Mirar

Taman Negara National Park, 27 de mayo

Hoy fue la mirada que me miraba, la mirada indiscreta tras la cortina, más allá de la ventana asomando sus ojos por el borde superior del alféizar. Llegué a tiempo, su mirada será ahora permanente, rescató mi cuerpo, los sustrajo a mi sentido de la propiedad y ahora puede mirar cuanto quiera sin que yo esté presente. Sin embargo yo me quedé con su mirada absorta, con su mirada inquisitiva, expectante, la mirada que mira la vida tratando de hacerse cuerpo en otra, comprenderla, meter las manos en la arcilla húmeda, no para crear nada con ella, no, sólo para sentir el calor húmedo que nace de las entrañas de la tierra, en lo profundo de otro cuerpo. Amanecía sobre mi desvelo que esperaba paciente esa lechosa luminosidad con que el día iba hoy a levantarse sobre la línea de los altos arboles, una débil línea de niebla rasante que se mantenía sobre sus copas como humo de cocina de carbón, de invierno, sobre los tejados adormecidos de una lejana Asturias; amanecía también con la escandalera de los pájaros, los mismo de ayer, ahora intentando atravesar el cristal de mi ventana en donde ellos, probablemente, sólo descubrían el reflejo de su propio cuerpo, su antifaz -una especie de lavandera curiosa de nuestras tierras, ese ave de un salto inquieto siempre metido en el cuerpo como si tuviera encima el baile san Vito- Lechosa mañana, decía, esperando a que el despertador marcara la hora fijada para levantarme, porque hoy era día de caminar en la espesa selva del Taman Negara, que se demoraba largamente porque aquí, en estas latitudes, amanece lento, se demora la mañana interminablemente como si realmente se hubiera olvidado de que al fin tendrá que hacer acto de presencia, amanecer; ensimismada como está en los bucles y guedejas de niebla con que el bosque ha despertado, ahora todavía una niebla más espesa, más intemporal, pone en entredicho la posibilidad de que el día vaya a amanecer hoy.

No era necesariamente su mirada, pero alguien me miraba. Yo estaba boca abajo, dormitando, atento a mis sensaciones (cuidemos nuestras sensaciones; ya lo saben que lo decía Pessoa, cientos de veces lo dije y lo seguiré diciendo), lo sentía a mis espaldas, esos ojos abiertos, deseosos del ejercicio de mirar. Debe de ser eso; todo está en el cerebro y no sabemos muy bien los gustos ni los caminos del cerebro y confundimos lo tangible, lo que se toca con las manos, como prueba de verdad, cuando al cerebro le puede traer al fresco el cuerpo presente, la corporeidad tangible y cierta, porque él alimenta su alma de maneras complejas y sofisticadas. No necesita darse un atracón de lentejas con chorizo para saciar su apetito, no. Y era su mirada hoy la que hacía saltar los resorte de mi excitación; su mirada allá a la espalda, la certeza de que sabía que yo lo sabía que ella estaba mirando, aunque yo me comportara como si no fuera así. Complicados circunloquios, eufemismos para eludir la realidad, el alma; del placer de mirar y ser mirado. Arduos trabajos de investigación algún día llevarán a la conclusión de estas fuerzas poderosas a las que hoy hacemos dormitar como pájaro de mal agüero dentro de nuestro interior, no vaya a ser que puestos de manifiestos éstos nos tomen por un bicho raro cuando nosotros no queremos destacar, no queremos ser diferentes... es decir, queremos vivir, pero a la vez que nos dejen en paz.
Su mirada tras mi espalda, descubierta en un instante de ese lechoso amanecer que empezaba a tomar al asalto mi solitaria habitación de viajero; un momento en que por demás mi cuerpo astral había empezado a tomar posesión de otra mañana y otras circunstancias en las que mis manos empezaron a llenarse de la masa con la que crear un objeto artístico, bello, agradable al tacto, a la vista; su mirada, esos ojos abiertos como platos que yo sentía tras de mí, que imaginaba, porque es mi mirar de niño, mi mirar desasosegado, mi mirar necesitado del estímulo de un escenario, de unos actores; quizás descubrir qué hay tras los maullidos sin llegar a verlo porque la mirada necesariamente no es un hecho fáctico sino un algo intencional. No quiero llegar a ningún sitio, no quiero terminar mi ascensión ni llegar a ninguna meta, quiero disfrutar del camino, de la tensión, de la expectativa; quiero arroparme en la incertidumbre de lo que está pasando más allá, quiero oír, y quiero mirar pero sólo un poco, que únicamente me sea accesible la sugerencia, la posibilidad de lo que está sucediendo al otro lado, la llamada esa que ha de ponerse en comunicación cifrada con una parte de mi organismo hasta despertarlo, incitarlo hasta la crispación; sistema nervioso alborotado, como azuzado por los alfileres de placeres incongruentes, llamadas de la selva misteriosa, gritos de vida. Atisbar, imaginar, y ya en el umbral avanzado del día que comienza, por fin, mirar... y ver... y sentir cómo el río Ebro se desborda y anega la tierra próxima, en silencio, envolviendo acaso entre el repicar de las campanas de El Pilar sus suspiros, la conclusión de este amanecer humedecido por la mirada, tu mirada, mi mirada buscando el color de tus ojos tras mi espalda.
Mirar y ser mirado. Ejercicio pleno que nuestros hábitos obstaculizan, olas y espuma, mar encerrado en la prisión de nuestro susto. Mirar y ser mirado; no tocar, demorar el instante, el arte de la contención en la música, esa fuerza, como una corriente salvaje (una vez más), retenida en los límites de nuestro deseo. Y continuar mirándose y dejar que el cuerpo siga respirando, bombeando el corazón, latiendo hasta la última célula de nuestro organismo, sediento él de la única cosa posible a la que le es dado aspirar, vivir. Vivir y caminar por los aledaños en donde la vida se reproduce, se crea. Gozar de la brisa que corre junto a ese precipicio que necesariamente había de ser sugerente, de una fuerza arroyadora, para así propiciar el encuentro. Encuentro multiforme, palpitante en cuyo interior late el deseo, la mirada escrutadora, la mirada nerviosa y excitada.
Consideraciones para un trabajo de corsetería si se quiere, el erotismo al alcance de todos los bolsillos. Limpieza de ojos, limpieza de oídos, abandono en el impreciso mundo de las nieblas y los amaneceres en donde cazar fantasmas y habérselas con las diabluras de nuestro sabio instinto constituye una posibilidad tras la que hay que ir. Lo de siempre, dar tiempo al tiempo, despertar al alba y escucharse, escuchar la llamada de la selva, la llamada de la vida, saber de los ojos que nos están mirando; mirar a su vez. Mirar, ver, mirar.
Inútil e incongruente discurso para aquellos que no gustan mirar. Me prometo en otro día seguir otra línea argumental de la mirada, que ya me sugirió días atrás mi amiga desconocida. Por cierto ¿estás ahí? Ya, ya sé que no era tu propuesta de mirada, pero no importa, ya habrá otro día para otras miradas. La de hoy sabía a fresa y chocolate, era dulce como la miel, y se invitó sola sin que yo la llamara. Fue mi cómplice matinal.

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