Tiempo para quererse

Bukittingi (Sumatra, Indonesia), 7 de mayo

Tiempo para quererse, esponja bajo la lluvia, luna llena río arriba. El caso es que a veces de unas pocas palabras arranca un poema, pero no es el caso últimamente, que los versos son seres extraños que sólo aparecen cuando les da la vena; temporadas en que los versos sobrevuelan sobre la cabeza como mariposas prontas a convertirse en un ramo de palabras con que adornar la tarde, y a las que luego pueden seguir largos meses de ayuno en que las palabras se organizan de otra manera, ocasiones en que tienen necesidad de atravesar la pantalla del ordenador de punta a punta como un largo reguero de hormigas camino de un argumento, urgidas por las razones, necesitadas de alumbrar una idea o reforzar una ilusión a punto de perderse; no son ya esa elisión, o esas vagas y lábiles sensaciones que a mitad de renglón, como quien deja en suspenso algo y salta precipitadamente a otra cosa, busca el comienzo de otra línea, elige un color, somete a las palabras a encuentros y desencuentros, las organiza como si fueran elementos de un cuadro, escucha el sonido que sale de ellas, estudia su cadencia, su ritmo; trabajo a caballo entre la literatura, la pintura y la música y que cuando se resuelve deja en el cuerpo un suave aroma de plenitud y bienestar. Eso a los pobres diablos que de tanto en tanto les cabe la suerte de tener estos encuentros, que como tantas cosas no cabe encontrar buscando.
El trajín de andar de un lado para otro no siempre es situación idónea para recibir determinadas visitas, esos breves momento de gracia en que tras un prolongado descanso, un apacible dolce far niente, un esperar a que el cuerpo por sí mismo, aventurado por la tarde como un paseante sin propósitos encuentra sin quererlo un pedazo de ternura que echarse a la boca. Ternura propia, sujeto paciente y agente a la vez, autofagia; tener tiempo para quererse. Y que puede no ser otra cosa que gandulear por el universo de la propia autoconciencia, de la propia piel, mirar al techo, sentirse vivo, asociar la música que entra por la ventana con la música interior de uno: música de Vivaldi, festiva, alegre; ritmos de Bocherini, algún pasaje de Mi patria sobre el río Moldava de Smetana; y junto a ello el pedorreo de las motocicletas esperando a que el semáforo próximo cambie a verde.
No siempre, por ello hay que pararse lo suficiente, que se enfríe el motor, que dé tiempo a mirar hacia los lados, a deambular por el mercado, a posar la vista sobre el óvalo de las caras de las mozas dibujadas bajo sus velos; a recordar rostros, nubes, arrozales o los ojos pasmados de un niño que fotografié ayer. Después de ese tipo de espera es cuando en ocasiones nace la poesía, el placer del propio encuentro, el descubrimiento de que con nosotros viaja ese otro individuo a través de cuyos ojos miramos el mundo. Hay a veces un estar solos que es a la vez un descubrimiento y una grata compañía. Me llegó hace días una carta de una mujer que accidentalmente se había tropezado con mi blog y que hablaba precisamente de estas cosas, de esas sensaciones que sólo, decía ella, quienes saben estar solos pueden padecer y disfrutar. Era significativo que su afirmación incluyera el verbo padecer. Il n’y a pas rose sin epines.
Tarde avanzada en una habitación con una amplia ventana que da a la calle principal de Bukittingi. Hace unos momentos, entre el ruido ensordecedor del tráfico comenzó a oírse la voz del mohacín salmodiando su plegaria de la tarde, uno de los cuatro o cinco momentos del día en que el mundo islámico entona sus oraciones mirando a la Meca. Junto al ruido de coches y bocinas se escucha el alegre cascabeleo de los caballos, una especie de landó muy popular en la ciudad que haces las veces del taxi. El agradable ritmo de los cascos sube hasta mi ventana.
Tiempo para hacer versos y tiempo para quererse, tiempo para contemplar la luna río arriba con el runrún de los motores atravesando la selva. También para hacer música y escucharla. Tiempo.
En dos correos de hoy, de mis hijos, aparecía la palabra te quiero, os quiero. Tiempo para quererse uno a sí mismo y tiempo para quererse tú y yo, nosotros, todos, incluida mi exnovia, perdida ya entre riscos y nieblas otoñales. Muchas veces me tuve que disculpar por ser tan parco en mis expresiones de afecto. Hubo momentos en la vida, incluso, en que lo demoré tanto que cuando quise hacerlo ya no era posible subsanar la omisión, la lluvia mojaba bajo la tierra los restos de la persona querida. Y es que sucede, además, que muchas veces no sabemos lo que queremos a alguien hasta que deja de estar a nuestro lado. De todos modos a mi me admira la facilidad con que mis hijos (no sólo mis hijos, claro), utilizan esta palabra, y que con tanto gusto veo aparecer al final de los correos. Hoy, tras la comida, pude recuperar uno de esos momentos que en mi cabaña, en el prolongado balanceo de la hamaca, terminan convirtiéndose en instantes de gracia, aunque no de versos hoy, aunque bien que lo intenté. En algún instante de mi prolongado ocio intuí que, como hago de tarde en tarde, debería decir lo que siento pero no suelo decir.
Desde aquí, desde esta lejana tierra a las que las lecturas infantiles de los libros de Salgari me han traído, lo digo ahora: os quiero.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta mucho el texto, papi. Y también la última foto.
Por cierto, hace tanto tiempo que no hago retratos con la cámara que el otro día apareció uno delante de mi (una anciana arrugada con un enorme helado de fresa) y no fui capaz de hacer la foto por pudor. Ya no recuerdo cómo lo hacía en India. ¿Pides permiso para fotografiar o la haces, te juegas el pescuezo y echas a correr sintiéndote mal?
Cuéntame..y que tengas un bonito día.
Besísimos y unos tequieros para ti también.
La Gorda