Alrededor del volcan

Bukittinggi, 8 de mayo


Tumbado a oscuras en la habitación del hotel, bajo la manta curiosamente, porque hace un buen rato descargó el aguacero habitual y dejó una agradable temperatura en el ambiente, miro transitar por la pared como en un calidoscopio las luces que el tráfico callejero proyectan sobre la ventana; las luces, proveniente de un concurrido cruce, se levantan despacio a través del alféizar, suben lentas por la pared como una salamanquesa, y cuando los vehículos giran, el área de luz, cruzado por el dibujo de los barrotes de la reja, da un brusco respingo, se eleva por la pared siguiente bajo la línea del techo, se desplaza con la suavidad de una bola de billar por la pared frontal y termina desapareciendo bruscamente en el diedro junto a la puerta; varían en intensidad, altura, rapidez; el semáforo próximo impone un cierto ritmo dentro de este juego. Debía de llevar un buen rato hipnotizado por el seguimiento de estos haces luces que se hacían y se deshacían en la oscuridad. Algo similar me sucede en invierno con el fuego de la chimenea; el tiempo pasa sin darme cuenta frente a las llamas que suben y bajan, y cuando quiero echar la mano al libro que esperaba su turno en una mesita lateral me encuentro que ya es la hora de dormir.
Antes de que se encendiera este juego calidoscópico sobre la oscura mesa de billar de mi habitación, estuve repasando el recorrido de hoy, que fue un largo viaje en moto por las aldeas de los alrededores hasta alcanzar el pintoresco y hermoso lago Maninjau, que ocupa la boca de un volcán cuyo perímetro sobrepasa los noventa kilómetros. A la vuelta la moto pinchó y preferí tomar uno de los muchos minibuses que hacen el recorrido entre el pueblo de Manijau y Bukittinggi; no le hizo gracia al conductor de la moto, que veía desaparecer así la propina, pero qué le vamos a hacer.
Y antes todavía pasé un largo tiempo considerando las desdichas a las que nos llevan con frecuencia las relaciones afectivas. El dolor que engendra, el desasosiego, el rastro amargo y acre que deja en el cuerpo. Me adormecí varias veces caminando sin rumbo fijo por estos parajes, pero me despertaba y de nuevo volvía a tener frente a mí el punzón sobre la carne. Es inútil intentar poner orden en estas cosas, pero sin embargo no cabe otra solución que seguir y seguir dándole vueltas, mirar a los ojos al problema, fijamente, no perder la oportunidad de bañarse en él. ¿Cómo voy a cortar el flujo de mis recuerdos, de mi dolor; sí, por qué he de huir del dolor, si es mío, si forma parte de mí, si soy yo? Hay asuntos a los que es difícil llegar a un acuerdo, y éste es uno de ellos. Cuando uno se sume en una estado de tristeza parece que lo procedente sea evitarla, huir, distraerse con otra cosa; y con el dolor, ese dolor que se desprende a veces del trato con las personas que queremos, sucede algo similar. Si estuviera discutiendo con mi amiga Raquel ya la tendríamos armada, me diría que me dejase de pamplinas y que tratara de ser feliz que es a lo que debemos tender. Y volveríamos a discutir interminablemente sobre la felicidad sin llegar a ponernos de acuerdo. Mi argumento favorito para defender el derecho a la vida de la tristeza y el dolor es que en esos estados con frecuencia nuestro organismo adquiere la calidad de una esponja, uno se siente vivo, se siente a sí mismo con una plasticidad, una profundidad que en otros estados más livianos no somos capaces de experimentar. Cuando la tristeza baña nuestro cuerpo, una delicada gama de matices y tonalidades acompañan la tarde, se intensifica nuestra percepción, se ahonda nuestro sentir, pasamos a formar parte de la lluvia y del suelo empapado, somos niebla, somos agua, somos el espíritu del bosque, la magia interpelativa de la noche. Si aquel emperador se bañaba en leche de burra, por qué no entender que uno también se puede bañar en el dolor y la tristeza.
La temporada más intensa que recuerdo de mi vida fueron los meses que precedieron a la muerte de mi madre, un cáncer cerebral que terminó con ella en unas pocas semanas. Y creo que es el caso de mis hijos y de mi pareja. No hablo de buscar el dolor, claro, sino de vivirlo; aprecio cuando oigo a Victoria decir que ella quiso sentir nacer a nuestros hijos, o cuando hablamos de la muerte y decimos que querríamos morirnos viendo, sintiendo cómo nos morimos. No son especulaciones, es la necesidad de vivir la que lleva a uno a expresar estas cosas, de la misma manera que cuando escalaba paredes de alta dificultad, cuando la vida llega a correr por ese cortante filo entre la vida y la muerte es cuando aquélla goza de la autoconciencia de su propia existencia intensa. El filósofo francés Edgar Morin cita a Hegel con unos párrafos hermosísimos, en un momento en que éste hace apología de una vida significativa y vibrante a través de su confrontación con los retos, con los peligros, con la cercanía de la muerte, todos aquellos instantes en que el individuo por una razón u otra se encuentra frente a sí en la plenitud del existir. Durante una época llegué a aprenderme alguno de memoria. No me pegaba aquel arranque de vitalismo en un escritor que uno imagina ceñudo y como perteneciente a un mundo de abstracciones en donde o me pierdo o no estoy preparado para afrontar.
Claro, que habría que definir qué sea eso de vivir intensamente. No todo el mundo está dispuesto a jugarse el tipo escalando montañas, ni todo el mundo tiene las mismas ideas sobre el bienestar o la felicidad, o siente que la necesidad de crear o realizar actividades empeñativas sea importante para su existencia. Hay quien dice ser feliz teniendo mucho dinero simplemente, gente que no necesita moverse de su pueblo, o aquellos que les basta ir reuniendo el dinero necesario para comprarse el coche, la casa y pagarse unas vacaciones de quince días en la costa. Nuestra capacidad para comprender es a veces limitada; a mí, por ejemplo, el otro día, en Johor Barhu, me fue imposible comprender que un hombre pueda prestar su cuerpo para que hagan las barbaridades que le hacían metiéndoles todos aquellos hierros en el cuerpo, por muchos dioses que haya alrededor, Shiva, Khrisna o quien sea. Me es imposible, y entonces me sale llamarles salvajes o hijos de la barbarie o la superstición. De la misma manera me es difícil comprender que haya que supeditar la vida a la seguridad, que ejerzamos continuamente de Gulliver en el país de los liliputiense, hipotecando día a día nuestros movimientos, nuestra libertad, nuestro tiempo con los múltiples y delgados hilos de las deudas o las obligaciones. Quizás sea una de las razones del viajar esa de tratar de comprender; cita José Antonio Marina a Habermas, para quien de los tres intereses fundamentales en el hombre, dominar y comprender la realidad es el fundamental.
Sin embargo, se tire por donde se tire en la interpretación de la realidad, como no hay vara de medir que se adecue a todo el mundo, ni verdad absoluta a la que echar mano, evidentemente todo lo que digamos será sólo un intento de aproximación a esas pequeñas verdades que a cada uno se le van revelando a lo largo de toda la vida, y que para unos es de una manera y para otros de otra. Quizás por ello, y mientras mi experiencia no me diga lo contrario, tenga que seguir apencando con esos tramos de dolor o tristeza que de vez en cuando me deparan los días. Kalil Gibram u Osho dirían de todos modos que alegría-tristeza, dolor-placer son extremos de la misma cosa. Y, además, después de todo bendita la acidia de Chopin que hizo posible su música o bienvenidos los malos días de Mozart que alumbraron el Requiem.Se hizo tarde, creo que es hora de darme una vuelta a ver si encuentro algo para cenar antes de irme a la cama. Tengo que madrugar, espero estar en Yakarta al mediodía.

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