Aprender

Wonosobo (Java, Indonesia), 15 de mayo

Esa cantidad de cosas que nuestro organismo aprende simplemente viviendo, estando en el mundo, teniendo la experiencia del intercambio con otras realidades. Ese aprendizaje que, meditizados por nuestra tendencia a pensar que la razón es una panacea, olvidamos que es el realmente significativo. Y la evidencia está en cómo nos marcan los años de la infancia y el medio cultural en el que crecemos, cómo nuestra conciencia va absorbiendo poco a poco, año tras año un panorama de comportamiento, de forma de pensar, que asumimos como propio, como si hubiéramos nacido con ello, siendo en su mayoría producto del ambiente en que hemos crecido, o producto de las experiencias que hemos tenido. Gota a gota desde que nacemos nos bañamos día y noche en un ambiente concreto; nuestro pensamiento tiende a ser el propio de ese ambiente. Quizás somos bastante menos yo de lo que pensábamos, quizás por ello estar ojo avizor si no queremos ser en parte un producto de la sociedad en donde crecemos.

¿Quién sabe cómo aprendemos a hablar? (Una admiración por cierto que el viaje acrecienta por la cantidad de lenguas diferentes que uno va oyendo a lo largo de las semanas. ¿Cómo se llega a esta riqueza creativa?, porque una cosa es saber que existen miles de lenguas y otra es oír de continuo el sonido cambiante, la articulación tan diferente de los vocablos un día tras otro). Si diéramos la suficiente importancia a los aprendizajes esenciales, que de parecida forma que el aprendizaje de la lengua materna vienen a nosotros sin que conozcamos sus mecanismos; si conociéramos cómo se instala en nuestra conciencia y conforma nuestro yo (un yo que al desarrollarse en un entorno preciso necesariamente tiene que ser reflejo de ese entorno); si supiéramos qué piezas de nuestro yo, urgidas por necesidades esenciales se mezclan con nuestras adquisiciones, y en qué medida prevalecen unas sobre otras; además de conocer de las circunstancias del día a día, del impacto de las pasiones, de la lluvia que arrasa el instante, del hambre canina que visita nuestro cuerpo; quizás con todo esto en la mano y una buena dosis de capacidad de análisis podríamos llegar, cerrando los ojos durante un cuarto de vida, espirando lentamente, escuchando las olas, eliminando todo rastro de pensamiento en nuestro cerebro, quizás, llegar a saber unas pocas cosas importantes sobre nosotros mismos.

El tráfico de esta mañana es una locura; aquí un conductor “normal” no llegaría nunca a su destino; los semáforos y las pocas señales de tráfico apenas cuentan. Si es necesario parar a los coches porque hay algo que impide el paso en los dos sentidos, se necesitan seis o siete hombres que se pongan delante de los coches y hagan gestos exagerados para que los conductores entiendan que hay que parar y dejar pasar por turno a los vehículos. Ahora, eso sí, nadie se enfada, todas las calles están bloqueadas, se pasa por la derecha, por la izquierda, atravesando, pero nada, cada uno a lo suyo, pequeños empujoncitos metiendo el morro hasta ir haciéndose un hueco. Nuestro minibús colisionó con una furgoneta hace un poco; se bajaron los conductores, miraron el bollo, hablaron un momento y asunto concluido. En la carretera será lo mismo, pero a costa de la adrenalina de los pasajeros. Les gusta pisar el acelerador, adelantar en curvas sin visibilidad, provocar que el coche que viene de frente tenga que frenar, cuando no marcharse totalmente fuera de la calzada. Sí, son bastante salvajes los conductores de este país.

Esta mañana, por ejemplo, ¿qué aprendió o reforzó mi organismo? Mi próxima ciudad de destino es Wonosobo, a doce horas de autobús de Bandung, hacia el este. Algunos problemas: no hay autobús directo; quizás me puede llevar un par de días llegar hasta allí, ello sin contar con que cada vez es más difícil encontrar a alguien que hable algo de inglés, y hasta ahora mi dominio del indonesio se circunscribe a una sola palabra: tirimi kasi (¡gracias!). Así las cosas, salgo del hotel por la noche camino del restaurante y me encuentro con un individuo que me para; charlamos y, sabiendo que me marcho mañana, me pregunta que hacia dónde me dirijo. Wonosobo, le digo. Y allí mismo, a la carta, ¡qué casualidad!, me ofrece un minibús directo que sale a las ocho de la mañana del día siguiente, y que, además, me recoge en el hotel y me deja en la puerta del hotel que yo quiera en la ciudad de destino, por la módica cantidad de once euros. Realmente no me lo creo, pero como quiero creérmelo porque me interesa, le sigo la corriente. Nos sentamos en el hall del hotel, le pago y me da un cacho papel a modo de recibo. Más, se me ha roto el macuto pequeño y necesito a alguien que me lo cosa. También se ofrece a buscar a alguien que lo haga, dos euros (hay que tener en cuenta que el macuto me costó cuatro), y que me lo entrega al día siguiente. Y me voy tan tranquilo a cenar. La última vez que me estafaron fue en las calles de Dakar hace año y medio; entonces, cuando llegué al hotel y caí en el engaño (porque hasta entonces mi ingenuidad estaba intacta) escribí un poema jocoso burlón que me ayudó a quitarme la mala leche que me produjo haber caído de manera tan boba en las redes de un negro inteligente de modales muy finos (sí, eso fue lo que hizo caer en la trampa, parecía todo un caballero...). En esta ocasión de ahora, a la mañana me levanté temprano y, media hora después de lo acordado para que me trajera el macuto arreglado, comencé a meter todas mis cosas en lo que previsiblemente iba a ser ya mi única mochila, porque el randa de turno no sólo me había birlado el precio de un viaje fantasma, sino que también se había llevado el macuto que uso para llevar el portátil y la cámara fotográfica. Niente d’affare, paciencia, bajar las orejas y caminar hasta la estación de tren para coger el primer tren que se dirija hacia el este; alejar de allí mi vergüenza. Ese era mi convencimiento. Pero entonces, curiosamente oigo cómo alguien golpea con los nudillos en la puerta de mi habitación; abro, y allí me encuentro el sobrio rostro del individuo de la noche anterior que me trae el macuto arreglado y que me asegura que en unos minutos tengo el minibús a la puerta. Y efectivamente, al poco rato oigo el claxon que me llama.

Un detalle en la cosa de todos los días. Me pregunto: ¿qué aprendió mi organismo en esta mañana? ¿Reforzó su confianza en el prójimo, ese individuo anónimo al que con tanta circunspección miraba ayer? ¿Aprendió a superar alguna frustración? ¿Se sintió más cercano a la gente? ¿Seguirá confiando durante el viaje en estos aparecidos que tanto pueden solucionarte un problema como ocasionártelo? Cuando uno sale de su pueblo, alguna de estas cosas son quizás las que ayudan a aprender algo nuevo y a adaptarse.

¿Cómo aprendemos? Treinta y cinco años dedicados a la enseñanza me han servido para estrellarme continuamente con la evidencia de que los aprendizajes fundamentales difícilmente encuentran su espacio en la realidad de las instituciones escolares, o incluso en los padres, que raramente muestran un interés más allá de lo puramente académico. Ya hace muchos siglos que la sabiduría de Montaigne hablaba algo de estas cosas, cuando decía que las horas de recreo educaban mucho más que aquellas otras de formación directa.

Claro, que no basta simplemente vivir para aprender significativamente. Además, habría que distinguir el aprendizaje que se produce sin más, por el hecho de que nuestros sentidos estén abiertos al día, aquellos conocimientos que nos condicionan globalmente desde la presión social, de aquel otro que no sólo ha de pasar por el tamiz de nuestro criterio personal, sino que se constituye como obra de nuestra creatividad, de nuestra individual forma de interpretar la realidad. Algo que tiene que ver con unas líneas que escribí el otro día sobre el destino. Aprender significativamente para librarse de la tiranía del destino, que en su faceta socializante uniformiza a los individuos y tiende a convertirles en engranajes de la maquinaria social. Conocer cómo llega el conocimiento a nosotros para que seamos nosotros los que controlemos nuestro propio aprendizaje y no sea éste, venido de fuera, tantas veces exógeno a los intereses personales de cada uno, el que imponiéndose en nosotros, nos controle.

Dos horas después de atravesar el tráfico delirante de esta ciudad que se extiende por decenas de kilómetros en un valle rodeado de volcanes, ya es posible sentir el aire entrando por la ventanilla. El viaje continúa.

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