar media hora más y después de nuevo el silencio y los pájaro. A partir de aquí estaré solo el resto del día; sólo al final de la tarde, ya de regreso me encontraré con otro caminante solitario como yo. Decenas de pájaros desconocidos para mí, me acompañarán en el camino. Mi cámara fotográfica descansa discretamente; pasó por tantos rincones como primorosos jardines, por tantos bosques, que ya todo esto se le hizo familiar, dejó de ser extraordinario para ella. Ya lo decía también Pessoa; después de matar uno o dos tigres la aventura ha desaparecido. Pobre Pessoa que apenas se movió de Lisboa en toda su vida. ¿Qué sabría él de aventuras y de tigres? Aunque sí, sí sabía; de la aventura del intelecto, de las emociones, del cultivo de las sensaciones, esas cosas para las cuales no es necesario moverse de casa, todo eso para lo único que es necesario es tener desarrollada la sensibilidad y la atención.


¡Coño!, iba a guardar esto y me echo mano a la pierna y me encuentro un bicho largo paseando en mi pierna como si fuera un anemómetro en día de viento, pegada su cabeza a mi carne; e intento quitármelo y se me pega a la mano y no puedo deshacerme de él. Date, alguna extraña sangüijuela, me digo, esas que tanto repelús me dan, que nunca sé si, por motivos de salud, uno debe arrancar así a la brava. Me la arranco al final, la tiro. También hay mosquitos; no tengo más remedio que sacar el pringue del repelente, un producto eficaz pero untuoso y desagradable; ya hacía tiempo que me estaban picoteando las canillas. Y recuerdo aquella vez en un parque nacional al norte de Puerto Mont, en Chile; aquellos bichos negros, sanguijuelas, que se nos habían agarrado a las piernas a montones y que no sabíamos qué hacer con ellos; babosas diminutas agarradas sólidamente a nuestros tobillos.


Y después de tres horas de camino alcanzo una bifurcación. A la derecha un destino imposible, se me haría de noche por el camino; estoy muy cansado, me falta entrenamiento; a la izquierda Bukit Indah, que no sé qué es, imagino algún lugar particular, una techumbre para guarecerse; el camino se separa del río. Decido tomar el camino de la izquierda. Y cien metros más allá, un aviso en inglés: “Attention climber, you are at your risk”. Ah, magnífico; usted subirá bajo su propia responsabilidad (no faltaría más); riesgos, cerdas; el camino se pone en seguida de patas, estoy en mi terreno. Un abrupto espolón de rocas remonta la pendiente; me elevo despacio, observando cuidadosamente el vacío que se va abriendo a mis pies; el sudor se me mete en los ojos; utilizo el dedo índice de limpiaparabrisas, me paro, contemplo el río rumoroso a mis pies, entre las copas de los árboles; atravieso una arista de rocas, unas gruesas cuerdas ayudan a superar la travesía con tranquilidad. Cantos de pñájaros, rumor de agua, silencio. Llego a la cumbre: Bukit Indah, 122 metros; la montaña más baja que he subido nunca, un dato para el libro de los records. Pero es hermosa, un prominente peñasco, como la proa de un barco, que se asoma sobre las lomas, el río, la apretada vegetación que todo lo cubre y que hasta ahora me había impedido ver por donde caminaba.


La masa desapareció hace un par de horas. Estoy admirativamente solo. Me gusta. Ahora descansaré un rato, comeré alguna cosa y después reemprenderé el camino de vuelta a la caída del sol; con las manos en los bolsillos, resucitando alguna historia, recordando a mi novia que ayer estaba triste y celosa, pero que ya empezaba a recuperarse un poco, pensando en cómo nos va a ir a mi amiga con nombre de flor y a mí en este mes que entra; recordando que pronto será el cumpleaños de Mario y Lucía y no podré celebrarlo con ellos; preocupado por que Victoria no se agobie en exceso; pensando también en ese principio de verano en que recorreremos el sur del continente africano juntos. En fin, saboreando la satisfacción de no volver a encontrarme con esa ruidosa masa que recorre el mundo como si del caballo de Atila se tratara.


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