Un festival hindú

Singapur, 1 de mayo

Llueve; el gran ventanal de mi habitación se asoma a un parque de Singapur en que crecen grandes árboles y donde el tráfico es mínimo. Una lotería después de todo. Da pena echarse a la calle. He abierto del todo una de las hojas de la ventana y casi se parece esto a la habitación en que trabajo en casa. En cueros, sentado en la cama con el portátil sobre las piernas y oyendo el ruido de la lluvia y el graznido de algún ave que no conozco (vaya, se coló un mosquito), esta mañana me tengo que felicitar, he conseguido superar mi fase de comprador compulsivo y eso me deja bien, algo que está más en coherencia con mis líneas de ayer. Simple asunto de andar por casa; y es que mi portátil, un Toshiba de un kilo, pero muy viejo, me da problemas continuamente, y cuando ayer, camino de un templo hindú me topé con un templo de la modernidad, un enorme complejo comercial de siete pisos dedicados exclusivamente a ordenadores, no pude resistir la tentación de echar una ojeada. Encontré una monada de aparato, el asunto estaba cerrado, pero esta mañana, plis, pam, pum, hice una llamada a la coherencia, y mira por donde resultó. Seguiré trabajando mientras pueda con esta miniatura aunque a veces le dé por armar la marimorena y me deje tirado.
Grandes problemas de la vida cotidiana. Empiezas comprándote un portátil, luego te haces con la moto, el coche, un hotelito en la sierra y so on. Al final te encuentras más pillao que un padre de familia con diez hijos.
Los hijos. Sí, son otra de las muchas locuras de los hindúes, aunque aquí, en The Little India, el barrio en donde he ido a parar, todo presenta un aspecto mucho más ordenado y moderno que la India del Sur, de Madrás, que es de donde procede mayormente la población india de esta ciudad. Sin embargo todo puede llegar a ser ilusorio y, donde pareces relacionarte con una población moderna, culta, lejos de prácticas religiosas ancestrales salvajes (¿dejaré este adjetivo aquí? Después de insertar alguna de las fotografías que tomé ayer, decidiré si dejo o no el calificativo. Quien lea estas líneas y mire detenidamente las fotos puede ayudarme a decidir si se sostiene ese calificativo o no), a la vuelta de la esquina puede convertirse en una locura colorista, en donde la superstición y la ignorancia, se convierte en eje de una celebración, como fue el caso de ayer en el Chitra Paorami Fire Walking Festival que tenía lugar en el Daulat Temple. Mi pregunta precisamente, viendo aquel folklórico espectáculo, estaba relacionada con los niños -tanto hijos siempre en estas familias-, cómo pasan de generación a generación el acerbo de las creencias y las prácticas de los padres a los hijos, cómo un día tras otro se reproduce así en un mundo de rascacielos y alta tecnología creencias que no sólo no liberan a los individuos, esa enorme cantidad de niños que desfilaban ayer junto a sus padres encabezando el absurdo de unas prácticas religiosas periclitadas y degradantes, sino que los convierten en carne de canon.
De mañana relativamente temprana me había despertado el canto monótono de una voz femenina que pareciera recitar una y otra vez, interminablemente unos pocos versos. La retahíla se repetía como una letanía mezclada con el tumulto del tráfico. Era temprano, me había acostado más allá de las dos de la madrugada, pero no tuve más remedio que levantarme y salir a la calle a indagar qué era aquel cántico que salía del recinto del templo hindú cercano y donde desde la ventana veía que se movía una pequeña multitud.
No tuve tiempo de desayunar; apenas había puesto el pie en la calle cuando me vi en medio de algo que en primer momento me pareció una numerosa y colorista manifestación. Una larga procesión de mujeres ataviadas con vistosos saris rojos, grandes pendientes, brazaletes dorados, mirada adusta, desfilaban por medio de la calle sosteniendo en sus cabezas un recipiente dorado adornado con flores; junto a ellas caminaban niñas y niños con el mismo atuendo y la misma disposición a la seriedad. Alguno llegó a sonreír cuando me vio a un metro de distancia tomándole una fotografía. Al grupo de las mujeres seguían los hombres igualmente acicalados y circunspectos. Lo que en principio me pareció una manifestación, se truco en seguida como celebración religiosa.
Abandoné el desfilé y me dirigí al templo, donde un numeroso público obstruía la entrada del recinto; me abrí paso y quedé frente a la escalinata del templo, donde una mujer, sosteniendo un recipiente de cerámica adornado con flores en que se quemaba incienso, danzaba lentamente al son de la misma música monótona que me había despertado por la mañana. Sin embargo el centro de la atracción estaba a mis espaldas. Quedé vivamente impresionado por lo que veía.
Esto no era ya la selva de retorcidas enredaderas y ruidos simiescos. La humanidad había ido creciendo en torno a asentamientos cada vez mayores y poco a poco, acompañado de dioses y del hacer inteligente de muchos hombres, había ido construyendo un mundo que cada vez se separaba más de la irracionalidad que provocan los misterios de la naturaleza. Sin embargo, hoy, en el 2007, todavía cabía mirar atónito un espectáculo salido de un fanatismo neolítico que me ponía los pelos de punta.
Recuerdo que la primera vez que viajé a India estuve dos días incapacitado para hacer ninguna fotografía; era una cuestión moral, sentía dentro de mí un impedimento interno que me no me dejaba mirar a través del objetivo de la cámara; y menos disparar sobre ese mundo colorista pero tan mísero a veces. Hoy no es así, sin embargo, hoy forma parte del viaje dedicar una parte larga de la tarde cuando llego al hotel, a seleccionar las fotografías del día en el portátil, un rato placentero cuando compruebo cómo los colores, la selva, los rostros o los reflejos del agua del mar se han ido plasmando en bellas fotografías; hoy necesitaba meter el morro de mi cámara en todo aquello para reposarlo a la noche en la calma y soledad del hotel.
Lo que veía me superaba. Me convertí en testigo silencioso, mudo, atónito, viajero serio y circunspecto asistiendo a la celebración una liturgia desconocida para mí. ¿Cómo se va llenando una cabeza desde que nace de panteones divinos tan exóticos, de prácticas tan salvajes? Grandes anzuelos clavados en la carne de la espalda que a su vez son sujetados por largas cuerdas que unidas forman las riendas con la que este animal-religioso-bárbaro debe caminar hostigado, como cuádriga romana por la presión y violencia de las riendas de su conductor; gruesos hierros que atraviesan la cara de parte a parte; el cuerpo adornado con flores, una gran corona colgando del cuello; otros adornos enganchados directamente por anzuelos a la carne, en los brazos, en el pecho, en la espalda, en la cara. Es un espectáculo perteneciente a la barbarie. Me acerco a un corro, un hombre barbudo de baja estatura, semidesnudo tiene todo su cuerpo lleno de anzuelos donde se sujetan las riendas o adornos multicolores; abre la boca (rostro impasible), otro le toma la lengua y tira de ella fuertemente hacia fuera y, cogiendo entonces un hierro del grosor de una aguja de hacer calceta, terminado en un tricornio, atraviesa penosamente la lengua de éste desde arriba, hasta que la punta aparece por el lado inferior; a continuación da un giro de noventa grados al hierro y blo coloca horizontalmente contra la comisura de los labios del hombre barbudo y pequeño que no suelta una exclamación y mantiene los ojos abiertos, la fuerza interior despierta para soportar el dolor. E inmediatamente comienza a lanzar bramidos, gesticula, da saltos como un animal salvaje que se enfrentara a las fauces abiertas de otro frente a él. Las riendas están tensas y la carne de su espalda aparece extremadamente tirante por los anzuelos, como si la carne fuera el vuelo de una capa que alguien retiene con fuerza a la espalda. Se calma, se acerca a una niña, la acaricia, le traen un plato con pétalos y él los toma en su mano y los derrama sobre la cabeza de la niña. En el patio del templo se apiñan los saris, los rostros serios y circunstanciosos, un par de policias luciendo sus impecables camisas blancas, los curiosos, una banda de música que no ha parado de tocar en toda la mañana acompañando el canto, gente que mira simplemente o que pone cara de repelús. Suenan incansablemente los tambores, una caracola de mar de la que sale un sonido agudo y cavernoso; agitan unos palos de los que cuelan pequeños trozos de latón y cinc.
A veces es viajero necesita pararse junto a la cuneta de su viaje para tratar de digerir lo que se ve. Y tenía que dejar la habitación en media hora y atravesar la frontera hacia Singapur, y... Merodeé todavía un rato por los alrededores, subí las escalinatas del templo, vi las ofrendas, el fuego sagrado con que limpiaban las manos antes de hacer las ofrendas, observé a una mujer de vaporoso sari añil claro que sostenía en los brazos a su hijo pequeño mientras hacía sus invocaciones. Seguí la procesión por la calle, las cuádrigas de los anzuelos en la carne de la espalda hacía su recorrido por el centro de Johor Bathur acompañadas por una numerosa feligresía; cerraban la procesión los músicos y un hombre tirado de las riendas prendidas con hierros a su carne como un caballo al que habían adornado con parasoles florales. La tremenda adustez de los hombres y mujeres hindúes, los colores de sus vestimentas, sus canciones, eran toda una anacronía en pleno siglo XXI.
Los hijos, la tradición, el consumo, las creencias religiosas. ¡Qué difícil es vivir, qué difícil es sortear las trampas del camino, atravesar por las ciénagas que los hábitos y la tradición va dejando a su paso, qué difícil hacer de nuestra inteligencia y nuestra creatividad dos brillantes protagonistas de nuestras vidas...! ¡Qué difícil... pero qué hermoso!

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